Dada la mengua de la autoridad de Göring, no me parecieron suficientes los poderes que este me había concedido e hice que poco después, el 21 de marzo, Hitler firmara lo siguiente: «Las exigencias de la economía general alemana han de subordinarse a las necesidades de la economía armamentista». Las costumbres del régimen autoritario hacían que el decreto de Hitler equivaliera a un pleno poder en todo el campo de la economía.
La forma jurídica de nuestra organización era igualmente improvisada. Consideré que la delimitación precisa de mis competencias no me convenía y conseguí evitarla. Por consiguiente, mi actividad podía regirse en cada caso en función de los objetivos y de la capacidad de mis colaboradores. Una formulación concreta de los derechos que se derivaban de mi posición de poder casi ilimitado, reafirmada por el apoyo de Hitler, no habría tenido otra consecuencia que las disputas con otros Ministerios sobre cuestiones jurisdiccionales, sin que se hubiera podido lograr un acuerdo satisfactorio.
Es cierto que estas ambigüedades eran un cáncer en la forma de gobernar de Hitler; pero yo estaba de acuerdo con ellas si me favorecían y siempre que él firmara los decretos que yo le presentaba; sin embargo, cuando no aceptaba ciegamente mis peticiones, y en determinados aspectos dejó de hacerlo muy pronto, me veía sumido en la impotencia o condenado a servirme de la astucia.
En la noche del 2 de marzo de 1942, cerca de un mes después de mi nombramiento, invité a una cena de despedida a todos los arquitectos que trabajaban en el nuevo Berlín. En mi breve discurso les dije que cualquiera puede verse metido un día precisamente en aquello contra lo que ha tratado de resistirse toda la vida. Y que me parecía muy singular que mi nueva ocupación no me resultara del todo extraña, a pesar de que, a primera vista, se encontrara tan alejada de la anterior.
—Desde la época en que estuve en la Escuela Superior —proseguí—, sé muy bien que, si uno quiere comprender las cosas, tiene que dedicarse a ellas a fondo. El hecho de que ahora me centre en los tanques me hará más fácil dedicarme a otros muchos cometidos.
Continué diciendo que de momento había previsto que necesitaría un plazo de dos años para llevar a cabo mi programa. No obstante, esperaba poder regresar antes. Más adelante iba a serme de utilidad mi misión de guerra, pues precisamente los técnicos iban a ser llamados a solucionar los problemas del futuro.
—Y la dirección de la técnica —concluí con cierta exageración— será en el futuro tarea de los arquitectos.
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Con los poderes que Hitler me había otorgado en el bolsillo y con un Göring tranquilo, pude poner en marcha la «autorresponsabilización de la industria» que mi esquema establecía. Aunque hoy se da por cierto que la inesperada y rápida mejora en la producción de armamento se ha de atribuir a este sistema organizativo, sus bases no eran en absoluto nuevas. Tanto el mariscal Milch como mi antecesor, el doctor Todt, habían empezado a encomendar tareas de dirección a los técnicos más notables de las principales fábricas. Sin embargo, el doctor Todt había tomado esta idea de otro: el verdadero promotor de la «autorresponsabilización de la industria» fue Walther Rathenau, el gran organizador judío de la economía de guerra durante la Primera Guerra Mundial. Su idea de que se podía aumentar de manera considerable la producción mediante el intercambio de experiencias técnicas, la división del trabajo entre las distintas fábricas y la tipificación y normalización de los productos lo llevó, ya en 1917, a establecer la tesis de que, bajo estas premisas, «se podría garantizar el doble de producción con las mismas instalaciones y los mismos costes».
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En un rincón del Ministerio de Todt se hallaba un antiguo colaborador de Rathenau que durante la Primera Guerra Mundial había trabajado con él y que más adelante escribió un libro sobre su organización. El doctor Todt obtuvo muchos datos de él.
Constituimos «comisiones principales» para cada tipo de armas y «anillos principales» para los suministros, de tal modo que trece de estas comisiones constituían las columnas de mi organización armamentista, unidas entre sí por un número igual de anillos.
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Organicé también comisiones de desarrollo, constituidas por oficiales del Ejército de Tierra e industriales, cuyo objeto era inspeccionar la producción, introducir mejoras técnicas en ella ya durante los trabajos preliminares y suprimir los pasos innecesarios.
