¿Expresaba también su recelo hacia mí que durante una conversación telefónica me invitara a entrar en una habitación contigua? Me dejó sentir su escepticismo sin mucho disimulo. Después se me ha pasado por la cabeza que quizá creyera que la mejor forma de estar seguro de mí era tenerme cerca de él, sobre todo teniendo en cuenta que las primeras sospechas habían recaído sobre Stauffenberg y, por lo tanto, también forzosamente sobre Fromm. Al fin y al cabo, Goebbels conocía mi amistad con este último, al que hacía tiempo que calificaba de «enemigo del Partido».
También yo pensé enseguida en él. Cuando Goebbels me hubo dejado a solas, pedí que me comunicaran con la central telefónica de la Bendlerstrasse para hablar con Fromm, quien estaría en mejores condiciones que nadie para facilitarme detalles.
—El capitán general Fromm no puede ponerse —me dijeron.
Ignoraba que en aquellos momentos ya estaba encerrado en una habitación de la Bendlerstrasse.
—Entonces comuníqueme con su asistente.
Me respondieron que nadie contestaba en ese número.
—Pues entonces haga el favor de ponerme con el general Olbricht.
Este se puso enseguida al aparato.
—¿Qué pasa, mi general? —le pregunté, empleando el habitual tono de broma que contribuía a salvar situaciones difíciles—. Tengo que trabajar y aquí hay unos soldados que me impiden salir de casa de Goebbels.
Olbricht se disculpó:
—Lo siento mucho; en su caso, se trata de un error. Lo arreglaré enseguida.
El general colgó el teléfono antes de que yo pudiera seguir preguntándole nada. Por mi parte, evité dar cuenta a Goebbels de mi conversación con Olbricht, cuyo tono y contenido insinuaban un acuerdo que podía suscitar su desconfianza.
Schach, jefe regional en funciones de Berlín, entró entonces en la habitación en la que yo estaba. Un conocido suyo llamado Hagen acababa de responderle de la integridad nacionalsocialista del comandante Remer, cuyo batallón había cercado el distrito gubernamental. Goebbels trató enseguida de hacerlo venir. Cuando obtuvo su conformidad, me hizo volver al despacho. Confiaba por completo en que podría ganar a Remer para su causa y me rogó que estuviera presente cuando llegara. Me dijo que Hitler estaba informado de que iba a mantener aquella entrevista, que esperaba el resultado en el cuartel general y que hablaría personalmente con el comandante si era necesario.
Minutos después entró el comandante Remer. Goebbels daba la impresión de mantener el control, pero estaba nervioso. Parecía saber que el destino de la rebelión y, por consiguiente, el suyo iban a decidirse en aquel momento. Al cabo de unos minutos extrañamente carentes de dramatismo todo había pasado y el golpe había fracasado.
Lo primero que hizo Goebbels fue recordar al comandante su juramento de lealtad al
Führer
. Remer contestó afirmando su lealtad a este y al Partido, pero añadió que Hitler había muerto. Por consiguiente, tenía que obedecer las órdenes de su jefe, el teniente general Von Hase. Goebbels le opuso el argumento decisivo que anulaba cualquier otro:
—¡El
Führer
vive! —Al notar que Remer comenzaba a vacilar y que luego se mostraba visiblemente inseguro, añadió: —¡Vive! ¡Acabo de hablar con él! ¡Una pequeña camarilla de generales ambiciosos ha intentado dar un golpe militar! ¡Es una infamia! ¡La mayor infamia de la historia!
La posibilidad de que Hitler siguiera vivo fue un alivio para aquel hombre acosado e irritado por la orden de cercar el distrito gubernamental. Remer nos miró fijamente, feliz aunque todavía algo incrédulo. Goebbels le hizo notar la hora que estaban viviendo, su tremenda responsabilidad ante la Historia, una responsabilidad que pesaba sobre sus jóvenes hombros: pocas veces el destino había reservado una oportunidad semejante a una sola persona; de él dependía aprovecharla o no. Quien hubiera visto a Remer en aquel momento, quien hubiera observado la transformación que obraban en él aquellas palabras, habría sabido que Goebbels había ganado la partida. Fue entonces cuando este jugó su mejor baza:
—Ahora hablaré con el
Führer
y también usted lo hará. El
Führer
puede darle órdenes que dejen sin efecto las de su general, ¿verdad? —concluyó en tono levemente irónico.
Y entonces estableció comunicación con Rastenburg.
Goebbels podía ponerse directamente en contacto con el cuartel general del
Führer
a través de una línea especial del Ministerio. Unos segundos después, Hitler estaba al aparato; Goebbels, tras un par de observaciones sobre la situación, le pasó el teléfono al comandante. Remer reconoció al instante la voz del supuestamente difunto Hitler y como sin querer, con el auricular en la mano, adoptó la posición de firmes. Sólo se le oía repetir:
—Sí,
mein Führer
…, sí. ¡A sus órdenes,
mein Führer
!
