Albert Speer (26 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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De pronto, si no recuerdo mal hacia 1935, esto se acabó de repente. Nunca he sabido si fue a consecuencia de alguna habladuría o por otro motivo. Sea como fuere, Hitler anunció de súbito que en lo sucesivo no recibiría a las damas. A partir de entonces se contentó con elogiar a las estrellas de las películas que se proyectaban por la noche.

Más tarde, hacia 1939, se asignó a Eva Braun un dormitorio en el domicilio de Hitler en Berlín; su habitación, contigua a la de este, disponía de una ventana que daba a un estrecho patio. Eva Braun llevaba allí una vida totalmente aislada, aún más que en el Obersalzberg; entraba a hurtadillas por una puerta y una escalera laterales y nunca bajaba a las estancias inferiores, ni siquiera cuando sólo estaban en casa los antiguos conocidos. Se alegraba mucho cuando yo le hacía compañía durante sus largas horas de espera.

Mientras estaba en Berlín, Hitler iba muy poco al teatro, excepto para ver operetas: jamás se perdía las reposiciones de clásicos como
El murciélago
o
La viuda alegre
. Estoy seguro de haber visto con él lo menos cinco o seis veces, en distintas ciudades de Alemania,
El murciélago
, una opereta a cuyo fastuoso lujo contribuía generosamente, gracias a los medios obtenidos por Bormann.

También gustaba del «arte ligero» y acudía algunas veces al Wintergarten, una sala de variedades de Berlín. Seguramente habría ido allí con más frecuencia de no haber sido por sus recelos. A veces enviaba al intendente en su lugar y después, ya a altas horas de la noche, este contaba algo de lo que había visto. En alguna ocasión fue también al Teatro Metropol, en el que se representaban triviales operetas arrevistadas en las que aparecía gran cantidad de «ninfas» muy ligeras de ropa.

Cada año asistía, sin excepción alguna, a las representaciones del primer ciclo de los Festivales de Bayreuth. A pesar de que soy un profano en cuestiones musicales, creo que Hitler demostró, durante sus conversaciones con la señora Winifred Wagner, tener también capacidad de juicio en cuestiones musicales, aunque le interesaban más las labores de dirección.

Aparte de esto, asistía a muy pocas representaciones de ópera, y tampoco tardó en remitir su interés por el teatro, que era algo mayor al principio. Incluso su predilección por Brückner pasó a ser más bien un formulismo; aunque antes de cada uno de los «discursos culturales» que pronunciaba ante el Congreso del Partido en Nuremberg hacía ejecutar un fragmento de una sinfonía suya, por lo demás se limitaba a cuidar de que el conjunto de su obra continuara cultivándose en la abadía de Sankt Florian. No obstante, hacía propagar la idea de que tenía un profundo sentido artístico.

Nunca supe si Hitler tenía algún interés por la buena literatura. Normalmente hablaba de obras de estrategia militar, de calendarios navales o de libros de arquitectura, que estudiaba una y otra vez con gran interés durante la noche, pero nunca se manifestó respecto a otros temas.

• • •

Siendo yo un hombre acostumbrado al trabajo intenso, al principio no podía comprender aquella forma de malgastar el tiempo. Sí que entendía que Hitler terminara el día de un modo tedioso y repetitivo, aunque el promedio de seis horas que duraba esta fase se me antojaban un tanto excesivas y me parecía que el rato de trabajo diario era, en proporción, muy breve. Muchas veces me preguntaba: «¿Cuándo trabaja?». El día se le hacía muy corto; por la mañana se levantaba tarde y celebraba dos o tres conversaciones oficiales, y a partir de la hora de comer se dedicaba a dilapidar el tiempo hasta primeras horas de la noche.
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Las contadas audiencias que concedía por la tarde se veían amenazadas por su afición a los proyectos. Los asistentes me rogaban con frecuencia:

—Haga el favor de no enseñarle hoy ningún proyecto.

En esos casos escondía los dibujos que llevaba conmigo en la centralita de teléfonos que había en la entrada y respondía con evasivas a las preguntas de Hitler. Con el tiempo se dio cuenta del juego y terminó registrando personalmente la antesala o el guardarropa en busca de mi rollo de planos.

A los ojos del pueblo, Hitler era el
Führer
infatigable que trabajaba día y noche. Quien conozca la forma de trabajar de algún temperamento artístico podrá comprender su indisciplinada distribución del tiempo, comparable al estilo de vida de un bohemio. Por lo que pude observar, muchas veces dejaba madurar un problema durante semanas mientras se ocupaba de cosas sin importancia y después, tras una «inspiración súbita», en algunos días de trabajo intenso formulaba la solución que le parecía acertada. Es posible que aquellas tertulias fueran para él una forma de poner lúdicamente a prueba nuevas ideas, tratarlas de forma siempre distinta, retocarlas y perfeccionarlas ante un auditorio acrítico. Una vez había adoptado una resolución, volvía a caer en su ociosidad.

