Por último se puso en pie Funk, ministro de Economía del Reich, y se volvió hacia Milch. Dijo que en el fondo todos estábamos de acuerdo, tal como había demostrado el desarrollo de la sesión. Por lo tanto, sólo faltaba determinar quién iba a ser esa persona.
—¿Quién mejor que usted, querido Milch, que posee la confianza de Göring, nuestro estimado mariscal del Reich? Creo hablar en nombre de todos al rogarle que acepte usted esta misión —terminó, en un tono demasiado patético para aquel círculo.
No había duda de que todo aquello estaba preparado. Mientras Funk continuaba hablando, susurré a Milch al oído:
—La reunión proseguirá en la sala de sesiones del gabinete. El
Führer
quiere hablar sobre mis funciones.
Milch, hombre inteligente y de comprensión rápida, contestó a la propuesta de Funk que se sentía muy honrado por su confianza, pero que no podía aceptar.
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Entonces tomé la palabra por primera vez. Transmití la invitación del
Führer
y dije al mismo tiempo, con firmeza, que la discusión proseguiría el jueves 19 de febrero en mi Ministerio, ya que, a juzgar por las apariencias, el asunto entraba de lleno en mis funciones como ministro. Milch dio por terminada la sesión.
Funk admitió más tarde ante mí que Billy Körner, subsecretario de Göring y su hombre de confianza en el Plan Cuatrienal, lo había apremiado el día antes de la reunión para que propusiera a Milch como apoderado con poder de decisión. Funk daba por seguro que Körner no habría podido decirle aquello sin que Göring lo supiera.
Únicamente la invitación de Hitler pudo hacer comprender a aquellos hombres, habituados a la relación de fuerzas existente hasta entonces, que yo me hallaba en una posición más sólida que mi antecesor al comenzar a ejercer mis funciones.
Hitler tenía ahora que sancionar en público mi actuación. Me llamó a su despacho, hizo que lo informara brevemente de lo ocurrido y me pidió que lo dejara solo unos instantes para tomar unas notas. Después se dirigió conmigo a la sala del gabinete.
Hitler habló durante cerca de una hora. Se extendió en consideraciones sobre la economía de guerra y recalcó la importancia de que se produjera un aumento sustancial en la producción de armamento. Habló de las valiosas fuerzas que había que movilizar en la industria y mencionó el conflicto que tenía con Göring de una manera sorprendentemente franca:
—Este hombre no se puede hacer cargo del armamento dentro del marco del Plan Cuatrienal.
Hitler siguió diciendo que era necesario establecer una separación entre aquella cuestión y el Plan Cuatrienal, y que por ello me la asignaba a mí. A veces se le daba a uno un cargo y luego se le quitaba; son cosas que pasan, continuó. Técnicamente era posible aumentar la producción, pero se habían cometido muchas negligencias. En la cárcel Funk me dijo que Göring, durante el proceso de Nuremberg, había pedido que le entregaran una copia escrita de estas palabras de Hitler, equivalentes a una destitución, para utilizarla como descargo ante la acusación de haber utilizado a trabajadores forzados.
Hitler evitó rozar siquiera el problema de la dirección unificada, y se refirió en exclusiva al armamento del Ejército de Tierra y de la Marina, excluyendo a propósito el aéreo. Como se trataba de una decisión política, y dadas las costumbres del sistema, me guardé muy bien de plantearle aquel punto tan conflictivo. Concluyó su parlamento con una llamada a la buena voluntad de los asistentes: habló de mi capacidad organizativa en el campo de la construcción —cosa que dudo que convenciera a los presentes—, calificó de gran sacrificio personal mi nueva actividad —algo en lo que, viendo lo crítico de la situación, todos debieron de estar de acuerdo— y expresó finalmente la esperanza de que no sólo recibiría todo su apoyo en el desempeño de mi cargo, sino que también sería tratado con honestidad:
—¡Compórtense con él como unos
gentlemen
!—dijo, recurriendo a una palabra que era de lo más inusual en él.
Lo que no hizo fue delimitar con claridad mis cometidos, y eso me pareció bien.
Hitler nunca había presentado antes a un ministro de aquella forma. Incluso en un sistema menos autoritario, semejante debut habría supuesto una valiosa ayuda. En nuestro Estado, las consecuencias resultaron asombrosas incluso para mí: durante mucho tiempo pude moverme en un espacio en cierto modo vacío y desprovisto de toda resistencia, con lo que pude hacer casi todo lo que quise.
Funk, que acompañó conmigo a Hitler al salir de la sala de sesiones, prometió emocionado mientras nos dirigíamos a la residencia del canciller que pondría a mi disposición todo lo que necesitara y que haría cuanto estuviera en su mano para ayudarme. Mantuvo su promesa, salvo pequeñas excepciones.
