Albert Speer (29 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Como escultor contrataba sobre todo a Josef Thorak, a cuyos trabajos había dedicado un libro el director general de los museos berlineses, Wilhelm von Bode, así como al discípulo de Maillol, Arno Breker. En 1943 tramitó a su maestro un encargo mío de una escultura que debía ser colocada en el Grunewald.

Los historiadores creen que en mis relaciones privadas me mantenía alejado del Partido;
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pero también se puede decir que los grandes del Partido se mantenían alejados de mí, ya que me consideraban un intruso. Los sentimientos de los jefes nacionales o regionales apenas hacían mella en mí, pues yo disfrutaba de la confianza de Hitler. A excepción de Karl Hanke, que me había «descubierto», no llegué a tener relación estrecha con ninguno de ellos, y ninguno acudía a mi casa. Por el contrario, mi círculo de amistades se componía de los artistas a los que empleaba y sus amigos. Si me encontraba en Berlín, y siempre que mi escaso tiempo lo permitía, solía reunirme con Breker y Kreis, a los que muchas veces se unía el pianista Wilhelm Kempff. Cuando me hallaba en Munich, mantenía un trato amistoso con Josef Thorak y el pintor Hermann Kaspar, al que apenas había forma de impedir que manifestara a voz en grito, a altas horas de la noche, sus preferencias por la monarquía bávara.

También me sentía próximo a mi primer contratista, el doctor Robert Frank, para el que ya en 1933, antes de construir nada para Hitler y Goebbels, había efectuado reformas en su finca de Sigrön, cerca de Wilsnack. Mi familia y yo pasábamos a menudo los fines de semana en casa del doctor Frank, a ciento treinta kilómetros de Berlín. Frank fue hasta 1933 director general de la Compañía Eléctrica Prusiana, pero perdió su cargo tras la toma del poder y a partir de entonces se apartó completamente de los asuntos públicos. Acosado a veces por el Partido, mi amistad lo protegió de sus excesos. En 1945 le confié mi familia cuando la trasladé a Schleswig, lo más lejos posible del centro del desastre.

Poco después de mi nombramiento convencí a Hitler de que, como los camaradas más eficientes del Partido ya hacía tiempo que ocupaban puestos de importancia, para llevar a cabo mi cometido sólo podría disponer de gente de segunda fila. Sin vacilar, me facultó para escoger a mis colaboradores como yo quisiera. Poco a poco se fue propagando el rumor de que trabajar en mis oficinas resultaba seguro, por lo que cada vez había más arquitectos que deseaban hacerlo.

En una ocasión, uno de mis colaboradores me pidió un aval para afiliarse al Partido. Mi respuesta corrió por toda la Inspección General de Edificación:

—¿Para qué? Basta con que en el Partido esté yo.

Aunque nos tomábamos muy en serio los planes de edificación de Hitler, no nos parecía tan solemne como a otros la recalcitrante solemnidad del Reich hitleriano.

Seguí prácticamente sin asistir a las reuniones del Partido, apenas tenía contacto con los círculos del Partido en la Jefatura Regional de Berlín y desatendía todos mis cargos, aunque habría podido convertirlos en posiciones de poder. Por falta de tiempo incluso delegué en un delegado permanente la dirección del departamento «Belleza del Trabajo». Bien es verdad que el hecho de que siguiera temiendo pronunciar discursos en público reforzaba mi reserva.

• • •

En marzo de 1939, en compañía de unos amigos íntimos, emprendí un viaje por Sicilia y el sur de Italia. Constituían el grupo Wilhelm Kreis, Josef Thorak, Hermann Kaspar, Arno Breker, Robert Frank, Karl Brandt y sus respectivas esposas. La esposa del ministro de Propaganda, Magda Goebbels, que se agregó al grupo invitada por nosotros, hizo el viaje bajo otro apellido.

En el entorno de Hitler había muchos enredos amorosos y él los toleraba. Por ejemplo, Bormann, con la brutalidad y desconsideración que eran de esperar en aquel hombre zafio y carente de sentimientos, invitó a su amante, una artista de cine, a su casa del Obersalzberg, donde pasó unos días con su familia. Sólo la indulgencia de la señora Bormann, incomprensible para mí, evitó el escándalo.

Goebbels tenía en su haber gran cantidad de historias de amor; su secretario Hanke contaba, entre divertido y enojado, que el ministro acostumbraba hacer chantaje a las jóvenes artistas de cine. Sin embargo, su relación con la actriz checa Lida Baarova llegó a ser algo más que una aventura. Su esposa se enfadó y le exigió que se apartara de ella y de sus hijos. Hanke y yo estábamos por entero de su parte, si bien Hanke complicó aún más la crisis conyugal al enamorarse de ella, a pesar de que le llevaba bastante años. Para librarla de aquella penosa situación, la invité a acompañarnos al sur. Hanke quiso seguirla y la acosó con cartas de amor durante todo el viaje, pero ella lo rechazó sin rodeos.