A continuación, Goebbels se puso otra vez al habla y preguntó a Hitler por el resultado de la conversación: en vez del general Hase, sería el comandante quien se encargara de tomar todas las medidas militares necesarias en Berlín, y se le había dado la orden de ejecutar todas las instrucciones que le diera Goebbels. Una única línea telefónica intacta había hecho fracasar definitivamente el levantamiento. Goebbels pasó a la ofensiva y ordenó que todos los hombres del batallón de la guardia disponibles fueran concentrados rápidamente en el jardín de su domicilio.
• • •
Aunque la rebelión había fracasado, aún no había sido sofocada por completo cuando Goebbels, sobre las siete de la tarde, hizo transmitir por radio la noticia de que Hitler había sufrido un atentado con explosivos, pero que vivía y había reanudado su trabajo. De nuevo empleaba uno de los medios técnicos que los sublevados habían negligido durante las pasadas horas, con tan graves consecuencias para sus planes.
Esta confianza era engañosa: el éxito volvió a quedar en entredicho cuando, poco después, se comunicó a Goebbels que había llegado a la plaza de Fehrbellin una brigada de tanques que se resistía a obedecer a Remer. Alegó someterse únicamente a las órdenes del capitán general Guderian; sus instrucciones, expresadas con laconismo militar, eran: «El que no obedezca será fusilado». Su capacidad combativa era tan claramente superior que su postura no determinaría sólo lo que ocurriera en las próximas horas.
Hablaba de la incertidumbre de nuestra situación que nadie supiera decir a ciencia cierta si aquellas tropas acorazadas a las que Goebbels no podía oponer ninguna fuerza equivalente pertenecían a los sublevados o al Gobierno. Tanto Goebbels como Remer consideraban posible que Guderian participara en la sublevación.
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El coronel Bollbrinker estaba al mando de la brigada. Como era un buen conocido mío, intenté ponerme en contacto con él por teléfono. Su respuesta fue tranquilizadora: los tanques habían acudido a aplastar la insurrección.
Unos ciento cincuenta soldados del batallón de la guardia de Berlín, por lo general hombres de cierta edad, se habían concentrado entretanto en el jardín de la residencia de Goebbels. Antes de dirigirse a ellos, el ministro me dijo:
—Cuando los haya convencido, habremos ganado el juego. ¡Fíjese en cómo lo hago!
Ya era de noche y la escena sólo estaba iluminada por la luz que salía por una puerta que daba al jardín. Los soldados escucharon con la mayor atención el largo discurso de Goebbels, quien en el fondo no decía nada. No obstante, se mostró muy seguro de sí mismo, como si fuera el gran triunfador del día. Precisamente porque supo centrar en lo personal los tópicos de siempre, su parlamento tuvo un efecto fascinante. Casi podía leer en los rostros de aquellos hombres la impresión que les causaba; se ganó a quienes formaban frente a él en la penumbra sin emplear órdenes ni amenazas, sino la persuasión.
El coronel Bollbrinker llegó hacia las once de la noche a la habitación que me había sido asignada. Me dijo que Fromm tenía la intención de someter a los conjurados ya detenidos a un consejo de guerra en la Bendlerstrasse. Me di cuenta enseguida de que eso tendría que resultarle extremadamente difícil; además, en mi opinión tenía que ser el propio Hitler quien decidiera lo que tenía que pasar con los sublevados. Poco después de medianoche me puse en marcha para tratar de impedir cualquier ejecución. Bollbrinker y Remer me acompañaban en el automóvil. En medio de un Berlín a oscuras, la Bendlerstrasse estaba vivamente iluminada por reflectores: era una imagen irreal y fantasmagórica. Tenía el efecto teatral de un escenario cinematográfico iluminado por los focos en un gran estudio oscuro. Unas sombras largas y nítidamente recortadas daban plasticidad al edificio.
Cuando quise enfilar la Bendlerstrasse, un oficial de las SS me ordenó detenerme junto al bordillo de la Tiergartenstrasse. Ocultos en la oscuridad de los árboles se encontraban, casi indistinguibles, el jefe de la Gestapo, Kaltenbrunner, y Skorzeny, el que liberó a Mussolini, rodeados de numerosos subordinados. La conducta de aquellos hombres parecía tan irreal como sus oscuras figuras. Nadie juntó los talones para saludar; toda la firmeza de la que habitualmente se hacía gala había desaparecido; todo discurría con suavidad; incluso las conversaciones se mantenían en voz baja, como en un entierro. Expliqué a Kaltenbrunner que quería impedir que Fromm celebrara el consejo de guerra; tanto aquel como Skorzeny, de los que más bien habría esperado expresiones de odio o de triunfo por la derrota moral de su rival, el Ejército de Tierra, me contestaron, casi con indiferencia, que los acontecimientos del día eran competencia del ejército.
—No queremos mezclarnos en esto y no vamos a intervenir de ningún modo. Por otra parte, creo que el consejo de guerra ya se ha celebrado.
Kaltenbrunner me informó de que no se iba a emplear a las SS para sofocar la revuelta o ejecutar las sentencias, porque eso sólo ocasionaría nuevas discordias con el Ejército de Tierra y agravaría las tensiones.
