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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

Al este del Edén (4 page)

BOOK: Al este del Edén
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Muy pronto empezó a escribir cartas y artículos acerca de la dirección de las operaciones bélicas, y sus conclusiones eran inteligentes y convincentes. La verdad es que Cyrus demostró poseer una mente muy apta para las cuestiones de estrategia y de táctica militares. Sus críticas, tanto acerca de cómo había sido dirigida la guerra como de la organización actual del ejército, eran muy lúcidas y penetrantes. Los artículos que publicó en diversas revistas atrajeron la atención del público. Sus cartas al Ministerio de la Guerra, que aparecían simultáneamente en varios periódicos, comenzaron a tener una influencia inmediata en las decisiones que se tomaban en el ejército. Quizá, si el Gran Ejército de la República no hubiese llegado a poseer un peso político y unas directrices, su voz no hubiera resonado tan claramente en Washington; pero el portavoz de un grupo de casi un millón de hombres no podía ser ignorado así como así. Y Cyrus Trask llegó a ser esa voz en asuntos militares. No tardaron en hacérsele consultas acerca de la organización del ejército y de las relaciones con los oficiales, personal y equipo. Todos los que le escuchaban quedaban convencidos de que se hallaban ante un experto. Poseía un verdadero talento para lo militar. Más aún: era uno de los responsables de la organización del ejército como una fuerza cohesiva y potente dentro de la vida nacional. Después de encargarse gratuitamente de varios asuntos referentes a la organización militar, asumió la dirección de un secretariado con sueldo, a título vitalicio. Viajó de un extremo a otro del país asistiendo a convenciones, mítines y campamentos. Esta fue su vida pública.

Su vida privada estuvo subordinada también a su nueva profesión e íntimamente unida a ella. Era un hombre muy trabajador. Organizó su casa y su granja sobre una base militar. Pidió y obtuvo informes sobre la administración de su economía privada. Es probable que Alice lo prefiriese así, ya que no era una mujer muy habladora. Le resultaba más fácil hacer un conciso informe. Estaba muy ocupada con los chicos, con el cuidado de la casa y con la colada. Además, tenía que conservar su energía, si bien no mencionó nunca eso en ninguno de sus oficios. Sin la menor advertencia previa, su energía y sus fuerzas podían abandonarla, y entonces tenía que sentarse y esperar a que le volviesen. Por la noche se despertaba a veces empapada en sudor. Se daba perfecta cuenta de que lo que ella tenía se conocía por el nombre de tisis, y lo hubiera incluso sabido aunque no se lo hubiese recordado una tosecilla dura y extenuante. Ignoraba cuánto tiempo viviría. Algunas personas arrastraban la enfermedad durante años. No había ninguna regla fija. Quizá no se atreviese a mencionarlo a su marido, ya que éste tenía unos métodos para tratar la enfermedad un tanto violentos. El dolor de estómago, por ejemplo, lo trataba con una purga tan fuerte que era un milagro que el paciente sobreviviese. Si Alice le hubiese mencionado cómo se encontraba, Cyrus hubiera sido capaz de imponerle un tratamiento que la hubiera mandado al otro mundo antes de que la tuberculosis lo hiciera. Además, a medida que Cyrus se iba volviendo más militar, su esposa aprendió que la única técnica gracias a la cual puede sobrevivir un soldado era pasar siempre inadvertida, no hablar jamás a menos que le preguntasen, hacer exclusivamente lo que se le pedía y no tratar de ascender. Se convirtió en un soldado raso de retaguardia. La vida le resultaba así mucho más fácil. Alice se colocó en un último plano, hasta volverse casi invisible.

Los niños fueron las verdaderas víctimas. Cyrus había decidido que, si bien el ejército no era todavía perfecto, sin embargo constituía la única profesión honorable para un hombre. Lamentó el hecho de que no pudiese seguir en el servicio activo a causa de su pata de palo, pero no podía imaginar para sus hijos otra carrera que la de las armas. Estaba convencido de que debía empezarse como un simple soldado raso, como él había hecho. Además, su verdadera escuela había sido la experiencia, no los mapas ni los libros de texto. Les enseñó la instrucción cuando apenas si sabían caminar. Cuando estaban en la escuela primaria, el «cierren filas» y el «rompan filas» era tan natural para ellos como la acción de respirar, y odiaban estas órdenes tanto como al diablo. Los endurecía obligándoles a hacer ejercicios, y les marcaba el ritmo golpeando con un bastón sobre su pata de palo; les obligaba a efectuar marchas de varios kilómetros, llevando en la espalda mochilas cargadas de piedras, con el fin de fortalecerles los hombros, y les hacía realizar constantemente prácticas de tiro en el patio trasero de la casa.