La señora Goebbels se mostró amable y equilibrada durante el viaje. En general, las esposas de los jerarcas del régimen eran mucho más prudentes respecto a las tentaciones del poder que sus maridos. No se perdían en sus mundos de fantasía, observaban con reservas las ambiciones muchas veces grotescas de sus cónyuges y no se dejaban arrastrar por el torbellino político que a ellos los empujaba directamente hacia lo alto. La señora Bormann siempre fue un ama de casa modesta y algo tímida, aunque rendida por igual a su esposo y a la ideología del Partido; respecto a la esposa de Göring, me parecía que el afán de ostentación de su marido le daba risa; al fin y al cabo, también Eva Braun demostró tener cierta superioridad interior; al menos, nunca utilizó para fines personales el poder que tenía al alcance de la mano.

Sicilia, con las ruinas de sus templos dóricos de Segesta, Siracusa, Selinonte y Agrigento, fue un valioso complemento de las impresiones que nos causó nuestro viaje a Grecia. Al contemplar las obras de los templos de Selinonte y Agrigento constaté, con una íntima satisfacción, que tampoco la Antigüedad se había librado de la megalomanía; era evidente que los griegos de las colonias dejaron aquí a un lado el principio de la mesura que tanto elogiaban en su tierra patria. Frente a aquellos templos palidecían todos los testimonios de la arquitectura sarraceno-normanda que encontrábamos a nuestro paso, a excepción del maravilloso palacio de caza de Federico II, el octógono de Castel del Monte. Paestum supuso para nosotros un nuevo punto culminante. En cambio, Pompeya me pareció más alejada de las formas puras de Paestum que nuestras construcciones de las del mundo dórico.

Durante el viaje de regreso nos detuvimos algunos días en Roma; el Gobierno fascista descubrió la verdadera personalidad de nuestra ilustre acompañante y el ministro italiano de Propaganda, Alfieri, nos invitó a todos a la ópera; sin embargo, como ninguno de nosotros acertaba a explicar de forma plausible la razón de que la segunda dama del Reich viajara sola por el extranjero, volvimos a casa con la mayor rapidez posible.

Mientras nosotros nos dejábamos llevar por el sueño del pasado griego, Hitler había ocupado Checoslovaquia y la había anexionado al Reich. A nuestro regreso a Alemania encontramos un ambiente muy deprimido, lleno de incertidumbre respecto al futuro. Aún hoy me resulta extrañamente conmovedor cómo una nación puede intuir los acontecimientos sin dejarse influir por la propaganda oficial.

De todos modos, nos pareció tranquilizador el hecho de que Hitler se manifestara un día en contra de Goebbels cuando este, durante una comida en la Cancillería del Reich, se expresó en estos términos sobre el antiguo ministro de Asuntos Exteriores Konstantin von Neurath, que había sido nombrado protector de Bohemia y Moravia unas semanas antes:

—Todo el mundo sabe que Von Neurath es una mosca muerta. El Protectorado necesita de una mano enérgica que mantenga el orden. Este hombre no tiene nada en común con nosotros; pertenece a un mundo completamente distinto.

Hitler, sin embargo, lo contradijo:

—Al contrario, sólo Von Neurath podía ocupar ese cargo. En el mundo anglosajón lo tienen por un hombre respetable. Su nombramiento tranquilizará al mundo entero, porque así se demostrará mi voluntad de no despojar a los checos de su estilo de vida tradicional.

Hitler me pidió que le contara mis impresiones del viaje por Italia. Lo que más me había llamado la atención eran las consignas propagandísticas, que estaban escritas hasta en las paredes de las casas de los pueblos.

—Nosotros no tenemos necesidad de eso —opinó Hitler—. Si llegamos a entrar en guerra, el pueblo alemán será lo bastante duro para resistirla. Tal vez esa clase de propaganda sea adecuada para Italia. Lo que está por ver es si servirá para algo.
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• • •

Hitler me había pedido en varias ocasiones que pronunciara en su lugar el discurso inaugural de la Exposición de Arquitectura de Munich. Hasta entonces siempre había logrado eludir hacerlo, bajo pretextos siempre nuevos. En primavera de 1938 incluso llegamos a convertirlo en una especie de pacto, pues me declaré dispuesto a diseñar la pinacoteca y el estadio de Linz siempre y cuando no tuviera que pronunciar ningún discurso.

Pero ahora, en vísperas del quincuagésimo cumpleaños de Hitler, un sector del «eje Este-Oeste» iba a ser abierto al tráfico, y él había prometido inaugurarlo personalmente. No había forma de evitar mi primer discurso, y encima tendría que pronunciarlo frente al Jefe del Estado y en presencia de todo el mundo. Durante la comida, Hitler anunció:

—¡Tengo una gran novedad: Speer pronunciará un discurso! Estoy deseando oír sus palabras.