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Incluso había prohibido a su gente entrar en el edificio de la Bendlerstrasse. Sin embargo, aquellas consideraciones tácticas, surgidas en el momento, no se respetaron: al cabo de dos horas los órganos de las SS ya habían empezado a perseguir a los oficiales del Ejército de Tierra que habían participado en la conjura.
Cuando Kaltenbrunner terminó de hablar, se hizo visible una poderosa sombra que se recortaba en el fondo claramente iluminado de la Bendlerstrasse; Fromm, vestido de uniforme y completamente solo, se acercaba con paso cansado hacia nosotros. Me despedí de Kaltenbrunner y sus acompañantes y salí de la oscuridad de los árboles al encuentro de Fromm.
—El golpe ha terminado —empezó a decir el capitán general, dominándose con esfuerzo—. Acabo de dar las órdenes pertinentes a todos los destacamentos de la región militar. Durante un buen rato se me ha impedido dar órdenes al Ejército establecido en suelo alemán. ¡Me han encerrado en una habitación! ¡El jefe de mi Estado Mayor, mis colaboradores más cercanos!—Su enojo y también su inquietud se hacían perceptibles cuando, con voz cada vez más fuerte, trató de justificar el fusilamiento de los componentes de su Estado Mayor: —En mi calidad de juez, tenía la obligación de formar inmediatamente un consejo de guerra a todos los que hubieran participado en la conjura. —Y en voz baja añadió, atormentado: —El general Olbricht y el jefe de mi Estado Mayor, el coronel Von Stauffenberg, están muertos.
El próximo paso que Fromm pensaba dar era telefonear a Hitler. Le rogué en vano que fuera antes a mi Ministerio, pero insistió en ver a Goebbels, aunque sabía tan bien como yo que el ministro sentía hacia él animosidad y desconfianza.
En el domicilio de Goebbels ya se había detenido al comandante militar de Berlín, el general Hase. Fromm explicó brevemente los acontecimientos en mi presencia y rogó a Goebbels que lo pusiera en comunicación con Hitler. Sin embargo, en vez de responderle, Goebbels le pidió que entrara en una habitación contigua y llamó él mismo a Hitler. Cuando obtuvo la comunicación me invitó a dejarlo solo. Unos veinte minutos después salió a la puerta y ordenó a un centinela que hiciera guardia frente a la habitación en la que se encontraba Fromm.
Mucho después de medianoche llegó al domicilio de Goebbels el hasta entonces ilocalizable Himmler. Sin que nadie lo invitara a hacerlo, comenzó a explicar el motivo de su alejamiento con una vieja regla muy acreditada para sofocar levantamientos: había que mantenerse siempre lejos del centro e iniciar las contraofensivas desde el exterior.
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Era una cuestión de estrategia. Goebbels pareció aceptar esta explicación. Se mostró de muy buen humor y disfrutó demostrando a Himmler, mediante un pormenorizado relato de los acontecimientos, cómo había dominado prácticamente solo la situación.
—¡Si no hubiesen sido tan torpes! Han tenido una gran oportunidad. ¡Qué triunfos tenían! ¡Qué chiquilladas! ¡Cuando pienso en cómo lo habría hecho yo…! ¿Por qué no han ocupado la radio y no han difundido las más increíbles mentiras? ¡Me ponen centinelas delante de la puerta, pero me dejan que llame al
Führer
con toda tranquilidad y que movilice a todo el mundo! Ni siquiera me han cortado el teléfono. ¡Con los triunfos que tenían en la mano…! ¡ Menudos principiantes!
Prosiguió diciendo que aquellos militares habían confiado demasiado en la trasnochada idea de la obediencia, según la cual cualquier orden es ejecutada con toda naturalidad por los oficiales subordinados y las tropas. Sólo eso ya habría condenado el golpe al fracaso, pues, añadió con una satisfacción singularmente fría, en los últimos años los alemanes habían sido educados por el Estado nacionalsocialista para pensar políticamente.
—Hoy ya no se los puede someter como muñecos a las órdenes de una camarilla de generales. —Goebbels se detuvo repentinamente al llegar a este punto. Y añadió, como si le molestara mi presencia: —Tengo que hablar a solas de unas cuantas cosas con el
Reichsführer
, mi querido señor Speer. Buenas noches.
• • •
Al día siguiente, 21 de julio, los ministros más importantes fueron llamados al cuartel general de Hitler para felicitarlo. En mi invitación se me indicaba que llevara conmigo a Dorsch y Saur, mis dos principales colaboradores. La petición era insólita, tanto más cuanto que los demás ministros llegaron sin acompañamiento. Durante la recepción, Hitler los saludó de forma ostensiblemente cordial, mientras que al pasar junto a mí me estrechó mecánicamente la mano. También el entorno de Hitler se comportaba de una manera inexplicablemente reservada. Tan pronto entraba en una habitación, cesaban las conversaciones y los presentes se retiraban o se apartaban. Schaub, el asistente civil de Hitler, me dijo con mirada significativa: