Al Filo de las Sombras (50 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Entonces la cabeza de Hu estalló como un grano lleno de sangre. Sus piernas se agitaron espasmódicamente y su cuerpo entero se arqueó por encima del agua. Después su cadáver cayó a un lado y los engranajes siguieron girando mientras el agua se tintaba de sangre.

La enorme roca se elevó y reveló un túnel que se adentraba en la tierra. Una campana de alarma tintineó en las profundidades.

Al momento, un par de guardias subieron por la escalera, lanzas en mano.

—Debéis... evacuar —dijo Kylar. Se tambaleó y ninguno de los dos hombres hizo el menor gesto por ayudarle—. El rey dios sabe que estáis aquí. Avisad a Mama K.

Entonces se desmayó.

Capítulo 52

Feir Cousat intentó esconder su corpachón detrás de un árbol lo mejor que pudo. Faltaban dos horas para el amanecer, y la figura que yacía junto al fuego llevaba horas inmóvil. En apenas unos instantes, Feir sabría si estaba en lo cierto al tomar tantos riesgos.

Su búsqueda de Curoch lo había llevado a Cenaria, a través de los campamentos de los montañeses khalidoranos hasta llegar a las montañas de la frontera ceurí. Durante semanas, algo le había infundido esperanza y desesperación a partes iguales: no había oído ni siquiera un susurro sobre una espada especial. Eso significaba que, si estaba en la dirección correcta, el hombre que poseía Curoch ignoraba el poder del arma. Era una hipótesis infinitamente preferible a la idea de intentar arrebatársela a un vürdmeister. Cualquier vürdmeister con capacidad para usar Curoch tendría capacidad para matar a Feir de cien maneras distintas.

Aunque lo más probable era que estuviese siguiendo una pista falsa. Había hecho docenas de suposiciones a medida que estrechaba la lista de posibilidades. En primer lugar, se había procurado un uniforme khalidorano al que había cosido la insignia de los mensajeros, y se había infiltrado en los campamentos para sentarse a escuchar junto a las hogueras. Cuando estaban en la escuela, Dorian le había enseñado khalidorano, de manera que, hasta cuando la conversación volvía a la vieja lengua (todos los jóvenes de Khalidor eran bilingües; el rey dios opinaba que podrían gobernar mejor si entendían y averiguaban las estratagemas de aquellos a quienes conquistaban), se enteraba de lo que decían.

Como no habían encontrado a Curoch de inmediato, y Feir suponía que correrían rumores al respecto si así hubiera sido, imaginó que alguien debía de haberse llevado la espada. Descubrió el destacamento que se había ocupado de las tareas de desescombro en el puente. La mayoría de los hombres habían procedido de unidades casi aniquiladas en los combates. Después los habían aglutinado en una nueva unidad y les habían mandado custodiar los carros que transportaban el botín de guerra a Khalidor; la misma caravana que Dorian, Solon y él habían estado siguiendo.

Como Dorian lo había mandado hacia el sur, Feir dedujo que la espada no estaba entre el botín de aquella caravana, de modo que había preguntado por cualquier integrante de aquellas unidades que no hubiese partido hacia casa, y apareció un nombre.

Descubrir adónde había ido aquel tal Ferl Khalius fue otra cosa muy distinta. A decir verdad, Feir no había llegado a encontrarlo. En lugar de eso, había seguido a un vürdmeister al que habían enviado al sur. El vürdmeister seguía el rastro de Ferl y Feir seguía el del vürdmeister. Lo había visto lanzar proyectiles mágicos contra el montañés y el noble al que este había secuestrado. El vürdmeister perdió el interés en cuanto el rehén cayó desde las alturas del monte Hezeron.

Mientras el vürdmeister usaba su bastón de señales para informar al rey dios de su fracaso, Feir se había acercado con sigilo. La nieve que caía y la concentración necesaria para hacer magia habían encubierto su maniobra. En cuanto el vürdmeister hubo acabado de transmitir su mensaje, Feir lo mató.

Después hizo algo que no repetiría jamás. Cruzó la cornisa rota, bajo la nieve. Saltó una sima de metro y medio, de nieve resbaladiza a nieve resbaladiza. Encontró tramos tan abruptos que sus pies se deslizaban hacia atrás tanto como avanzaban. Había acabado usando magia para derretir parte del hielo, apenas lo suficiente para dar unos pasos más. Lo consiguió, pero por los pelos.

Curoch merecía todos aquellos riesgos.

Feir desenvainó la espada y avanzó en un
zshel posto
modificado, una postura de esgrima pensada para mantener el equilibrio y la agilidad sobre terreno resbaladizo. Con un par de pasos rápidos se colocó encima del hombre. Su espada bajó y atravesó el pecho de la figura... un pecho formado por nieve envuelta en una capa.

Maldijo y giró sobre sus talones para encontrarse con el auténtico Ferl Khalius, que salía cargando de entre los árboles con Curoch en alto. Feir apenas tuvo tiempo de moverse. El mandoble del montañés lo habría atravesado de no haberse echado a un lado. Aun así, Curoch le hizo saltar la espada de la mano.

