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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (37 page)

BOOK: Albert Speer
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Nevaba sin cesar. El tráfico ferroviario y por carretera estaba completamente paralizado y la pista de despegue del campo de aviación quedó cubierta de nieve. Estábamos aislados y mi viaje de regreso tuvo que ser aplazado. Las visitas de los obreros nos ocupaban el tiempo, se organizaron veladas llenas de camaradería, se cantaron canciones y Sepp Dietrich pronunció discursos y fue agasajado. Yo estaba a su lado y, consciente de mi falta de habilidad oratoria, no me atrevía a decir siquiera unas palabras a mis hombres. Entre las canciones que entonaban los soldados, algunas muy melancólicas reflejaban la nostalgia de la patria y la desolación que les producía la inmensidad rusa, y hablaban claramente de la tensión a que estaban sometidos los hombres de los puestos avanzados. Resultaba revelador que fueran estas canciones las favoritas de las tropas.

La situación era intranquilizadora. Los rusos habían conseguido abrir brecha con una pequeña unidad acorazada y se aproximaban a Dniepropetrovsk. Se celebraron reuniones para discutir la forma de ofrecer resistencia, aunque sólo se contaba con unos cuantos fusiles y un cañón sin municiones. Los rusos se situaron a unos veinte kilómetros y comenzaron a describir círculos por la estepa. Cometieron un error típico de las guerras: no aprovecharon la situación. Les habría sido fácil llegar hasta el largo puente sobre el Dniéper y quemarlo —había costado grandes esfuerzos reconstruirlo en madera—, lo que habría cortado durante varios meses el aprovisionamiento invernal del ejército que se encontraba al sudeste de Rostov.

No tengo en absoluto madera de héroe. Y como en los siete días que estuve allí no pude arreglar nada —al contrario, lo único que conseguía con mi presencia era disminuir las provisiones de los ingenieros—, decidí regresar en un tren que pretendía abrirse camino hacia el Oeste a través de las tormentas de nieve. Mi plana mayor me despidió amistosamente y, en mi opinión, con alivio. Durante la noche viajamos a unos diez kilómetros por hora, haciendo paradas continuas para apartar la nieve de la vía antes de proseguir la marcha. Debíamos de haber recorrido un buen trecho hacia el Oeste cuando, al amanecer, el tren llegó a una estación abandonada.

Todo se me antojó extrañamente conocido: cobertizos quemados, nubes de vapor sobre algunos coches cama y vagones comedor, soldados patrullando… Me encontraba de nuevo en Dniepropetrovsk. El tren se había visto obligado a regresar a causa de las tremendas masas de nieve. Afligido, me dirigí al coche comedor de mi plana mayor, donde mis colaboradores me recibieron no sólo con expresión de asombro, sino posiblemente también de irritación. No en balde habían estado celebrando la marcha de su jefe y saqueando las existencias de alcohol hasta altas horas de la madrugada.

Aquel mismo día, 7 de febrero de 1942, debía emprender el vuelo de regreso el avión en el que había llegado Sepp Dietrich. El capitán Nein, que pronto sería el piloto de mi propio avión, se manifestó dispuesto a llevarme en su aparato. Nos costó bastante llegar al campo de aviación. Bajo un cielo limpio y a muchos grados bajo cero, rugía una tormenta que empujaba grandes masas de nieve. Los rusos, bien abrigados, intentaban en vano retirar de la carretera aquella tremenda cantidad de nieve, de varios metros de altura. Cuando llevábamos caminando alrededor de una hora me vi rodeado por algunos de estos rusos, que me hablaban llenos de excitación aunque yo no comprendía ni una sola palabra de lo que decían. Por fin uno de ellos, sin andarse con miramientos, me frotó la cara con nieve. «Congelado», pensé, pues esto sí lo sabía por mis expediciones a la alta montaña. Mi asombro aumentó cuando uno de los rusos sacó de entre sus sucias ropas un pañuelo limpio y bien doblado para secarme la cara.

A las once de la mañana conseguimos despegar, con algunas dificultades, de un campo cubierto de nieve. El objetivo del aparato era la base de la escuadrilla del
Führer
, situada en Rastenburg, en la Prusia Oriental. Aunque yo quería ir a Berlín, como el avión no era mío me di por satisfecho con poder avanzar al menos un buen trecho. Este azar me llevó por primera vez al cuartel general de Hitler en la Prusia Oriental.

Cuando llegué a Rastenburg llamé por teléfono a uno de sus asistentes, pensando que este informaría a Hitler de mi presencia. No lo había vuelto a ver desde comienzos de diciembre y me habría sentido halagado si hubiera querido saludarme. Me llevaron al cuartel general del
Führer
en uno de los automóviles de su columna. Antes de nada, llené mi estómago en el barracón en el que Hitler comía a diario con sus generales, colaboradores políticos y asistentes, aunque aquel día estaba reunido con el doctor Todt, ministro de Armamentos y Munición, y almorzaban en sus dependencias privadas. Mientras tanto, traté con el general Gercke, jefe de Transportes del Ejército de Tierra y comandante en jefe de las Tropas de Ferrocarriles, de las dificultades con que habíamos tropezado en Ucrania.

Después de una cena con gran cantidad de comensales, a la que también asistió Hitler, este y Todt continuaron sus deliberaciones. Todt volvió a altas horas de la noche de una reunión larga y al parecer muy dura con expresión de cansancio. Estuve sentado con él unos minutos mientras se tomaba una copa de vino en silencio, sin dar a conocer el motivo de su descontento. Conversamos un poco, y Todt dijo que regresaba a Berlín a la mañana siguiente y que había una plaza libre en su aparato. No tenía inconveniente en llevarme con él y me alegré de poder evitarme así el largo viaje en tren. Acordamos emprender el vuelo a una hora temprana y el doctor Todt se despidió diciendo que intentaría dormir un poco.

Un asistente me rogó que fuera a ver a Hitler. Sería la una de la madrugada, es decir, la hora en la que también en Berlín acostumbrábamos a estudiar los planos. Hitler parecía tan agotado y malhumorado como Todt. La decoración de su cuarto reflejaba una sobriedad acentuada ex profeso; incluso había renunciado a la comodidad de un sillón. Hablamos de los proyectos de Berlín y Nuremberg y Hitler se fue mostrando más animado. También su cutis enfermizo pareció cobrar nueva vida. Por fin me pidió que le contara las impresiones que había sacado de mi visita al sur de Rusia y me hizo muchas preguntas, lleno de interés. Poco a poco fueron saliendo a relucir las dificultades que comportaba la reconstrucción de las instalaciones ferroviarias, las tormentas de nieve, el incomprensible comportamiento de los tanques rusos, las veladas y las melancólicas canciones; en fin, todo. Lo de las canciones le llamó la atención y me preguntó por la letra. Saqué del bolsillo un papel que me habían dado con el texto. Hitler lo leyó y guardó silencio. Para mí, estas canciones eran comprensibles en un ambiente depresivo. Sin embargo, Hitler enseguida estuvo absolutamente convencido de que se debían a la maligna actividad de un enemigo que sabía lo que hacía, y creyó haber encontrado su rastro a través de mi relato. Después de la guerra me enteré de que Hitler había ordenado que los responsables de la impresión de estas canciones se presentaran ante un consejo de guerra.

Este episodio habla por sí mismo de su eterna desconfianza. Temeroso de no conocer la verdad, creía poder extraer conclusiones importantes de datos aislados como aquel. Por eso hacía siempre preguntas y más preguntas a los subordinados, aunque estos no pudieran tener una visión de conjunto. Sus recelos, que a veces estaban justificados, podían revelarse en las naderías más ridículas, y no hay duda de que fueron uno de los motivos de su aislamiento respecto a lo que sucedía en el frente, pues su entorno procuraba por todos los medios que no recibiera visitas de informadores no cualificados.

A las tres de la madrugada, después de despedirme de Hitler y de anunciarle que regresaba a Berlín, cancelé mi partida en el avión del doctor Todt, que iba a despegar cinco horas después.
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Estaba demasiado cansado. Una vez en mi pequeño dormitorio, reflexioné —y qué miembro del entorno de Hitler no haría lo mismo después de conversar dos horas con él— sobre la impresión que podía haberle causado. Me sentí satisfecho: volvía a confiar en levantar las obras que habíamos proyectado conjuntamente, de lo que dudaba a menudo a causa de la situación militar. Aquella noche nuestros antiguos proyectos se hicieron realidad y nos dejamos llevar por un optimismo propio de alucinados.

A la mañana siguiente sonó el teléfono, que me arrancó de un sueño profundo. El doctor Brandt me anunció, muy alterado:

—El doctor Todt ha tenido un accidente de aviación y se ha matado.

A partir de aquel momento todo fue distinto para mí.

Mis relaciones con el doctor Todt se habían ido haciendo más estrechas durante los últimos años. Con él perdía a un colega mayor que yo y más ponderado. Teníamos mucho en común: ambos procedíamos de familias burguesas y acaudaladas, éramos de Badén y habíamos cursado estudios técnicos. Amábamos la naturaleza, la vida en los refugios, las excursiones en esquí…, y compartíamos la misma vehemente aversión hacia Bormann. Todt había tenido serias disputas con él porque con sus carreteras afeaba el paisaje del Obersalzberg. Mi esposa y yo habíamos ido muy a menudo a visitar a los Todt, que vivían en una casa apartada, pequeña y modesta a orillas del Hintersee, en la región de Berchtesgaden. Nadie habría supuesto que el famoso constructor de carreteras y creador de las autopistas pudiera vivir allí.

El doctor Todt era uno de los pocos hombres modestos y sin pretensiones de aquel gobierno. Era una persona de fiar y uno podía estar seguro de que no se dedicaría a intrigar. Dada su mezcla de sensibilidad y moderación, tan frecuente entre los técnicos, no encajaba con los jerarcas del Estado nacionalsocialista. Vivía apartado, solitario, sin contactos personales con los círculos del Partido. Sólo en contadísimas ocasiones se presentaba en las tertulias de Hitler, a pesar de que habría sido muy bien recibido en ellas. Hitler le profesaba un respeto rayano en la admiración, en tanto que Todt había conservado su independencia personal frente a él, aunque fue un leal camarada del Partido desde los primeros años.

En enero de 1941, cuando tuve dificultades con Bormann y Giessler, Todt me escribió una carta excepcionalmente franca que revelaba una postura resignada ante la forma de trabajar de los mandos nacionalsocialistas: «Quizá, si hubiera conocido mis experiencias y los amargos desengaños que he sufrido en mi trato con las personas que en realidad tendrían que haber colaborado conmigo, habría podido usted considerar su experiencia como algo anecdótico, y quizá también le habría servido de alguna ayuda el punto de vista que he ido adquiriendo con el paso del tiempo: que toda actividad halla oposición, y que todo aquel que actúa encuentra rivales y, por desgracia, enemigos, no porque los hombres quieran serlo, sino porque las misiones y las circunstancias concretas llevan a las personas a adoptar distintos puntos de vista. Quizá haya escogido usted, a pesar de su juventud, el mejor camino: librarse de todo esto, mientras que yo no ceso de sufrir con ello».
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En el comedor del cuartel general del
Führer
se discutió vivamente durante el desayuno quién podría suceder al doctor Todt. Todos estaban de acuerdo en que era insustituible. Todt se había ocupado al mismo tiempo de tres Ministerios: tenía rango de ministro como director de las comunicaciones por carretera y también como jefe de canalizaciones, mejoras del suelo y centrales de energía, y además, como delegado de Hitler, era ministro de Armamentos y Munición del Ejército. Aparte de esto, dirigía el departamento de construcción dentro del Plan Cuatrienal de Göring y había creado la Organización Todt, que levantó la Línea Sigfrido y construyó refugios para submarinos en el Atlántico y carreteras en los territorios ocupados, desde el norte de Noruega hasta Francia meridional y Rusia.

Así pues, en los últimos años Todt había reunido las funciones técnicas más importantes. Aunque sus ocupaciones se repartían, a nivel formal, entre varios departamentos, debían reunirse en un futuro Ministerio técnico en el que también se habrían integrado sus cargos de Director General Técnico del Partido y presidente de la asociación de agrupaciones de carácter técnico.

Vi con claridad que se me asignaría una parcela importante del enorme volumen de cometidos de Todt, pues ya en la primavera de 1939, durante su viaje de inspección a la línea Sigfrido, Hitler manifestó que tenía pensado encargarme las obras de las que se ocupaba Todt si le ocurría algo. Más adelante, en el verano de 1940, me recibió oficialmente en su despacho de la Cancillería del Reich para explicarme que, como Todt se sentía abrumado por el exceso de trabajo, había decidido que yo dirigiera las obras de las que él se ocupaba, incluidas las de la costa atlántica. En aquella ocasión pude convencerle de que era mejor que el responsable de aquellas obras y de la provisión de armamentos fuese la misma persona, pues ambas tareas estaban íntimamente relacionadas. Hitler no volvió a hablar del asunto y yo tampoco se lo mencioné a nadie. Aquello no sólo habría podido herir a Todt, sino también perjudicarlo.
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Por tanto, ya estaba mentalmente preparado cuando, a la hora de costumbre —hacia la una de la tarde—, fui el primero al que Hitler llamó. La expresión de Schaub, su asistente en jefe, era solemne. Al contrario que la noche anterior, Hitler me recibió oficialmente como
Führer
del Reich. De pie, serio y con aire formal, aceptó mis condolencias, respondió a ellas con pocas palabras y dijo sin rodeos:

—Señor Speer, lo nombro sucesor a todos los efectos del ministro doctor Todt.

Me sentí consternado. Hitler ya me estaba dando la mano y se disponía a despedirme. Yo, en cambio, creí que se había expresado mal, por lo que respondí que pondría todo mi empeño en sustituir al doctor Todt en las tareas de construcción.

—No; a todos los efectos, y también como ministro de Munición.

—Pero si no entiendo nada de… —traté de objetar.

—Confío en usted —me atajó Hitler—. ¡No tengo a nadie más! ¡Póngase inmediatamente en contacto con el Ministerio y empiece!

—En ese caso,
mein Führer
, va a tener usted que ordenármelo, porque no puedo garantizar que sea capaz de llevar a cabo esta misión.

Hitler me dio brevemente la orden, que acepté en silencio.

Sin añadir ningún comentario personal, lo que había sido habitual hasta entonces entre nosotros, Hitler se dedicó a otra cosa. Me despedí con aquella primera muestra del que iba a ser nuestro nuevo estilo de trabajo. Hasta entonces, Hitler me había mostrado, como arquitecto, un afecto en cierto sentido propio de colegas, pero comenzaba ostensiblemente una nueva fase, y desde el primer minuto estableció la distancia adecuada para una relación oficial con un ministro que estaba a sus órdenes.

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