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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (111 page)

BOOK: Albert Speer
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Véase la carta a Dönitz del 7 de mayo de 1945. El 5 de mayo le comuniqué, por medio de su «jefe del gabinete civil» Wegener: «Tan pronto esté resuelta la cuestión de la entrega de los territorios todavía ocupados (al enemigo) y de los territorios residuales alemanes aún sin ocupar, me retiraré de los dos Ministerios del Reich y, por consiguiente, me excluyo del Gobierno alemán que haya de constituirse». Dönitz me rogó que me quedara. El 15 de mayo exigí una vez más a Schwerin-Krosigk:

«Respecto a la lista de los miembros del Gobierno, se hacen necesarias las siguientes observaciones:

1. El señor Speer estima necesario que se nombre a un sustituto adecuado para dirigir los asuntos ministeriales de Producción y Economía, con el fin de quedar después a disposición de los aliados. Momentáneamente, durante el traspaso de poderes, puede aprovecharse su experiencia para restablecer la producción y la actividad constructiva […]».

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Las tropas alemanas de la sede gubernamental de Dönitz fueron autorizadas a llevar armas ligeras incluso después del armisticio. Durante este encuentro, según consta en el acta de la sesión del 19 de mayo de 1945, afirmé, «con el fin de no permitir ninguna interpretación errónea de mi forma de actuar, que no necesito acumular puntos a mi favor. Mi comportamiento político va a ser investigado por la parte contraria».

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Con el fin de poder observar mejor a los prisioneros, en cada una de las recias puertas de roble de las celdas se había practicado una abertura cuadrada de unos 25 cm de lado.

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Véase la carta a mi esposa del 27 de octubre de 1945. Sobre este tema seguí escribiéndole, el 15 de diciembre de 1945: «Es mi deber estar aquí. Cuando se trata del destino de la nación alemana entera, no se debe pensar demasiado en el de uno mismo». Marzo de 1946: «No puedo defenderme de una manera indigna. Creo que lo comprenderás, pues de lo contrario, si olvidara que muchos millones de alemanes han caído por un ideal equivocado, los niños y tú tendríais que avergonzaros». 25 de abril, a mis padres: «No os abandonéis a la ilusión de que lucho esforzadamente por mi caso. Hay que asumir la responsabilidad y no pedirle buena cara al mal tiempo».

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Carta del 15 de diciembre de 1945 (a mi esposa): «De no haber desempeñado mi cargo, habría sido un soldado. Y entonces, ¿qué? Cinco años de guerra es un tiempo muy largo, y seguramente habría sufrido muchas más penalidades y quizá habría tenido un destino más duro. Me someto de buen grado a mi situación actual si con ella puedo prestar todavía un servicio a la nación alemana». Del 7 de agosto de 1946: «En tales situaciones, el objetivo no es conservar la propia vida. Todo soldado en guerra corre un riesgo y no puede hacer nada para evitar su destino».

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Durante los interrogatorios admití ante el tribunal mi parte de responsabilidad en el programa de trabajadores forzados: «Yo agradecía a Sauckel toda la mano de obra que me procuraba. Muchas veces lo hice responsable de no haber obtenido los rendimientos deseados en la producción de armamento por no haber dispuesto de los trabajadores necesarios. […] Naturalmente, sabía que en las industrias de armamento trabajaban obreros extranjeros y estaba de acuerdo con ello. […] Ya he dicho con bastante claridad que encontré acertada la política de Sauckel para traer a Alemania trabajadores [forzados] procedentes de los países ocupados. […] En gran parte, los obreros eran traídos a Alemania en contra de su voluntad, y no tuve nada que objetar a ese hecho. Al contrario, durante la primera época, hasta otoño de 1942, empleé toda mi energía para hacer venir a Alemania toda la mano de obra posible».

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Estas citas proceden del interrogatorio de Flächsner y del contrainterrogatorio de Jackson.

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Carta de junio de 1946 (a mi esposa): «Para mí, lo más importante ha sido poder decir la verdad sobre el final. Es algo que el pueblo alemán tenía que saber». Carta de mediados de agosto de 1946: «Como mejor puedo ayudar a la nación es diciendo la verdad sobre toda esta locura. Con ello no quiero obtener ni obtendré ninguna ventaja».

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Sobre la reacción de los otros acusados le escribí a mi esposa (agosto de 1946): «Tras haber oído el relato de mis actividades en la última fase de la guerra, la mayoría de los acusados me han hecho la vida tan difícil como han podido. Eso me permite hacerme una idea aproximada de cómo habrían actuado si se hubiesen enterado de ellas antes de terminar la contienda. Poco habría quedado de la familia».

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Después del descanso, respondí al tribunal: «Relato los detalles muy a disgusto, pues este tipo de cosas encierran algo antipático. Lo hago únicamente porque el Tribunal lo desea. […] No deseo que esta fase repercuta en la resolución de mi caso».

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Del contrainterrogatorio efectuado por Jackson.

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En general, los defensores dudaron tan poco como los acusados de la autenticidad de los documentos presentados. Cuando eso sucedía, la acusación retiraba el documento, menos en el caso del acta, levantada por Hossbach, de la reunión en la que Hitler dio a conocer sus propósitos bélicos. Con todo, Hossbach confirmó posteriormente en sus memorias la autenticidad del acta.

