Al este del Edén (3 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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2

Cuando llegaron al oeste los primeros inmigrantes, particularmente aquellos que procedían de las pequeñas y atestadas granjas europeas, y vieron que podían poseer un terreno con el simple requisito de firmar un papel y poner los cimientos de una casa, pareció entrarles de pronto una verdadera sed de tierra. Siempre querían más y más: buena tierra, si ello era posible, pero tierra, fuese como fuese. Quizá conservaban todavía, vagamente, el recuerdo de la Europa feudal, en la que las grandes familias fundaban su poderío y grandeza en la posesión territorial.

Los primeros que se establecieron adquirieron terrenos que no necesitaban y que no podían cultivar, e incluso se hicieron con tierras que no valían un céntimo por el mero placer de poseerlas. Y ello acarreó un cambio total en las proporciones. Un hombre que hubiera podido llamarse acomodado con cinco hectáreas de terreno en Europa, era más pobre que una rata en California, a pesar de poseer mil.

No pasó mucho tiempo sin que toda la tierra de las estériles colinas próximas a King City y a San Ardo estuviese distribuida entre familias harapientas esparcidas por los montes, que se esforzaban por arrancar su subsistencia del suelo árido y pedregoso. Su vida, como la de los coyotes, estaba cargada de ansiedad, desesperación y marginación. Llegaron sin dinero, sin bagaje, sin herramientas, sin crédito, y sobre todo sin el menor conocimiento del nuevo país al que se dirigían, ni la menor idea de lo que debían hacer en él. No sé si lo que los llevó allí fue una divina estupidez o una gran fe. A buen seguro, semejante ventura ya no existe ahora en el mundo. Pero las familias sobrevivieron y se multiplicaron. Disponían de una herramienta o un arma que ya ha desaparecido casi por completo, a no ser que sólo esté dormida momentáneamente. Suele decirse que su fe en un Dios de justicia y verdad les llevó a confiarse por entero en sus manos y que dejaron que los demás avatares de la vida se resolvieran por sí solos. Pero yo creo que, simplemente, confiaban en ellos mismos y se respetaban como individuos, que sabían sin el menor asomo de duda que eran personas útiles y potencialmente honradas; por ello podían ofrecer a Dios su propio valor y dignidad, y Dios se los devolvía centuplicados. Tales cosas han desaparecido, quizá porque los hombres ya no confían en ellos mismos, y cuando eso sucede, no hay nada que hacer excepto, quizás, encontrar algún hombre fuerte, aunque esté equivocado, asirse a los faldones de su levita y dejarse arrastrar por él.

Mientras muchos llegaban al valle Salinas sin un céntimo, había otros que, tras venderlo todo, llegaban con dinero para comenzar una nueva vida. Estos, por lo general, solían comprar tierra, tierra buena, y se construían casas de madera con tablones pulidos, que decoraban con alfombras y cristales de colores en las ventanas. Había muchas familias de este tipo que solían asentarse en las tierras fértiles del valle, de las que arrancaban la mostaza para plantar trigo.

Adam Trask fue uno de ellos.

Capítulo 3
1

Adam Trask nació en Connecticut, en una granja situada a las afueras de un pueblecito, no muy lejos de la ciudad. Era hijo único y nació seis meses después de que su padre se incorporara a un regimiento de Connecticut, en 1862. La madre de Adam se hizo cargo de la granja, crió a Adam, y todavía le quedó tiempo para profesar varias religiones. Tenía el presentimiento de que su marido moriría a manos de los salvajes rebeldes, y se preparaba para ponerse en contacto con él en lo que ella llamaba el más allá. Su marido regresó al hogar cuando Adam contaba seis semanas, y lo hizo con la pierna derecha amputada a la altura de la rodilla. Andaba renqueando con ayuda de una pata de palo sin desbastar que él mismo se había hecho con madera de haya, y que ya empezaba a resquebrajarse. Y sobre la mesa del salón colocó la bala de plomo que llevaba en el bolsillo y que era la misma que le habían dado para morder mientras le cortaban su pierna destrozada.