—Poco honor quien pincha un hombre durmiendo —dijo Ferl con un marcado acento khalidorano.

—Hay demasiado en juego para el honor —replicó Feir. Había pensado que el montañés no tenía ni idea de que lo seguían—. Dame la espada, y te dejaré vivir.

No sin cierta justificación, Ferl lo miró como si estuviera loco: él estaba armado y Feir no.

—¿Darte yo a ti? Esta es una espada de jefe guerrero.

—¿Jefe guerrero? Esa espada vale más que tu clan entero y todos los clanes en doscientos kilómetros a la redonda juntos.

Ferl no le creyó, pero tampoco le importaba.

—Es mía.

Tres puntos de luz blanca, todos más pequeños que la uña del pulgar de Feir, aparecieron ante él y salieron zumbando hacia Ferl Khalius. El tipo no era manco ni mucho menos, pero había un límite a lo rápido que podía moverse una espada.

Los dos proyectiles que Ferl bloqueó con su acero rebotaron y se perdieron en la noche. El tercero le pasó justo por debajo de las manos y le alcanzó en la barriga. Feir extendió el control con dificultad, ya que la magia a distancia nunca había sido su fuerte, e impulsó el proyectil hacia arriba. Se abrió camino ardiendo hasta el corazón de Ferl.

El montañés clavó la mirada en Feir y se derrumbó de lado.

Feir recogió a Curoch sin sentir euforia. Había estado en lo cierto. Todas sus suposiciones, todos los riesgos que había tomado, habían dado fruto. Si alguien oía aquella historia algún día, los bardos la convertirían en una leyenda. Acababa de recuperar uno de los artefactos mágicos más poderosos jamás creados.

Entonces, ¿por qué se sentía tan vacío?

Qué fácil había sido esa vez. Lento, pero fácil. Quizá el montañés tuviera razón. No había sido honorable pero, cuando una persona tenía a Curoch, la lucha nunca era justa.

Sin embargo, aquel tampoco era el motivo de su desazón. Había recuperado esa maldita espada tres veces, ¡tres! Podían declararlo Encontrador Oficial de la Condenada Espada. La tenía en su poder, pero nunca podría usarla. Era un mediocre que había cometido el error de trabar amistad con los grandes.

Solonariwan Tofusin Sa’fasti había sido un príncipe del Imperio sethí; su Talento lo situaba entre la flor y nata de todos los magos vivientes. Dorian era otro príncipe, un vürdmeister y más... un mago de los que aparecía uno por generación. En cambio, Feir era hijo de zapatero, con un Talento del montón y cierta maña para la esgrima. Había sido aprendiz de herrero cuando se descubrió su Talento, asistió a la escuela de Hacedores y después lo contrataron como instructor de herrería y esgrima en Sho’cendi, donde conoció a Solon y Dorian.

Dorian había renegado de su linaje, y ni él ni Solon habían recibido oficialmente ningún trato especial. Sin embargo, como bien sabía Feir, eso no significaba que su noble cuna no les supusiera ninguna ventaja. Con independencia de lo que les pasara, ellos se sabían especiales. Sabían que importaban. Feir nunca tuvo eso. Él siempre estaba en segundo lugar, cuando no tercero.

El bastón de señales se iluminó y Feir lo levantó. El joven vürdmeister al que había matado llevaba encima una clave de traducción, sin duda había sido la primera vez que le confiaban un instrumento semejante. Feir pudo traducir los destellos de luz en letras, pero seguían estando codificadas y además en khalidorano. Descifrar la clave fue simple. La primera letra era su letra khalidorana más una, la segunda la letra más dos, etcétera. Pero transmitían con rapidez las letras y Feir no tenía nada donde apuntarlas. Además, su vocabulario en khalidorano era limitado.

El rey dios usaba ese sistema de señales exactamente como lo habría hecho Feir. Coordinaba tropas y meisters a distancia. Muy simple, y a la vez concedía una ventaja enorme. Sus órdenes se transmitían al instante, mientras que sus oponentes debían esperar horas o días a la llegada del mensajero. En esos días o esas horas, cambiaban las situaciones, cambiaban los planes.

No era de extrañar que hubiese acabado con todo ejército que le había plantado cara.

«Reuníos... norte... de...», transmitió el bastón con sus destellos. Entonces hizo una pausa y el azul pasó al rojo. ¿Qué demonios significaba eso? Feir fue siguiendo las letras y, llevado por una corazonada, las transliteró a la lengua común. «A. R. B. O. L. E. D. A. P. A. V. V. I. L.» La arboleda de Pavvil. La luz volvió a ponerse azul y transmitió demasiado deprisa para que Feir lo entendiera, pero una parte fue repetida un par de veces: «Dos días. Dos días». Después los destellos se extinguieron.

Feir exhaló un largo suspiro. Había pasado por la arboleda de Pavvil en su camino al sur. Era una pequeña localidad maderera que explotaba los escasos robledales de Cenaria. Al norte del pueblo había una explanada propicia para una batalla. Era evidente que el rey dios tenía planeado exterminar allí al ejército rebelde.