CAPÍTULO X

EL IMPERIO DESENCADENADO

Cenaba con Hitler una o dos veces por semana. Sobre las doce de la noche, cuando había terminado la última película, me pedía a veces mi rollo de planos y nos dedicábamos a discutir los detalles hasta las dos o las tres de la madrugada. El resto de los invitados se retiraban a tomar una copa de vino o, sabiendo que ya les sería difícil hablar con él, se volvían a casa.

Lo que más atraía a Hitler era la maqueta de nuestra ciudad modelo, que estaba montada en los antiguos locales de exposición de la Academia de Bellas Artes. Para poder llegar allí sin que nadie lo molestara, había hecho abrir una puerta en el muro de los jardines ministeriales que había entre la Cancillería y nuestro edificio. A veces invitaba a los comensales a acompañarnos al estudio y nos poníamos en marcha equipados con llaves y linternas de mano. Unos focos iluminaban las maquetas dispuestas en las salas vacías. Yo no tenía que decir nada, pues Hitler, emocionado, daba a sus acompañantes toda clase de explicaciones.

Había gran expectación cuando se colocaba una nueva maqueta, que se iluminaba con potentes focos dispuestos con una orientación semejante a la del sol. Generalmente se construían a escala 1:50; unos ebanistas reproducían hasta el último detalle las construcciones reales, incluso en el color. Así pudimos ir componiendo gradualmente partes enteras de la nueva gran avenida y obtuvimos una impresión plástica de las obras que debían realizarse diez años más tarde. Esta calle de maquetas ocupaba unos treinta metros de las antiguas salas de exposición de la Academia de Bellas Artes de Berlín.

Hitler se sentía particularmente entusiasmado por una gran maqueta general que reproducía, a escala 1:1.000, la gran avenida. La maqueta se podía fraccionar en partes que estaban montadas sobre mesas con ruedas. De este modo, Hitler podía entrar en «su calle» por algunos puntos y comprobar su efecto real: por ejemplo, podía adoptar la perspectiva del viajero que llegaba a la estación del sur, o contemplar el efecto desde la Gran Sala o desde el centro de la calle. Llegaba a ponerse casi de rodillas, con los ojos algunos milímetros por encima del nivel de la calle, para hacerse una idea correcta. Mientras tanto, hablaba con una vivacidad inusual. Esas eran las únicas horas en las que abandonaba por completo su habitual rigidez. En ninguna otra ocasión lo vi tan espontáneo, activo y relajado como en aquellos momentos; en cambio yo, que por lo general estaba cansado y seguía sintiendo, aun con todos los años que había pasado a su lado, un resto de respetuosa inhibición, solía quedarme callado. Uno de mis más íntimos colaboradores resumió la impresión que le producía aquella singular relación diciendo:

—¿Sabe lo que es usted? ¡Usted es el amor desgraciado de Hitler!

Pocos eran los visitantes que tenían acceso a aquellos locales, cuidadosamente ocultos a la vista de los curiosos. Nadie podía ver el gran proyecto de las obras de Berlín sin autorización expresa de Hitler. Göring, después de haber contemplado en una ocasión el conjunto de maquetas de la gran avenida, ordenó a su escolta que se adelantara y me dijo con voz emocionada:

—Hace algunos días, el
Führer
me habló de mi misión después de su muerte. Me dijo que hiciera siempre lo que creyera acertado; sin embargo, me hizo prometerle que nunca lo reemplazaría a usted por otro, que no me entrometería en sus proyectos y que le dejaría libre iniciativa. Y que pondría a su disposición todo el dinero necesario para las obras, todo lo que usted me pidiera. —Göring, emocionado, hizo una pausa.— Prometí al
Führer
con un solemne apretón de manos que lo obedecería en todo, y ahora también se lo prometo a usted.

Y dicho esto me estrechó largo rato la mano con ademán patético.

También mi padre examinó los trabajos del hijo que se había hecho célebre. Pero al ver las maquetas se limitó a encogerse de hombros y decir:

—¡Os habéis vuelto completamente locos!

Por la noche, mi padre y yo fuimos al teatro a ver una comedia en la que actuaba Heinz Rühmann. Casualmente, Hitler acudió a la misma representación. Durante el entreacto preguntó a su asistente si el anciano caballero que estaba conmigo era mi padre. Entonces nos pidió que fuéramos a verlo. Cuando mi padre, que a pesar de sus setenta y cinco años iba siempre erguido y se mostraba dueño de sí mismo, fue presentado a Hitler, le acometió un fuerte temblor, algo que jamás vi que le sucediera ni antes ni después de aquel momento. Se puso pálido, no reaccionó ante el himno de alabanza que entonó Hitler en loor de su hijo y se despidió sin despegar los labios. Mi padre nunca mencionó el encuentro y yo evité preguntarle el motivo de la inquietud que lo había asaltado al verse frente a Hitler.

• • •

«¡Os habéis vuelto completamente locos!». Cuando hojeo hoy las numerosas fotografías de las maquetas de nuestra antigua gran avenida, me doy cuenta de que no sólo habría sido una locura, sino también un alarde de monotonía.

Pensamos que a la nueva calle le faltaría vida si únicamente había en ella edificios públicos, por lo que destinamos dos tercios de su longitud a edificios privados. Los posibles intentos de la Administración pública para desplazarlos podrían ser acallados con ayuda de Hitler. De ningún modo queríamos erigir una calle ministerial. Con la intención de dar vida urbana a la nueva avenida se proyectaron un lujoso cine de estreno con capacidad para dos mil espectadores, una nueva ópera, tres teatros, una sala de conciertos, un edificio de congresos que se llamaría «Casa de las Naciones», un hotel de veintiún pisos, con mil quinientas camas, locales de variedades, restaurantes de lujo y hasta una piscina cubierta, de estilo romano, que parecía unas termas imperiales.
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Plácidos patios interiores con columnatas y pequeñas tiendas bien cuidadas invitarían a pasear lejos del ruido de la calle. También habría abundantes anuncios luminosos. Hitler y yo habíamos imaginado toda la calle como una exposición comercial continua de artículos alemanes que habría de atraer particularmente a los extranjeros.

Al examinar hoy los planos y las fotografías de las maquetas, también estas zonas de la avenida me parecen carentes de vida. A la mañana siguiente a mi puesta en libertad, cuando al dirigirme al aeropuerto pasé por delante de uno de esos edificios,
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vi en pocos segundos lo que no había advertido en años enteros: que construíamos a una escala desmesurada. Incluso para las empresas privadas habíamos previsto bloques de 150 a 200 metros de longitud; fijamos de manera unitaria la altura de los edificios y la de las fachadas de las tiendas, desterramos los rascacielos a segundo término y, por otra parte, nos centramos en los recursos que podrían dar vida y animación a la calle. Al contemplar las fotografías de los edificios de oficinas, siempre me asusto ante aquella rigidez monumental, que habría destruido todos nuestros esfuerzos por dar a la calle un aire cosmopolita.

En términos relativos, lo que estaba mejor resuelto era la estación central, situada en el comienzo meridional de la gran avenida de Hitler, que habría destacado positivamente sobre el resto de los monstruosos edificios de piedra gracias a su tejado de planchas de cobre y a su revestimiento con superficies de cristal. La estación preveía cuatro niveles de tráfico superpuestos y unidos por medio de escaleras automáticas y ascensores, y pretendía superar a la Grand Central Terminal de Nueva York.

Los visitantes oficiales habrían salido de allí por una gran escalinata exterior. Tanto ellos como los viajeros que salieran de la estación tendrían que quedar sobrecogidos —o, mejor dicho, patidifusos— por la imagen urbana y, por consiguiente, por el poderío del Reich. Siguiendo el modelo de la avenida de esfinges que lleva de Karnak a Luxor, la plaza de la estación, con sus mil metros de longitud y trescientos treinta de anchura, estaría flanqueada por las armas conquistadas. Hitler había ordenado este detalle después de la campaña de Francia y lo confirmó una vez más en las postrimerías del otoño de 1941, tras sus primeras derrotas en la Unión Soviética.

El Gran Arco de Hitler (o Arco de Triunfo, aunque raramente lo llamaba así), que se situaría a 800 metros de la estación, cerraría y coronaría la plaza. El Are de Triomphe que Napoleón hizo levantar en la Place de l'Étoile constituye, con sus cincuenta metros de altura, una masa monumental, un remate imponente de los dos kilómetros de longitud de los Champs Élysées, pero nuestro Arco de Triunfo, de 170 metros de anchura, 119 de profundidad y 117 de altura, habría anulado el resto de edificaciones de aquella parte de la calle.

Después de algunos intentos infructuosos, ya no me quedaba valor para tratar de persuadir a Hitler de que alterara parte de su plan. Este era el corazón de sus proyectos; surgido mucho antes de que el profesor Troost ejerciera sobre él su beneficiosa influencia, es el mejor ejemplo de las ideas arquitectónicas que Hitler desarrolló en los años veinte y plasmó en su cuaderno de bocetos, que se ha perdido. Hacía oídos sordos a cualquier propuesta que implicara modificar las proporciones de la obra o simplificarla, pero parecía satisfecho cuando yo, en los planos terminados, ponía tres cruces en el lugar donde debía ir el nombre del arquitecto.

Tras el ojo del Gran Arco, de ochenta metros de altura, y a cinco kilómetros de distancia, la segunda construcción triunfal de la calle, la mayor sala de reuniones del mundo, con su cúpula de 290 metros de altura, se perdería en el humo de la capital.

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