La primera premisa de la racionalización era que los inquietud de Hitler y Göring, que se traducía en súbitos cambios de programa, había obligado a las empresas a asegurarse de tener cuatro o cinco pedidos simultáneos —preferiblemente de distintas secciones de la Wehrmacht—, con el fin de, en caso de que se anulara alguno, poder desplazar su capacidad industrial hacia otro. Además, la Wehrmacht solía hacer pedidos a corto plazo. Por ejemplo, antes de 1942, la petición de municiones aumentaba o disminuía según el consumo, que seguía un ritmo espasmódico a causa de las batallas relámpago, lo que obligaba a las empresas a no dedicarse de manera permanente a producirlas. Nosotros garantizamos los pedidos y procuramos que cada empresa fabricara productos de un mismo tipo.
Estas pequeñas modificaciones consiguieron convertir en un proceso industrial lo que durante los primeros años de la guerra había tenido, en cierto modo, un carácter artesanal. No tardaron en lograrse resultados sorprendentes. Es significativo que eso no sucediera en las industrias que ya antes de la guerra trabajaban de modo racionalizado, como la del automóvil, donde la producción aumentó muy poco. Yo consideraba que mi tarea fundamental consistía en descubrir y analizar los problemas ocultos tras la rutina de los años; su solución la dejaba en manos de los especialistas. Obsesionado por mi misión, no aspiraba a que disminuyeran mis competencias, sino al contrario. El aprecio de Hitler, el sentido del deber, el orgullo, la autoestima…: todo se juntaba. Al fin y al cabo era, con mis treinta y seis años de edad, el ministro más joven del Reich. La «organización industrial» pronto estuvo compuesta por más de diez mil colaboradores y auxiliares, en tanto que en nuestro Ministerio sólo trabajaban 218 funcionarios.
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Esta relación respondía a mi idea de que el trabajo ministerial debía subordinarse a la «autorresponsabilización de la industria».
La rutina de trabajo del Ministerio establecía que la mayor parte de los casos llegaran al ministro a través del subsecretario, quien decidía sobre su importancia siguiendo su propio criterio y efectuaba, en cierto modo, una criba. Yo eliminé este procedimiento y puse bajo mis órdenes directas a más de treinta jefes de la organización de la industria y a diez jefes de sección del Ministerio.
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En principio todos tendrían que entenderse entre ellos; yo me reservé únicamente el derecho a intervenir en las cuestiones importantes o en los casos en que hubiera discrepancia de opiniones.
Nuestro método de trabajo era también poco habitual. Los funcionarios de la burocracia estatal, estancados en su rutina, hablaban despectivamente de un «Ministerio dinámico», de un «Ministerio sin planificación» o de un «Ministerio sin funcionarios». Se me acusó de recurrir a métodos informales o americanos. Al decir que «cuando las competencias se delimitan estrictamente, se incita a la gente a despreocuparse de todo lo demás»,
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lo que hacía era protestar contra la rigidez del sistema burocrático, pero al mismo tiempo me acercaba a las ideas de Hitler sobre una dirección estatal improvisada y conducida por el impulso de un genio.
También fue motivo de enojo uno de los principios de mi gestión de personal: en cuanto inicié mi actividad, como demuestra el protocolo del
Führer
de 19 de febrero de 1942, estipulé que, cuando los directivos ocupasen puestos de importancia, «en caso de que superaran los cincuenta y cinco años de edad, debería nombrarse al mismo tiempo a un suplente que no tuviera más de cuarenta».
Mis organigramas no llegaban a interesar a Hitler. Tuve la impresión de que no le agradaba ocuparse de estas cuestiones; de hecho, en muchos campos se había mostrado siempre incapaz de distinguir entre lo fundamental y lo accesorio. Tampoco le gustaba delimitar claramente las competencias. A veces encargaba a varios departamentos o a distintas personas el mismo cometido o uno muy similar:
—Así— opinaba con satisfacción— se impone el más fuerte.
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Seis meses después de hacerme cargo del Departamento habíamos aumentado mucho la producción en todos los campos que nos habían sido asignados. De acuerdo con el «índice de la producción alemana de armamentos», en el mes de agosto de 1942 se fabricó un 27% más de armas que en febrero del mismo año, un 25% más de tanques y un 97% más —casi el doble— de municiones; el rendimiento total de la producción de armamento aumentó un 59,6%.
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No había duda de que pusimos en movimiento reservas que hasta la fecha no habían sido utilizadas.
A pesar de los bombardeos, que acababan de comenzar, en dos años y medio aumentamos la producción de armamentos desde un promedio de 98 en 1941 a una cifra punta de 322 en julio de 1944. El número de trabajadores, por el contrario, sólo aumentó un 30%, así que conseguimos reducir a la mitad el gasto de trabajo. Se había conseguido exactamente lo que predijo Rathenau en 1917 como efecto de la racionalización: «Doblar la producción con las mismas instalaciones y los mismos costes de trabajo».