La tribuna de personalidades de la ciudad se había dispuesto en la Puerta de Brandenburgo, en medio de la calzada, y yo estaba en el ala derecha, mientras que la multitud se apiñaba en la lejanía, tras unas cuerdas colocadas en las aceras. A lo lejos empezaron a oírse gritos de júbilo que fueron en aumento, a medida que se aproximaba la columna motorizada de Hitler, hasta convertirse en un tremendo fragor. El automóvil de Hitler se detuvo justo ante mí. El
Führer
se apeó y me saludó con un apretón de manos, mientras que para responder al saludo de los dignatarios se limitó a alzar rápidamente el brazo. Las cámaras móviles comenzaron a filmar desde muy cerca, y el expectante Hitler se plantó a dos metros de mí. Yo aspiré hondo y dije literalmente:


Mein Führer
, anuncio la conclusión del eje Este-Oeste. ¡Que la obra hable por sí misma!

Tras una larga pausa, Hitler contestó con algunas frases. Después se me invitó a subir a su coche y recorrí con él el cordón de siete kilómetros que formaban los habitantes de Berlín, quienes lo felicitaban por su cumpleaños. Aunque seguramente se trataba de una dé las mayores manifestaciones masivas organizadas por el Ministerio de Propaganda, me pareció que los aplausos eran sinceros.

De regreso en la Cancillería del Reich y mientras esperábamos a que comenzara la comida, Hitler se dirigió a mí con expresión amistosa, diciéndome:

—Me ha puesto usted en una situación bastante embarazosa con sus dos frases. Yo esperaba un discurso y, como de costumbre, pensaba preparar el mío mientras lo escuchaba, pero como usted ha terminado enseguida, no sabía qué decir. Sin embargo, tengo que admitir que ha sido un buen discurso, uno de los mejores que he oído en mi vida.

Los comensales felicitaron a Hitler a las doce de la noche, aunque cuando le anuncié que había dispuesto en uno de los salones una maqueta de casi cuatro metros de altura de su Arco de Triunfo, dejó plantados a los invitados y se dirigió enseguida a verla. Contempló durante mucho rato, visiblemente conmovido, la materialización del sueño de sus años de juventud. Emocionado, me estrechó la mano sin decir palabra y después, lleno de euforia, resaltó ante sus invitados la importancia de la obra en la historia futura del Reich. Hitler volvió a visitar varias veces la maqueta aquella misma noche. A la ida y al regreso pasábamos por la antigua sala de sesiones del Gabinete, en la que Bismarck presidió en 1878 el Congreso de Berlín y en la que ahora se amontonaban sobre largas mesas los regalos de cumpleaños de Hitler, un montón de objetos kitsch que le habían enviado los jefes nacionales y regionales: desnudos en mármol blanco, pequeñas esculturas de bronce y cuadros al óleo del nivel artístico propio de las exposiciones de la Haus der Kunst. Algunos merecían la aprobación y el aplauso de Hitler, que se divertía a costa de otros, aunque apenas había diferencia entre ellos.

• • •

Las relaciones entre Hanke y la señora Goebbels habían llegado a tal punto que, para escándalo de todos los que estaban en el secreto, dijeron que querían casarse. Formaban una pareja muy dispar: Hanke era joven e inexperto, mientras que ella era una elegante dama de sociedad. Hanke pidió a Hitler que autorizara el divorcio, pero este se negó por razones de Estado. Hanke se presentó una mañana, desesperado, en mi casa de Berlín; acababa de iniciarse el Festival de Bayreuth de 1939. Me dijo que el matrimonio Goebbels se había reconciliado y que se habían ido juntos a Bayreuth. A mí me pareció que aquella era la solución más sensata, incluso para Hanke; pero a un amante desesperado no se lo puede consolar con una felicitación, por lo que le prometí averiguar lo ocurrido y salí sin pérdida de tiempo hacia Bayreuth.

La familia Wagner había añadido a la mansión Wahnfried un ala espaciosa en la que vivieron Hitler y sus asistentes esos días, y los invitados de Hitler fueron alojados en casas particulares de Bayreuth. Por lo demás, Hitler seleccionaba a estos invitados con más cuidado del que ponía en el Obersalzberg o incluso en la Cancillería del Reich. Aparte del asistente de guardia, únicamente invitaba a aquellos conocidos —con sus esposas— que podía estar seguro de que resultarían del agrado de la familia Wagner; en realidad, casi siempre éramos sólo el doctor Dietrich, el doctor Brandt y yo.

Durante los días del Festival, Hitler parecía más relajado que de ordinario; era evidente que había encontrado un refugio en el seno de la familia Wagner, donde se sentía libre de tener que demostrar su poder, a lo que a veces se creía constreñido incluso durante las tertulias nocturnas de la Cancillería del Reich. Se mostraba alegre y paternal con los niños y amistoso y atento con Winifred Wagner. El Festival apenas se habría podido sostener sin la ayuda material de Hitler. Bormann extraía todos los años unos cuantos cientos de miles de su fondo para convertir Bayreuth en el centro culminante de la temporada alemana de ópera. En su calidad de mecenas del Festival y amigo de la familia Wagner, los días que pasaba en Bayreuth posiblemente significaran para Hitler la materialización de un sueño que durante su juventud quizá no se había atrevido siquiera a tener.

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