Cyrus, el padre de Adam, era una especie de diablo, siempre había sido muy turbulento. Conducía un carro de dos ruedas a una velocidad espantosa, y se las ingenió para que su pata de palo resultase garbosa y atractiva. Le gustaba mucho la profesión militar. Salvaje por naturaleza, gozó como ninguno del breve periodo de instrucción, y de la bebida, el juego y el puterío que acompañaban a aquél. Luego, se marchó al sur con un grupo de reclutas, y disfrutó de lo lindo, pues veía nuevas tierras, podía robar gallinas y acosar a las mozas rebeldes en los pajares. El gris y desesperanzador tedio de interminables maniobras y combates no llegó a afectarlo. La primera vez que vio al enemigo fue una mañana de primavera, a las ocho, y media hora después fue alcanzado en la pierna derecha por una pesada posta que trituró y astilló los huesos hasta tal punto que resultó imposible entablillarla. Incluso en esta ocasión tuvo suerte porque los rebeldes se retiraron y los cirujanos militares acudieron rápidamente. Cyrus Trask pasó cinco minutos de agonía mientras le cortaban los pingajos, le serraban el hueso en redondo y le cauterizaban la carne viva. Las marcas de sus dientes en la bala bien lo demostraban. También sufrió mucho mientras la herida cicatrizaba bajo las condiciones excepcionalmente sépticas que reinaban en los hospitales de aquellos días. Pero Cyrus poseía una gran vitalidad y era además un fanfarrón. Mientras se estaba construyendo su pata de haya y andaba cojeando de un lado para otro con unas muletas, pescó una gonorrea particularmente virulenta, que le contagió una joven negra que le silbó desde un montón de maderos y le cobró diez centavos. Cuando tuvo la pierna nueva y se dio cuenta, con gran consternación, de su estado, anduvo cojeando de aquí para allá durante varios días, buscando a la muchacha. Dijo a sus camaradas que, cuando la encontrase, le cortaría las orejas y la nariz con su navaja y la obligaría a restituirle su dinero. Trabajando con su navaja en la pata de palo, demostraba prácticamente a sus amigos cómo lo haría.

—Cuando termine, esa perra va a quedar guapa de verdad. Ni un indio borracho querrá ir después con ella.

Sus amorosas intenciones debieron de llegar a oídos de la negrita, porque jamás volvió a verla. Cuando Cyrus abandonó el hospital y el ejército, su gonorrea casi había desaparecido; pero cuando volvió a Connecticut, todavía le quedaba lo suficiente para contagiársela a su esposa.

La señora Trask era una mujer pálida e introvertida. El calor del sol jamás enrojeció sus mejillas, y ninguna risa franca contrajo las comisuras de sus labios. Usaba la religión como terapia para combatir los males del mundo y los suyos propios y, según el mal, empleaba una u otra doctrina. Cuando se dio cuenta de que ya no le eran necesarias las creencias que había cultivado para entrar en comunicación con su amado esposo, se puso a buscar una nueva causa de infelicidad. Su búsqueda se vio recompensada al instante por la enfermedad venérea que Cyrus trajo a casa cuando regresó de la guerra. Y en cuanto se dio cuenta de que la ocasión así lo requería, desarrolló una nueva doctrina. Su dios de comunicación se convirtió en un dios de venganza —para ella, la deidad más satisfactoria que jamás había podido imaginar— y, según iban las cosas, en el último ya. Resultaba muy fácil para ella atribuir su estado a ciertos sueños que había tenido mientras su marido se hallaba ausente. Pero la enfermedad no era todavía suficiente castigo para su devaneo nocturno. Su nuevo dios era un experto en castigos. Le exigía un sacrificio. Rebuscó en su mente alguna humillación ególatra adecuada, y casi dichosa, encontró el sacrificio que buscaba: ella misma. Tardó dos semanas en escribir su última carta, con correcciones y una ortografía perfecta. En ella confesaba crímenes que posiblemente no podría haber cometido, y admitía pecados que se hallaban mucho más allá de su capacidad. Y luego, envuelta en una mortaja que se había preparado en secreto, salió de la casa una noche de luna llena y se ahogó en una charca con tan poca agua, que tuvo que arrodillarse en el fango y meter la cabeza debajo de la superficie líquida. Esto, evidentemente, requirió una gran fuerza de voluntad. Cuando por último cayó, presa de una cálida inconsciencia, estaba pensando con cierta irritación que su blanco sudario de linón estaría manchado de fango de pies a cabeza cuando a la mañana siguiente la sacasen de allí. Y así fue, en efecto.

Cyrus Trask lloró a su esposa con un barrilete de whisky y en compañía de sus tres viejos camaradas de armas, que habían acudido a visitarlo en su camino de regreso hacia Maine. El pequeño Adam lloró bastante durante el velatorio, porque los tres compinches, que no sabían una palabra acerca de críos, se habían olvidado de darle de comer. Cyrus resolvió pronto el problema. Empapó un trapo en whisky y se lo dio a la criatura para que lo chupase, y después de dos o tres chupadas, el pequeño Adam se quedó dormido. Durante aquellas horas de duelo y congoja, el crío se despertó varias veces, llorando y berreando, pero con el trapo empapado volvía a dormirse enseguida. El niño estuvo borracho durante dos días y medio. Aparte de lo que pudiera haber sucedido a su cerebro en formación, ese tratamiento demostró ser beneficioso para su metabolismo: desde aquellos dos días y medio, gozó de una salud de hierro. Y cuando al cabo de tres días su padre se decidió por fin a salir para comprar una cabra, Adam bebió leche ansiosamente, vomitó, bebió más, y se sintió perfectamente. Su padre no se alarmó ante esta reacción, porque a él solía sucederle lo mismo. Transcurrido un mes, la elección de Cyrus Trask recayó sobre una muchacha de diecisiete años, hija de un granjero vecino. El noviazgo fue rápido y práctico. Nadie tenía la menor duda acerca de sus intenciones, las cuales eran honorables y razonables. El padre de la novia alentó el galanteo. Tenía dos hijas jóvenes. Alice, la mayor, contaba diecisiete años y aquélla era la primera proposición que recibía.

Cyrus quería tener en casa una mujer para que se encargase del pequeño Adam. Necesitaba alguien que se ocupase de la casa y de la cocina, y una criada cuesta dinero. Era un hombre muy fogoso y necesitaba junto a sí el cuerpo de una mujer, y esto también cuesta dinero, a no ser que te cases con ella. En el plazo de dos semanas, Cyrus se prometió, se casó, se acostó con ella y la dejó embarazada. A sus vecinos no les pareció precipitado. En aquellos días era muy normal que un hombre tuviese tres o cuatro esposas a lo largo de su vida.

Alice Trask poseía un gran número de admirables cualidades. Era una extraordinaria fregona y limpiaba la casa hasta los menores rincones. No era muy agraciada, así es que no había que vigilarla mucho. Tenía los ojos claros, la tez cetrina y los dientes muy desviados, pero disfrutaba de una excelente salud y jamás se sintió mal durante su embarazo. Nunca se supo si le agradaban o no los niños. Jamás se lo preguntaron, y ella no decía nunca nada a menos que le preguntasen. Para Cyrus, ésta era posiblemente la mayor de sus virtudes. Jamás expresaba una opinión o afirmaba algo, y cuando alguien hablaba, daba siempre la vaga impresión de estar escuchando, mientras andaba de un lado para otro entregada a sus quehaceres.