Al contrario de lo que se acostumbra afirmar con frecuencia, esos resultados no fueron de ningún modo la obra de un genio. Muchos de los técnicos de mi departamento tenían gran talento organizador y habrían sido sin lugar a dudas más apropiados que yo para llevar a cabo la tarea, pero ninguno de ellos habría podido tener éxito, pues no habrían contado con la confianza que Hitler había depositado en mí. El prestigio y el poder otorgados por el
Führer
lo eran todo.
Más allá de todas las nuevas medidas organizativas, un aspecto decisivo para que se produjeran estos notables incrementos de la producción fue que yo empleara métodos propios de una gestión democrática de la economía. Y es que, por principio, mi sistema implicaba confiar en los responsables de la industria hasta que los hechos dieran motivos para dejar de hacerlo. Así, se recompensaron las iniciativas, se despertó la conciencia de la propia responsabilidad, se suscitó el deseo de tomar decisiones…, cosas que habían sido sofocadas hacía tiempo entre nosotros. Bien es verdad que la presión mantenía en marcha el sistema productivo, pero impedía la espontaneidad. Afirmé que «la industria no nos engaña ni nos roba a sabiendas, ni intenta perjudicar de ningún otro modo a la economía de guerra».
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El Partido se sintió desafiado por mi actitud, como pude comprobar después del 20 de julio de 1944. Fui duramente atacado por todos y tuve que defender mi sistema de la delegación de responsabilidades en una carta a Hitler.
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A partir de 1942, los Estados rivales siguieron una dirección opuesta y en cierto modo paradójica: mientras los americanos, por ejemplo, se veían obligados a disciplinar de forma autoritaria la estructura de la industria, nosotros intentábamos eliminar las trabas de nuestro reglamentado sistema económico. Con el paso de los años, la exclusión de toda crítica hacia las jerarquías superiores había llevado a que los altos mandos no tuvieran en cuenta los fracasos, errores o fallos de planteamiento. Ahora volvía a haber grupos en los que se discutía, se descubrían defectos y errores y se podía hablar sobre la manera de eliminarlos. A menudo decíamos en broma que estábamos tratando de reimplantar el sistema parlamentario.
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Nuestro sistema dio lugar a una de las condiciones necesarias para compensar las flaquezas de un régimen autoritario. Los asuntos importantes ya no se resolvían únicamente según el principio militar, es decir, de abajo arriba y por el conducto reglamentario. Eso sí, era fundamental que a la cabeza de los grupos hubiera personas que permitieran expresar los pros y los contras de cada asunto antes de adoptar una decisión clara y bien fundamentada.
Resulta grotesco que este sistema fuera mirado con reservas por los directores de las empresas, a quienes dirigí una circular para invitarlos a «comunicarme sus necesidades y observaciones con más fluidez que hasta entonces» en cuanto entré en funciones. Esperaba un alud de respuestas, pero no hubo ninguna. Me sentí lleno de desconfianza y creí que no se me permitía el acceso al correo, pero realmente no había llegado nada. Más tarde supe que temían las represalias de los jefes regionales.
La crítica de arriba abajo era más que copiosa, pero su complemento necesario, es decir, la del inferior al superior, era muy difícil de obtener. Después de ser nombrado ministro, a menudo tuve la sensación de estar flotando en el aire, pues mis decisiones nunca topaban con ningún eco crítico.
Debíamos el éxito de nuestro trabajo a miles de técnicos que habían destacado por su alto rendimiento, a los que confiamos secciones completas de la producción de armamento. Eso despertó su dormido entusiasmo; mi estilo poco ortodoxo aumentó su nivel de compromiso. En el fondo, lo que hice fue aprovechar la vinculación muchas veces acrítica del técnico con su tarea. La aparente neutralidad moral de la técnica no dejaba que aflorara la conciencia de lo que hacían. Una de las peligrosas repercusiones de la progresiva tecnificación de nuestro mundo a causa de la guerra era que no permitía a los que trabajaban en él vincularse con las consecuencias de su actividad anónima.
Yo prefería «colaboradores incómodos a peones cómodos»;
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en cambio, el Partido mostraba una profunda desconfianza hacia los especialistas apolíticos. Sauckel, uno de los jerarcas más radicales del Partido, decía que si al principio se hubiera fusilado a unos cuantos directores de empresa, los demás habrían presentado un mejor rendimiento.
Durante dos años fui inatacable. Sin embargo, tras el atentado militar del 20 de julio de 1944, Bormann, Goebbels, Ley y Sauckel se tomaron el desquite. Dirigí entonces una carta a Hitler para decirle que no me sentía lo bastante fuerte para proseguir con mi trabajo si este tenía que ser valorado políticamente.
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