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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (34 page)

BOOK: Albert Speer
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—Esta responsabilidad… —Y algunos minutos después: —Ahora enciendan de nuevo las luces.

La banal conversación siguió su curso, pero para mí se trató de un acontecimiento singular. Creí haber conocido el lado humano de Hitler.

Al día siguiente emprendí desde su cuartel general un viaje hasta Reims para ver la catedral. Me esperaba una ciudad de aspecto fantasmal, casi abandonada por sus habitantes, acordonada por la policía militar debido a sus bodegas de champaña. Los postigos golpeaban al viento; periódicos atrasados volaban por las calles desiertas y las puertas abiertas permitían ver el interior de las casas. Como si la vida ciudadana se hubiera detenido en un momento demencial, en las mesas aún se veían vasos, platos y comida. Por el camino, en las carreteras, nos cruzamos con innumerables grupos de fugitivos que avanzaban por la cuneta, mientras el centro de la carretera lo ocupaban las columnas de las unidades militares alemanas. Estas orgullosas unidades contrastaban de forma singular con los desconsolados fugitivos, que llevaban sus pertenencias en cochecitos de niño, carretillas y otros vehículos primitivos. Tres años y medio más tarde tendría ocasión de ver escenas similares en Alemania.

Tres días después de la entrada en vigor del armisticio, hacia las cinco y media de la mañana, aterrizamos en el aeropuerto de Le Bourget. Tres grandes Mercedes nos esperaban. Como de costumbre, Hitler tomó asiento en la parte delantera, al lado del conductor. Breker y yo nos sentamos en los asientos supletorios, mientras que Giessler y el asistente ocuparon los traseros. A los artistas nos habían endosado un uniforme gris que nos incorporaba al ámbito militar. Después de atravesar los grandes arrabales, nos dirigimos directamente al Gran Teatro de la Ópera del arquitecto Garnier. Hitler había expresado el deseo de visitar en primer lugar este edificio neobarroco, su obra preferida. El coronel Speidel, enviado por las autoridades de ocupación alemanas, nos esperaba allí.

La escalera, elogiada por su amplitud y criticada por lo recargado de su decoración, el fastuoso vestíbulo y la solemne sala de espectadores, revestida de oro, fueron examinados con todo detenimiento. Todas las luces refulgían como en una noche de gala. Hitler se había hecho cargo de la dirección de la visita. Nos acompañaba por el vacío edificio un acomodador encanecido. Realmente, Hitler había estudiado a fondo los planos del Teatro de la Ópera de París. En el palco del proscenio echó a faltar un salón, y estaba en lo cierto: el acomodador dijo que el salón había sido eliminado muchos años atrás, durante unas reformas.

—¡Ya ven ustedes si conozco o no el sitio!—dijo Hitler, visiblemente satisfecho.

La Ópera lo fascinó, y se deshizo en elogios entusiastas sobre su incomparable belleza. Los ojos le brillaban de tal modo que me conmovió. Naturalmente, el acomodador se había dado cuenta enseguida de a quién estaba enseñando el edificio. Nos guió con corrección, pero guardando las distancias. Cuando, por fin, nos disponíamos a dar la visita por terminada, Hitler susurró algo al oído de su asistente Brückner, quien sacó de su cartera un billete de cincuenta marcos para ofrecérselo al hombre, que permanecía de pie, lejos de nosotros. Con cordialidad, aunque también con determinación, se negó a aceptar la propina. Hitler lo intentó una segunda vez y envió a Breker; pero el empleado insistió en su negativa: dijo a Breker que no había hecho sino cumplir con su deber.

A continuación nos dirigimos a los Campos Elíseos, pasando por delante de la Madeleine en dirección a Trocadero; después hacia la Torre Eiffel, donde Hitler ordenó hacer un alto; luego pasamos ante el Arco de Triunfo y el monumento al Soldado Desconocido, y llegamos hasta los Inválidos, donde Hitler permaneció largo rato frente a la tumba de Napoleón. Después visitó el Panteón, cuyas dimensiones lo impresionaron. Por el contrario, no mostró un interés especial por las más hermosas creaciones arquitectónicas de París: la Place des Vosges, el Louvre, el Palacio de Justicia y la Sainte Chapelle. No volvió a animarse hasta que vio la uniforme hilera de casas de la Rué de Rivoli. Acabamos nuestro recorrido en la romántica y dulzona imitación de las iglesias medievales, el Sacre Coeur de Montmartre; la elección era sorprendente incluso para el gusto de Hitler. Permaneció allí un buen rato, rodeado por unos cuantos hombres de su escolta, y, aunque numerosos fieles lo reconocieron, optaron por ignorarlo. Después de contemplar la ciudad por última vez, regresamos velozmente al aeropuerto. A las nueve de la mañana, la visita había concluido.

—Ver París ha sido el sueño de toda mi vida. No puedo decir lo feliz que soy por haberlo cumplido.

Por un instante sentí cierta compasión por él: tres horas en París, por primera y última vez, lo habían hecho feliz cuando se hallaba en la cumbre.

Durante el viaje, Hitler consideró con sus asistentes y el coronel Speidel la posibilidad de celebrar en París un desfile de la Victoria; pero, tras algunas reflexiones, desechó el proyecto. Su excusa oficial fue la del peligro de ataques de la aviación británica, pero más tarde manifestó:

—No tengo ganas de hacer ninguna marcha triunfal; aún no hemos acabado.

Aquella misma noche me recibió de nuevo en la pequeña habitación de su casa campesina. Estaba sentado solo a la mesa. Me dijo sin rodeos:

—Prepare usted el decreto por el que ordeno la plena reanudación de las obras de Berlín… París es una ciudad hermosa, ¿verdad? Pues Berlín tiene que serlo mucho más. Antes solía preguntarme si no habría que destruir París —prosiguió con absoluta tranquilidad, como si se tratara de lo más normal del mundo—, pero cuando hayamos terminado Berlín, París no será más que una sombra. ¿Para qué íbamos a destruirla?

Tras pronunciar estas palabras, me dijo que podía retirarme.

Aunque estaba acostumbrado a las impulsivas observaciones de Hitler, me asustó la desfachatez con que expresaba su vandalismo. Había reaccionado de manera parecida después de la destrucción de Varsovia. Ya entonces expresó la opinión de que había que impedir que se reconstruyera, a fin de privar al pueblo polaco de su centro político y cultural. No obstante, Varsovia había sido destruida por los avatares de la guerra; ahora Hitler confesaba haber acariciado la idea de destruir caprichosamente y sin razón alguna la ciudad que él mismo había calificado como la más bella de Europa, con todos sus inestimables monumentos. En unos pocos días se me habían revelado algunas de las contradicciones que caracterizaban la manera de ser de Hitler, sin que comprendiera entonces toda su importancia: desde el hombre consciente de su responsabilidad hasta el más irreflexivo y poco escrupuloso nihilista, Hitler reunía en su persona los contrastes más extremos.

Sin embargo, el efecto que esta experiencia tuvo en mí quedó soterrado por la brillante victoria de Hitler, por las favorables e inesperadas perspectivas de una pronta reanudación de mis obras y, por fin, por el abandono de sus propósitos destructivos. Ahora era cosa mía superar a París. Ese mismo día Hitler otorgó máxima prioridad a la obra de mi vida: ordenó que «se diera a Berlín, con la mayor rapidez posible, la apariencia que le correspondía dada la magnitud de la victoria». Y manifestó:

—En estas obras, las más importantes del Reich a partir de este momento, veo la principal aportación para consolidar nuestra victoria.

De su puño y letra anticipó la fecha del decreto: la del 25 de junio de 1940, el día del armisticio y el del mayor de sus triunfos.

Hitler paseaba arriba y abajo con Jodl y Keitel por el sendero de gravilla que había ante su casa cuando un asistente le anunció que quería despedirme. Según me iba aproximando al grupo, oí que Hitler proseguía su conversación con estas palabras:

—Ahora hemos demostrado de lo que somos capaces. Créame, Keitel, frente a esto una campaña contra Rusia sería un juego de niños.

Me despidió de excelente humor, me encargó que transmitiera a mi esposa sus saludos más cordiales y me indicó que no tardaríamos en hablar de nuevos proyectos y maquetas.

CAPÍTULO XIII

DESMESURA

Mientras Hitler seguía ocupándose de preparar la campaña contra Rusia, reflexionaba sobre los detalles de los desfiles de la Victoria que se celebrarían en 1950, cuando estuvieran terminados la gran avenida y el Arco de Triunfo.
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Sin embargo, mientras soñaba con nuevas guerras, nuevas victorias y festejos, sufrió la mayor derrota de su carrera. Tres días después de una entrevista en la que me había expuesto sus ideas respecto al futuro, tuve que presentarme en el Obersalzberg con mis bocetos. Leitgen y Pietsch, dos asistentes de Hess, esperaban pálidos y nerviosos en la antesala del Berghof. Me rogaron que pospusiera mi visita, pues tenían que entregar a Hitler una carta personal de Hess. En aquel momento llegó Hitler, procedente de sus habitaciones del piso superior, y uno de los asistentes fue llamado a la sala de estar. Mientras repasaba mis diseños, oí de repente un grito inarticulado, casi animal, y a Hitler rugiendo a continuación:

—¡Que venga Bormann inmediatamente! ¿Dónde está Bormann?

Bormann tuvo que comunicarse rápidamente con Göring, Ribbentrop, Goebbels y Himmler. Se rogó a todos los invitados que se retiraran a las habitaciones del primer piso. Por fin, al cabo de varias horas, supimos qué había ocurrido: el lugarteniente de Hitler había volado en plena guerra a territorio enemigo, hacia Inglaterra.

Exteriormente, Hitler recuperó pronto su contención habitual. Lo único que lo preocupaba era que Churchill pudiera aprovechar el suceso frente a los aliados de Alemania para simular un supuesto intento de este país de obtener la paz.

—¿Quién va a creer que Hess no ha actuado en mi nombre? ¿Que todo lo ocurrido no es sino un juego pactado a espaldas de mis aliados?

Aquello incluso podría influir en la política de Japón, opinó con inquietud. Hitler hizo preguntar al jefe técnico de la Luftwaffe, el famoso piloto de caza Ernst Udet, si el aparato bimotor utilizado por Hess podría alcanzar la costa escocesa y qué condiciones meteorológicas encontraría al llegar. Tras unos momentos de reflexión, Udet contestó por teléfono que Hess fracasaría. Dados los fuertes vientos laterales, seguramente pasaría de largo junto a Inglaterra e iría a parar al vacío. Al instante, Hitler volvió a mostrarse esperanzado:

—¡Ojalá se ahogue en el mar del Norte! Así desaparecería sin dejar rastro y podríamos tomarnos un tiempo para pensar una explicación plausible.

No obstante, al cabo de unas horas volvió a sentir dudas y, para adelantarse a los ingleses y por lo que pudiera ocurrir, decidió anunciar en la radio que Hess se había vuelto loco. Los dos asistentes fueron detenidos, como se hacía antiguamente, en la corte de los tiranos, con los mensajeros que traían malas noticias.

En el Berghof hubo mucho ajetreo. Además de Göring, Goebbels y Ribbentrop, se presentaron Ley, los jefes regionales y otros jefes del Partido. Ley, como jefe de organización, quiso hacerse cargo de los cometidos de Hess, lo que habría sido sin duda la solución más acertada, pero Bormann, que mostró entonces por primera vez la gran influencia que tenía sobre Hitler, se opuso a ello sin ningún esfuerzo y resultó el vencedor absoluto en este asunto. Churchill dijo que el vuelo de Hess había puesto al descubierto la existencia de gusanos en la manzana del Reich. No podía ni imaginar hasta qué punto aquella definición se podía aplicar literalmente a la figura del sucesor de Hess.

En adelante, Hess apenas sería mencionado en el círculo de Hitler. Sólo Bormann siguió refiriéndose a él durante mucho tiempo. Investigó afanosamente la vida de su antecesor y persiguió a su esposa de forma ruin. Eva Braun intercedió por ella ante Hitler; a pesar de que no tuvo éxito, siguió apoyándola a sus espaldas. Unas semanas después supe por mi médico, el profesor Chahoul, que el padre de Hess estaba agonizando. Le hice llegar un ramo de flores, aunque sin dar mi nombre.

En aquel tiempo creí que había sido la ambición de Bormann lo que impulsó a Hess a cometer aquel acto de desesperación. Hess, igualmente ambicioso, veía que su poder disminuía por momentos. Hitler, por ejemplo, me dijo hacia 1940, después de conferenciar con Hess durante cuatro horas:

—Cuando hablo con Göring, para mí es como un baño de aguas ferruginosas: después me siento fresco. El mariscal del Reich tiene una manera cautivadora de exponer las cosas. Pero cualquier conversación con Hess se convierte en un esfuerzo insoportablemente tortuoso. Siempre me viene con asuntos desagradables y nunca cede.

Después de tantos años de figurar en segundo término, probablemente Hess tratara de alcanzar notoriedad con su vuelo a Inglaterra, pues carecía de las cualidades necesarias para imponerse en aquel lodazal de intrigas y luchas por el poder. Era demasiado sensible, demasiado franco, demasiado fluctuante, y tendía a dar la razón a todas las facciones. Su tipo respondía por entero al de la mayoría de los jerarcas del Reich, a quienes costaba mantener los pies en el suelo de la realidad.

Hitler atribuyó la responsabilidad del asunto a la perniciosa influencia del profesor Haushofer. Veinticinco años más tarde, en la prisión de Spandau, Hess me aseguró muy en serio que durante un sueño le había sido insuflada la idea de que poseía fuerzas sobrenaturales. Su intención no había sido en absoluto poner a Hitler en una situación embarazosa. El mensaje que lo obsesionaba y que lo había llevado a Inglaterra era que «garantizaremos a Inglaterra su imperio mundial a cambio de que nos deje las manos libres en Europa». Esta era una de las frases que Hitler solía repetir antes de la guerra y también después de que se iniciara.

Si no me equivoco, creo que Hitler no logró superar nunca la «traición» de su lugarteniente. Incluso algún tiempo después del atentado del 20 de julio de 1944, Hitler, en sus fantasiosas evaluaciones de la situación, dijo que una de sus condiciones de paz sería la entrega del «traidor». Hess debía ser ahorcado. Años después, cuando le hablé de esto, Hess me dijo:

—¡Se habría reconciliado conmigo, seguro! ¿Y no cree que en 1945, cuando todo estaba a punto de terminar, Hitler debió de pensar más de una vez: «Hess tenía razón»?

• • •

Hitler no se limitó a exigir en plena guerra que se reemprendieran con la máxima energía las obras de Berlín. También amplió de forma desmesurada, influido por sus jefes regionales, el número de ciudades que debían remodelarse. Al principio sólo se habló de Berlín, Nuremberg, Munich y Linz; pero ahora declaró mediante decretos que «la reorganización urbanística» debería incluir a otras veintisiete ciudades, entre ellas Hannover, Augsburgo, Bremen y Weimar.
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Nunca se nos preguntó, ni a mí ni a nadie, sobre la oportunidad de esas decisiones; lo único que recibía era una copia de los decretos promulgados por Hitler después de las correspondientes deliberaciones. Tal y como escribí a Bormann el 26 de noviembre de 1940, según mis cálculos de aquella época, el coste de las obras en todas las ciudades, teniendo en cuenta los propósitos del Partido, ascendería a entre veintidós y veinticinco mil millones de marcos.

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