2

Cuando un niño comprende por primera vez a los adultos —es decir, cuando se abre paso por primera vez en su grave cabecita la idea de que los adultos no están dotados de una inteligencia divina, de que sus juicios no son siempre acertados, ni su pensamiento infalible, ni sus sentencias justas, su mundo se desmorona y la desolación se apodera de él. Los dioses han caído y ha desaparecido toda seguridad. Y además no caen un poquito, no, se destrozan y se hacen añicos, o bien se hunden en las profundidades del estiércol. Es una tarea muy fatigosa la de reconstruirlos; ya no vuelven a brillar jamás con su antiguo resplandor. Y el mundo infantil ya no vuelve a ser jamás un mundo seguro. Es una manera muy dolorosa de crecer.

Adam descubrió a su padre. No es que éste hubiera cambiado, sino que de pronto a Adam se le aclararon las ideas. Él siempre había detestado la disciplina, como todo animal normal haría, pero también se percató de que era justa, verdadera e inevitable como el sarampión, y de que no podía renegar de ella ni maldecirla; únicamente odiarla. Y de pronto —fue algo muy repentino, algo así como un relámpago que iluminó su cerebro—, Adam se dio cuenta de que, al menos, en lo que a él concernía, los métodos de su padre no se relacionaban con nada en el mundo, a no ser con su propio padre. Aquella técnica y aquel plan de entrenamiento no habían sido ideados para los muchachos sino solamente para hacer de Cyrus un gran hombre. Y a la luz del mismo súbito relámpago, Adam descubrió que su padre no era un gran hombre, sino un hombrecillo de una enorme voluntad y muy endurecido, que llevaba un voluminoso morrión de húsar. Es difícil precisar cuál fue la causa; ¿una mirada furtiva, una mentira descubierta, un momento de vacilación?, pero lo cierto es que el dios se hizo pedazos en aquella mente infantil.

El pequeño Adam siempre fue un niño obediente que rehuía la violencia, la discusión y las tensiones silenciosas —y no tan silenciosas— que suelen madurar en las casas. En su búsqueda de la tranquilidad procuraba evitar todo signo de violencia y de provocación; para ello se veía obligado a alejarse y a apartarse de los demás, puesto que en todo ser siempre hay alguna violencia latente. Recubría su vida con un velo de vaguedad, mientras que detrás de sus ojos tranquilos discurría una existencia rica y plena, lo cual no le protegía de los ataques, pero sí le concedía una especie de inmunidad.

Su hermanastro Charles, poco más de un año menor que él, crecía con el aplomo que caracterizaba a su padre. Charles era un atleta nato, poseía un ritmo y una coordinación instintiva de los movimientos, y estaba dotado de la voluntad de vencer propia del auténtico deportista, que es la llave del éxito en el mundo.

El joven Charles siempre ganaba a Adam en competiciones que requiriesen habilidad, fuerza o comprensión rápida, y lo hacía con tanta facilidad que pronto perdió todo interés por rivalizar con su hermano y tuvo que buscar sus adversarios entre los demás niños. Y poco a poco se fueron creando entre ambos unos lazos afectivos más parecidos a los que existen entre hermano y hermana que a los que debe haber entre hermanos del mismo sexo. Charles se peleaba con cualquier muchacho que desafiase o se burlase de Adam, y, por lo general, siempre solía ser él el vencedor. Protegía a Adam ante las reprimendas paternas, con mentiras e incluso echándose la culpa de acciones que él no había cometido. Charles sentía por su hermano el afecto que se suele tener por los seres indefensos y desamparados, por los cachorros ciegos y por los recién nacidos.

Adam miraba, desde su cerebro retraído —a lo largo de los prolongados túneles de sus ojos, a las personas que poblaban su mundo: su padre, que al principio era una fuerza natural provista de una sola pierna, que existía justamente para hacer que los pequeños se sintiesen todavía más pequeños y más estúpidos, y que se diesen cuenta de su estupidez; luego —tras la caída del dios— su padre le pareció el policía impuesto por nacimiento, el oficial a quien se podía engañar, o embaucar, pero jamás desafiar. Y al extremo de los largos túneles de sus ojos, Adam veía a su hermanastro Charles como a un brillante ser de otra especie, dotado de músculos y huesos, velocidad y viveza, situado en un plano muy superior, donde se le tenía que admirar del mismo modo que se admira el suave y felino peligro representado por un leopardo negro, sin que nunca se nos ocurra compararnos ni por casualidad con él. Pero tampoco se le habría ocurrido nunca convertir a su hermanastro en su confidente, hablarle de sus ansias, de sus grises sueños, de los planes y de los placeres silenciosos que yacían al fondo del túnel de sus ojos. Ello le hubiera parecido tan absurdo como confiar sus cuitas a un hermoso árbol o a un faisán en pleno vuelo. Adam estaba contento con Charles de la misma manera que una mujer está contenta con un gran diamante, y dependía de su hermano de la misma manera que una mujer depende del centelleo del diamante y de la seguridad que le da su valor; pero amor, afecto, ternura eran cosas que estaban fuera de su comprensión.