Bormann y yo estuvimos charlando unos minutos con Hitler en la sala de estar. Antes de retirarse a sus habitaciones, volvió a aconsejarme que confiara en la industria, en la que encontraría a las personas más capaces. Ese pensamiento no era nuevo para mí, pues Hitler había destacado con frecuencia que lo mejor era dejar las grandes tareas directamente en manos de la economía, ya que la burocracia ministerial —que le inspiraba una gran aversión— no hacía sino frenar sus iniciativas. Aproveché para asegurarle, en presencia de Bormann, que tenía la intención de recurrir sobre todo a los técnicos de la industria, pero que para ello era necesario que no se tuviera en cuenta si pertenecían o no al Partido, pues, como era sabido, muchos de aquellos técnicos no estaban afiliados. Hitler se declaró conforme y encargó a Bormann que respetara mis deseos; de este modo, y al menos hasta el atentado del 20 de julio de 1944, mi Ministerio quedó a cubierto de las desagradables comprobaciones de Bormann.
Aquella misma noche hablé abiertamente con Milch, quien me prometió colaborar conmigo en todo y abandonar el espíritu de rivalidad que hasta entonces había marcado la conducta de la Aviación hacia el Ejército y la Marina en cuestión de armamento. En especial durante los primeros meses sus consejos me resultaron imprescindibles, y no tardó en surgir entre nosotros una cordial amistad que todavía perdura.
IMPROVISACIÓN ORGANIZADA
Disponía de cinco días antes de que se celebrara la reunión en el Ministerio. Debía organizar mis ideas en ese lapso de tiempo. Por extraño que pueda parecer, ya tenía una visión clara de lo fundamental. Desde el primer momento fui avanzando como un sonámbulo hacia el único sistema que me permitiría tener éxito en el suministro de armamentos. Es verdad que ya durante los dos años anteriores mi actividad me había permitido ver «muchos errores sistemáticos que no habría podido apreciar de haberlo contemplado todo desde arriba».
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Elaboré un organigrama en cuyas coordenadas verticales se situaban los diversos productos finales, tales como tanques, aviones o submarinos, es decir, el armamento de los tres ejércitos de la Wehrmacht. Alrededor de esas columnas verticales situé varios anillos, cada uno de los cuales representaba un grupo de los suministros necesarios para hacer cañones, tanques, aviones y otros tipos de armas. En esos anillos imaginaba reunida la terminación de las piezas de forja, de los rodamientos o de los equipos electrotécnicos. Acostumbrado, por mi condición de arquitecto, a pensar de forma tridimensional, diseñé el esquema en perspectiva.
El 19 de febrero volvieron a encontrarse, en la antigua sala de sesiones de la Academia de Bellas Artes, los jefes de los departamentos de economía de guerra y de arma mentó. Después de haber hablado durante una hora, tomaron nota sin discusión de mi esquema organizativo, y tampoco se opusieron a un poder que, de acuerdo con lo discutido en la reunión del día 13, me asignaba la dirección unitaria para fabricar armamentos, así que me dispuse a hacer pasar el documento entre los presentes para que lo firmaran: el procedimiento era completamente inusitado en las relaciones entre los departamentos del Reich.
Sin embargo, la impresión causada por el discurso de Hitler seguía surtiendo efecto. El primero en declararse del todo conforme con mi proposición fue Milch, quien firmó enseguida el poder que solicitaba. El resto de los asistentes formuló algunos reparos formales que Milch resolvió gracias a su autoridad. El único en resistirse hasta el último momento fue el almirante Witzell, representante de la Marina, quien dio su consentimiento con reservas.
Al día siguiente me dirigí al cuartel general de Hitler junto con el mariscal Milch, el general Thomas y el general Olbricht, que representaba al capitán general Fromm, para dar cuenta a Hitler del resultado positivo de la reunión y exponerle mis planes organizativos. El se mostró de acuerdo en todo.
A mi regreso, Göring me citó en Karinhall, su finca de caza, enclavada en la zona de Schorfheide, más de setenta kilómetros al norte de Berlín. Después de ver el nuevo Berghof en 1935, Göring hizo construir, en torno a su antigua y modesta casa de cacería, una residencia señorial que superó en tamaño a la de Hitler; la sala de estar tenía las mismas dimensiones que esta, pero la ventana corredera era mayor. A Hitler le disgustó el dispendio; pero su arquitecto había construido una plataforma, adecuada al afán de lujo de Göring, que ahora le servía de cuartel general.
En tales reuniones siempre se perdía todo un valioso día de trabajo. También esta vez, después de llegar puntualmente hacia las once de la mañana tras un largo viaje en automóvil, tuve que pasarme una hora contemplando los cuadros y gobelinos de la sala de recepción de Göring, quien, al contrario que Hitler, no se preocupaba demasiado por sus citas. Se presentó por fin, descendiendo de forma romántico-decorativa de sus aposentos vestido con una bata de terciopelo verde. Nos saludamos con bastante frialdad. Me precedió hasta su sala de trabajo y tomó asiento en su gigantesco escritorio mientras yo me sentaba discretamente frente a él. Göring, muy excitado, se quejó con amargura de que no lo hubiera invitado a la reunión celebrada en la sala del Gabinete y me pasó por encima de la mesa un dictamen del director de sección del Plan Cuatrienal Erich Neumann sobre las consecuencias jurídicas del documento que yo había pergeñado. Con una rapidez que no le habría supuesto a causa de su corpulencia, se puso en pie de un salto y empezó a caminar de prisa de un lado a otro por la espaciosa estancia, fuera de sí. Dijo que sus apoderados eran unos cobardes sin carácter. Al firmar aquel documento se habían subordinado a mí para siempre sin consultar siquiera con él. No me dejó hablar, pero en aquella situación me pareció muy bien. Indirectamente, sus reproches también se dirigían contra mí, pero el hecho de que no se atreviera a censurar mi conducta denotaba la debilidad de su posición. Por fin declaró que no podía aceptar que se socavara de aquel modo su autoridad. Iría enseguida a ver a Hitler y renunciaría a su cargo de «delegado para la realización del Plan Cuatrienal».
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Desde luego, eso no habría significado ninguna pérdida, pues Göring, quien no hay duda de que al principio impulsó con gran energía el plan, en 1942 era considerado una persona letárgica y muy perezosa. Causaba una impresión de inestabilidad cada vez mayor, emprendía arbitrariamente demasiadas cosas a la vez, trabajaba a saltos y por lo general se mostraba muy poco realista.
Por supuesto, Hitler no habría aceptado la dimisión de Göring, lo que habría tenido unas consecuencias políticas que no deseaba, y habría buscado una solución de compromiso, que era justamente lo que había que evitar, pues todo el mundo temía los compromisos de Hitler, que solían constituir unas salidas que no resolvían las dificultades, sino que aún complicaban más la situación.
Sabía que tenía que hacer algo para reforzar el quebrantado prestigio de Göring. Le aseguré que las innovaciones que Hitler deseaba y que sus apoderados generales habían aceptado no menoscabarían de ningún modo su posición. Göring se mostró satisfecho con mis palabras. Yo estaba dispuesto a subordinarme a él y a realizar mis actividades en el marco del Plan Cuatrienal.
Tres días después me presenté de nuevo en la residencia de Göring y le mostré un borrador en el que yo figuraba como «apoderado general para las cuestiones de armamento dentro del Plan Cuatrienal». Göring se mostró conforme, aunque me hizo saber que me había propuesto hacer demasiadas cosas y que sería mejor para mis propios intereses limitar mis objetivos. Dos días más tarde, el 1 de marzo de 1942, Göring firmó un decreto que suponía más para mi autoridad que el documento del 19 de febrero al que ponía objeciones y que me facultaba para «dar al armamento […], en el conjunto de la vida económica, la primacía que le corresponde en caso de guerra».
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El 16 de marzo, poco después de que también Hitler —satisfecho de que las dificultades con Göring se hubieran resuelto— diese su conformidad al acuerdo, comuniqué mi nombramiento a la prensa alemana, a la que facilité una vieja fotografía en la que Göring me ponía amistosamente la mano en el hombro, contento por mi proyecto para su departamento de mariscal del Reich. Con ello quería dar a entender que la crisis de la que ya se comenzaba a hablar en Berlín estaba cerrada. La Oficina de Prensa de Göring me envió una nota de protesta para indicarme que la fotografía y el decreto sólo podían haber sido publicados por él.
Hubo más dificultades. Göring se me quejó de que el embajador italiano le había dicho que, según la prensa extranjera, él —Göring— había sido derrotado por el nuevo ministro. ¡Esas noticias tenían que minar a la fuerza su prestigio en la industria! Puesto que era un secreto a voces que la economía nacional financiaba los grandes gastos de Göring, tuve la sensación de que lo que temía en realidad era que estos beneficios disminuyeran, así que le propuse invitar a los industriales a una reunión en Berlín en la que yo me subordinaría formalmente a él. Mi propuesta le agradó en extremo y le hizo recobrar al instante su buen humor.
Por lo tanto, unos cincuenta industriales recibieron de Göring la orden de presentarse en Berlín. La reunión se inició con un breve discurso mío en el que cumplí mi promesa, mientras que Göring hizo una larga disertación sobre la importancia del armamento. Invitó a los industriales presentes a dedicar todas sus energías a la tarea y siguió con los tópicos consabidos. En cambio, no se pronunció ni a favor ni en contra de mi cometido, que no mencionó en absoluto. En el futuro, la desidia de Göring me permitiría actuar libremente y sin inhibiciones. Aunque estaba celoso de mis éxitos, durante los dos años siguientes apenas hizo intento alguno de interferir en mis actividades.