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Desde luego, la utilización de los medios técnicos no se limitaba a nuestro país. Henry L. Stimson (ministro de Asuntos Exteriores de Estados Unidos de 1929 a 1933 y ministro de la Guerra de 1911 a 1913 y de 1940 a 1945) escribió un año después en
Foreign Affairs
, en un artículo titulado «El proceso de Nuremberg: un hito de la historia del Derecho», lo siguiente:

«No debemos olvidar jamás que los progresos contemporáneos, tanto respecto a las condiciones de vida como en la ciencia y la técnica, brutalizan extraordinariamente cualquier guerra. Incluso quien se vea involucrado en una guerra puramente defensiva tendrá que asumir en gran medida este proceso de brutalización. En las guerras modernas se ha vuelto imposible atenuar los métodos de destrucción y la pérdida de dignidad de todos los que participan en el combate […]. Las dos últimas guerras mundiales demuestran de forma inequívoca que el carácter inhumano de las armas y los métodos que se emplean es imparable, tanto en manos del atacante como del que se defiende. Para hacer frente a la agresión japonesa, como ha testificado el almirante Nimitz, nos vimos obligados a aplicar una técnica de guerra submarina ilimitada que no fue muy distinta de la que utilizó Alemania y que hace veinticinco años nos obligó a entrar en la Primera Guerra Mundial. La guerra aérea estratégica ha causado la muerte de cientos de miles de civiles en Alemania y Japón […]. Hemos suministrado, lo mismo que nuestros enemigos, la prueba de que el problema básico no es la guerra en sí ni la forma de hacerla. Según todas las probabilidades, una nueva guerra significaría ineludiblemente el fin de nuestra civilización».

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Casi dos décadas más tarde, en la conferencia de prensa celebrada el 20 de agosto de 1963, Kennedy dijo: «Ahora podemos matar en una hora a trescientos millones de personas». (De
Kennedy and the Press
, 1965)

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Sobre mis últimas palabras y mis perspectivas en el proceso, a mediados de agosto de 1946 escribí a mi familia: «Tengo que estar preparado para todo. Aún no se sabe quién va a ser más digno de lástima después de la sentencia. […] Flächsner se ha vuelto pesimista. Lo consuelo con conversaciones filosóficas. No debo poner en primer plano mi destino personal. Por lo tanto, mis últimas palabras no van a referirse en absoluto a mi caso».

A comienzos de septiembre de 1946: «Ayer dije mis últimas palabras. He intentado cumplir una vez más con mi deber, pero dudo que se me reconozca. Tengo que marchar por un camino recto, incluso aunque hoy no se comprenda».

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Es verdad que estas esperanzas eran engañosas. Tal y como expone Eugene Davidson en
The Trial of the Germans
(Nueva York, 1966), los trabajos forzados ya fueron introducidos por el general Clay en la zona americana de Alemania el 17 de febrero de 1946 en virtud de la Ley n.° 3 de la Comisión de Control. El 28 de marzo de 1947 escribí en mi diario de Nuremberg: «La deportación de mano de obra es, sin duda alguna, un crimen internacional, y no voy a protestar contra la sentencia porque ahora otras naciones la practiquen. Estoy convencido de que entre bastidores, en las conversaciones referentes a los prisioneros de guerra alemanes, se sacan a relucir las leyes sobre los trabajos forzados y el modo en que el proceso de Nuremberg los interpretó y castigó. ¿Podría debatir ahora nuestra prensa este asunto con tanta franqueza si los trabajos forzados no hubiesen sido considerados públicamente, durante meses, un verdadero delito? […] La convicción de estar sufriendo un castigo “injusto” por el hecho de que “los otros” cometan ahora la misma falta tendría que hacerme más desgraciado que la prisión misma, pues entonces se habría esfumado la oportunidad de lograr un mundo altamente civilizado. A pesar de todos sus errores, el proceso de Nuremberg ha significado un avance para la recivilización. Y sólo con que mis veinte años de prisión consiguieran que todos los prisioneros de guerra alemanes regresaran a sus hogares un mes antes, ya estarían justificados».

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Desde luego, se hizo evidente que eran los vencedores quienes juzgaban a los vencidos, sobre todo en un pasaje de los considerandos de la sentencia impuesta al almirante Dönitz: «Estas órdenes (hundimiento de buques sin previo aviso) demuestran que Dönitz es culpable de violar el Protocolo (de Londres). […] En consideración a la respuesta dada por el almirante Nimitz al cuestionario, según la cual Estados Unidos realizó en el océano Pacífico una guerra submarina ilimitada desde el primer día en que esta nación entró en guerra, el castigo que se debe aplicar a Dönitz no se basa en su transgresión de las disposiciones internacionales que rigen la guerra submarina».

En este caso, la evolución técnica (empleo de aviones, mejores procedimientos de localización) superó, excluyó y redujo al terror la legalidad, lo que muestra que actualmente la técnica está en condiciones de crear, en perjuicio de la Humanidad, nuevos conceptos del Derecho que pueden tener por consecuencia la muerte legalizada de un incontable número de personas.

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Hitler repitió su proclama el 30 de enero de 1942: Esta guerra no acabará «tal como imaginan los judíos, es decir, con el exterminio de los pueblos arios europeos, sino que su resultado será la aniquilación de los judíos».

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