La juventud, inexperiencia y carácter taciturno de Alice Trask eran, a los ojos de Cyrus, verdaderas cualidades. Mientras seguía entregado al cuidado de su granja, como se solía hacer entonces en aquella comarca, abrazó una nueva carrera: la de viejo soldado. Y aquella energía que antaño lo había hecho turbulento, lo convirtió ahora en un hombre reflexivo. Nadie, excepto el Ministerio de la Guerra, conocía la calidad y duración de su servicio en el ejército. Su pata de palo, a la vez que un certificado de su veteranía y de sus cualidades bélicas, eran una garantía de que ya no tendría que entrar nunca más en combate. Tímidamente, empezó a hablarle a Alice acerca de sus campañas, pero a medida que su técnica se iba perfeccionando, aumentaba también el número de batallas en las que había participado. Al principio se daba cuenta de que todo era una sarta de embustes, pero no pasó mucho tiempo sin que estuviese igualmente convencido de que todas sus historias eran verdaderas. Antes de ingresar en el ejército no había tenido un excesivo interés por el arte de la guerra; pero después compró todos los libros que pudo hallar relacionados con temas bélicos, leyó todos los informes, se suscribió a periódicos de Nueva York y estudió mapas. Sus conocimientos geográficos eran bastante endebles y su información acerca de la guerra, nula; pero desde entonces, se convirtió en una autoridad en la materia. Conocía no solamente las batallas, los movimientos y las campañas, sino también las unidades que en ellas habían tomado parte, incluso por regimientos, los nombres de sus coroneles y de dónde procedían. Y a fuerza de contarlo, llegó a convencerse a sí mismo de que él había estado realmente allí.

Todo esto requirió un proceso gradual, que tuvo lugar mientras Adam se iba convirtiendo en un muchachuelo, seguido por su hermanastro. Adam y el pequeño Charles se sentaban y mantenían un silencio respetuoso mientras su padre les explicaba cómo este y aquel general habían planeado esta y aquella batalla, y por qué y en qué momento se habían equivocado, y qué hubieran debido hacer realmente. Y luego —él lo sabía entonces muy bien— había dicho a Grant y a McClellan que estaban equivocados, y les había rogado que examinasen sus sugerencias. Pero ellos, invariablemente, habían rehusado escucharlo, y sólo después se vio que tenía razón.

Hubo una cosa que Cyrus no hizo jamás, y quizá demostró ser prudente al obrar así. Nunca dijo que hubiese tenido algún grado en el ejército, sino que siempre se presentó como simple soldado. Soldado raso comenzó y soldado raso seguía siendo. En el marco total de sus historias, resultaba ser el soldado raso más versátil y más dotado del don de la ubicuidad de toda la historia militar. A veces parecía que hubiese estado en tres o cuatro sitios al mismo tiempo. Pero, quizá de un modo instintivo, nunca explicaba esas historias una después de otra. Alice y sus hijos tenían una, imagen muy completa de él: un soldado raso que estaba orgulloso de serlo, y que no sólo tuvo la suerte de asistir a todas las acciones espectaculares e importantes, sino que se metía libremente en los estados mayores y manifestaba su conformidad o su desacuerdo con las decisiones de los generales.

La muerte de Lincoln fue un golpe muy duro para Cyrus. Se acordó siempre de la impresión que le causó oír la noticia. Y no podía mencionar ese hecho u oír hablar de él sin que acudiesen al instante lágrimas a sus ojos. Y aunque nunca lo dijo, daba la impresión indudable de que el soldado raso Cyrus Trask había sido uno de los más íntimos, queridos y fieles amigos de Lincoln. Cuando éste quería saber cómo andaba realmente el ejército, el ejército de verdad, no esos figurines vanidosos recubiertos de galones dorados, llamaba al soldado Trask. La forma en que Cyrus consiguió dar a entender esto sin decirlo fue un triunfo de la insinuación. Nadie podía llamarle embustero. Y ello se debía, sobre todo, a que la mentira se hallaba en su cabeza, y a que ninguna de las verdades que pronunciaba su boca tenía el color de la mentira.

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