Respecto de Alice Trask, Adam ocultaba en su pecho un sentimiento muy parecido a la más profunda vergüenza. Ella no era su madre, y eso él lo sabía porque se lo habían dicho muchas veces, no de forma expresa, sino por el tono con que fueron pronunciadas determinadas frases; también sabía que su madre había hecho algo vergonzoso, como por ejemplo, olvidarse de dar de comer a las gallinas o errar el blanco en los ejercicios de tiro. Y como resultado de su falta, ya no estaba allí. Adam pensó varias veces que, si pudiese llegar a saber cuál había sido el pecado cometido por su madre, también él lo cometería para poder marcharse de allí.

Alice trataba a los niños por igual, los lavaba y les daba de comer, cediendo el resto a su padre, quien había dejado muy claro que la educación física y mental de los niños era exclusivamente de su incumbencia. Ni los castigos ni los premios quería delegarlos en otra persona. Alice jamás se quejó, protestó, rió o lloró. Su boca se reducía a una línea que no ocultaba nada, pero que tampoco ofrecía nada. Sin embargo, una vez, cuando todavía era pequeño, Adam penetró silenciosamente en la cocina. Alice no advirtió su presencia; estaba zurciendo calcetines, y sonreía. Adam se retiró sin ser visto, salió de la casa, se metió en el bosquecillo trasero y se refugió en un escondrijo junto a un tocón que conocía muy bien. Se agazapó entre las raíces protectoras, pues se sentía tan turbado como si la hubiese visto desnuda. Respiraba entrecortadamente, lleno de excitación, porque había visto a Alice desnuda, o lo que es lo mismo, sonriendo. Se preguntó cómo se había atrevido a mostrarse con tal desvergüenza. Y la anheló con un deseo vehemente, cálido y apasionado. No se daba cuenta de que, en realidad, su apasionamiento se debía a la falta de arrullos, de balanceo en la cuna y de caricias; al hambre de pecho y pezón, a la nostalgia de una falda suave y acogedora, y de una voz llena de amor y de compasión; y lo ignoraba porque jamás había sabido que tales cosas existiesen. ¿Cómo podía, pues, echarlas de menos?

Desde luego se le ocurrió que podía estar equivocado, que alguna sombra había caído sobre su rostro y le había enturbiado la vista. Así que evocó de nuevo la nítida imagen en su mente y advirtió que los ojos también sonreían. La luz huidiza podía producir uno u otro efecto, pero no ambos.

La acechó, entonces, como si se tratase de una pieza de caza, como había acechado a las marmotas en la loma cuando, día tras día, había yacido inanimado como una piedra, observando cómo las viejas y cansadas marmotas sacaban a sus hijuelos para que tomasen el sol. Espiaba a Alice, oculto y desde los ángulos más insospechados, y comprobó que no se había equivocado. Algunas veces, cuando ella estaba sola y creía que nadie la observaba, permitía a su espíritu jugar en un jardín, y entonces sonreía. Y era algo asombroso ver con cuánta rapidez hacía desaparecer la sonrisa, de la misma manera que las marmotas se escabullen con sus pequeños dentro de sus madrigueras.

Adam ocultó su tesoro en lo más profundo de sus túneles, pero se sentía inclinado a corresponder de alguna forma a aquel gozo. Alice empezó a encontrar regalos —en su cesto de costura, en su monedero usado, bajo su almohada—: dos claveles de canela, una pluma de la cola de un pájaro azul, media barra de lacre verde, un pañuelo robado. Al principio, Alice se sintió sorprendida, pero pronto se le pasó, y cuando se encontraba algún presente inesperado, destellaba en su rostro la sonrisa del jardín, para desaparecer al instante del mismo modo en que una trucha cruza el cuchillo de un rayo de sol en un estanque. No hacía preguntas ni comentarios.

Por la noche, su tos arreciaba, y era tan fuerte y seguida que al final Cyrus tuvo que mandarla a dormir a otra habitación o de lo contrario él no hubiera podido conciliar el sueño. Pero iba a verla muy a menudo, saltando sobre su único pie desnudo y apoyándose con la mano en la pared. Los niños oían y sentían la trepidación que producía su cuerpo en toda la casa, cuando iba o venía, saltando, del lecho de Alice.

A medida que Adam crecía, temía una cosa por encima de todas: el día en que tuviese que alistarse en el ejército. Su padre ponía gran empeño en que no olvidase que ese día llegaría, y le hablaba de él a menudo. Adam necesitaba ingresar en el ejército si quería llegar a ser un hombre. Charles ya era casi un hombre; y con quince años, era un hombre mucho más peligroso que Adam con sus dieciséis.

3

El afecto entre los dos muchachos aumentó con los años. Es posible que el desprecio formase parte de los sentimientos de Charles, pero se trataba de un desprecio protector. Una tarde, los dos chicos estaban jugando a un nuevo juego —la billalda— en el patio delantero. Había que poner en el suelo un bastoncillo puntiagudo y golpear con un palo cerca de uno de los extremos. El bastoncillo saltaba por los aires, y entonces había que golpearlo con el palo y arrojarlo tan lejos como fuese posible.

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