Feir podía llegar al lugar en un par de días, pero todavía faltaban dos horas para el amanecer. ¿Los khalidoranos contaban el día a partir del alba o de la medianoche? ¿Dos días significaba dos, o tres?

Feir maldijo. Podía descifrar una críptica clave en otro idioma, pero no podía contar hasta tres. Genial.

El bastón de señales se puso amarillo, algo que nunca había sucedido antes.

«Vürdmeister Lorus informa...»

Oh, no.

El bastón brilló: «¿Por qué... dirección... sur...?».

Feir palideció. De manera que los bastones de señales no solo servían para comunicarse, sino que también transmitían su posición. Eso no era bueno.

«Castigo... cuando regreses.» ¿Mi castigo se decidirá cuando regrese? «... Se rumorea... Lantano... cerca de ti. ¿Alguna señal?»

Feir quería agarrar su propia ignorancia por el cuello y sacudirla hasta matarla. ¿Qué se rumoreaba que tenía cerca?

«¿Vürdmeister? ¿Lorus? La ausencia de respuesta será...»

Feir tiró el bastón lejos y retrocedió a toda prisa. No sucedió nada. Transcurrió un minuto. Siguió sin pasar nada. Empezaba a sentirse imbécil cuando el bastón de señales explotó con tanta fuerza que derribó la nieve de los árboles en cien pasos a la redonda.

«Bueno, eso despertará a los vecinos.»

Los vecinos. No era un pensamiento agradable. ¿Y Lantano? Ese nombre le sonaba.

Feir trepó a una colina rocosa cercana para tener una vista mejor de la zona. Casi deseó no haberlo hecho. Cuatrocientos pasos al sur había acampado un ejército, en total unas diez mil personas: unos seis mil soldados, más los civiles —esposas, herradores, maestros armeros, prostitutas, cocineros y sirvientes—, que siempre acompañaban a las tropas en movimiento.

En los pendones del ejército se veía una nítida espada negra vertical sobre campo blanco: el sello de Lantano Garuwashi. Ese era el nombre, como por fin recordó Feir: un general que nunca había sido derrotado, un hijo de plebeyo que había ganado sesenta duelos. Si se daba crédito a las historias, a veces luchaba con espadas de madera contra el acero de sus oponentes para hacerlo interesante.

Los vecinos, en efecto, habían oído el ruido, y un contingente de diez jinetes cabalgaba en ese preciso instante hacia Feir. Lo seguían por lo menos otros cien.

Capítulo 53

Kylar abrió los ojos en una habitación desconocida. Empezaba a ser demasiado habitual. Esa vez le había tocado una sala pequeña, sucia y atestada. La cama olía como si no hubiesen cambiado la paja en veinte años. Se le aceleró el corazón mientras se preparaba para lo que llegase a continuación.

—Tranquilo —dijo Mama K, que se plantó junto a su cama.

Era una casa segura, sin duda, en la parte norte de las Madrigueras a juzgar por el olor.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Kylar, con la voz convertida en un graznido—. ¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente?

—Yo también me alegro de verte —dijo Mama K, pero sonreía.

—Un día y medio —respondió una voz de varón.

Kylar se incorporó. Quien había hablado era el general supremo Agon. Eso sí era una sorpresa.

—Bueno, bueno, parece que esa muralla enorme alrededor de la ciudad no es lo único que ha cambiado.

—Es increíble lo que los muy cabrones pueden conseguir cuando intentan hacer algo constructivo, ¿eh? —dijo Agon. Llevaba una muleta y se movía como si le doliera la rodilla.

—Me alegro de verte, Kylar —dijo Mama K—. Ya han empezado a correr rumores sobre el Ángel de la Noche que mató a Hu Patíbulo, pero los únicos que saben que en realidad fuiste tú son mis guardias. Llevan conmigo mucho tiempo; no hablarán.

De modo que su identidad estaba a salvo... aun así Kylar no pensaba distraerse. Había ido demasiado lejos y demasiado deprisa, y había sacrificado demasiado, con un solo propósito.

—¿Qué sabéis de Logan?

Mama K y Agon se miraron.

—Está muerto —respondió la antigua cortesana.

—No lo está —replicó Kylar.

—La mejor información que tenemos...

—No lo está. Jarl fue hasta Caernarvon solo para contármelo.

—Kylar —explicó Mama K—, los khalidoranos se enteraron ayer de quién era Logan. Por lo que sabemos, o lo mató otro recluso por ello o él mismo se tiró por el agujero para evitar la suerte que le había reservado el rey dios.

—No me lo creo. —«¿Ayer? ¿Mientras yo dormía? ¿Estando tan cerca?»

—Lo siento —dijo Mama K.

Kylar se levantó y encontró un nuevo juego de ropa de camuflaje de ejecutor doblada al pie de la cama. Empezó a vestirse.

—Kylar... —dijo Mama K.

No le hizo caso.

—Hijo —intervino Agon—, es hora de abrir los ojos. A nadie le gusta que Logan haya muerto. Era como un hijo para mí. No puedes traerlo de vuelta, pero puedes hacer otras cosas que no están al alcance de nadie más.

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