Albert Speer (43 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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—El problema de los transportes es fundamental y hay que solucionarlo. Durante toda mi vida, pero sobre todo el invierno pasado, he tenido que ocuparme de cuestiones decisivas. Y siempre había algún supuesto especialista o algún hombre con autoridad que me decía: «Eso no es posible, no se puede hacer». ¡Pero yo no me puedo contentar con eso! Hay problemas que deben resolverse como sea. Si los mandos son los adecuados, siempre se solucionan y siempre se solucionarán, pero eso no se consigue amablemente. A mí la amabilidad me trae sin cuidado, como tampoco me importa lo que la posteridad pueda decir de los métodos que tengo que emplear. Para mí, la cuestión es sólo una: tenemos que ganar la guerra, o Alemania estará perdida.

Hitler siguió contando cómo había opuesto su voluntad a la catástrofe del invierno anterior y a los generales que pretendían batirse en retirada y pasó a hablar de algunas normas que yo le había recomendado para restablecer el orden en los transportes. Y sin consultar ni hacer entrar siquiera al ministro, que estaba esperando fuera, nombró a Ganzenmüller nuevo subsecretario de Transportes, ya que «había demostrado en el frente que poseía la energía suficiente para restablecer el tráfico en malísimas condiciones».

El ministro de Transportes y su director general Leibbrandt no fueron invitados a participar en la reunión hasta ese momento. Hitler les explicó que se había decidido a intervenir en los transportes porque eran decisivos para obtener la victoria. Y prosiguió con uno de sus típicos argumentos:

—En su día empecé sin nada, como un soldado desconocido en la guerra mundial, y no tuve mi oportunidad hasta que fracasaron todos los que parecían mucho más aptos para el mando que yo. Sólo contaba con mi voluntad, y a pesar de todo conseguí imponerme. Mi biografía demuestra que nunca capitulo. Hay que vencer los problemas de la guerra. Insisto: para mí no existe la palabra «imposible». —Y después repitió, casi a gritos: —¡No existe!

Sólo entonces comunicó al ministro de Transportes que había nombrado nuevo subsecretario de su Ministerio al hasta entonces consejero del ferrocarril; la situación resultó penosa tanto para el ministro como para su nuevo subsecretario, y también para mí.

Hitler hablaba siempre con gran respeto sobre los conocimientos técnicos de Dorpmüller, y precisamente por eso el ministro habría esperado que tratara antes con él la cuestión de su ayudante. Pero era obvio que Hitler (como tantas otras veces, cuando se las veía con expertos en alguna materia) había recurrido a los hechos consumados para evitar una discusión embarazosa. De hecho, Dorpmüller aceptó la humillación sin despegar los labios.

En esa misma ocasión Hitler determinó que Milch y yo actuáramos temporalmente como directores absolutos en lo referente a los transportes. Debíamos ocuparnos de que las exigencias formuladas «fueran satisfechas en el menor tiempo y con el mayor alcance posible». Por fin, Hitler dio por terminada la sesión con estas palabras, capaces de desarmar a cualquiera:

—No debemos perder la guerra por un problema de transportes. ¡Así pues, hay que solucionarlo!
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Y efectivamente, se solucionó. El joven subsecretario empleó medios sencillos para eliminar el atasco, acelerar la circulación y satisfacer las crecientes necesidades del transporte de armamentos. Una comisión directiva de los ferrocarriles se ocupó de impulsar la reparación de las locomotoras dañadas por el invierno ruso; además, las locomotoras, que se construían hasta entonces artesanalmente, pasaron a fabricarse en serie, lo que multiplicó la producción.
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A pesar de que se hacía más armamento, la fluidez de los transportes se mantuvo; por otra parte, la reducción del territorio que ocupábamos también implicaba que se acortaran los trayectos… Finalmente, los ataques aéreos sistemáticos de otoño de 1944 volvieron a convertir los transportes, ya de forma definitiva, en el mayor escollo de nuestra economía de guerra.

Cuando Göring se enteró de que planeábamos incrementar la producción de locomotoras, me hizo acudir a Karinhall y me propuso muy en serio que las hiciéramos de hormigón, ya que no disponíamos del acero suficiente. Dijo que, como las de hormigón no durarían tanto como las de hierro, habría que fabricar más. A pesar de que no sabía muy bien cómo se podría llevar a cabo su propuesta, siguió insistiendo durante meses en su disparatada idea, con la que me hizo perder las dos horas de viaje en coche y otras dos de espera, además de hacerme pasar hambre, pues era raro que en Karinhall se sirviera de comer a los que eran convocados a una reunión: esta era entonces la única restricción que la economía de guerra total había impuesto en casa de Göring.

Volví a visitar a Hitler una semana después del nombramiento de Ganzenmüller, que había dado lugar a sus lapidarias palabras sobre la solución de los problemas de transporte. Fiel a mi idea de que los mandos debían predicar con el ejemplo en una época crítica como aquella, le propuse que los altos cargos del Reich y del Partido dejaran de utilizar sus vagones particulares hasta nueva orden, si bien, desde luego, al decirlo no estaba pensando en él. Hitler eludió la decisión afirmando que eran necesarios en el Este debido a las malas condiciones de alojamiento. Para demostrarle que la mayoría de aquellos coches no circulaban en el Este, sino en el Reich, le mostré una larga lista con los innumerables altos cargos que los utilizaban. Sin embargo, no tuve ningún éxito.
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• • •

Almorzaba a menudo con el capitán general Friedrich Fromm en un reservado del restaurante Horcher. En uno de estos encuentros, a fines de abril de 1942, me dijo que lo único que nos daría alguna posibilidad de ganar la guerra era inventar un arma completamente nueva. Me explicó que estaba en contacto con un grupo de científicos que trabajaban en un arma capaz de destruir ciudades enteras, quizá incluso de poner fuera de combate a todas las Islas Británicas. Fromm me propuso hacerles una visita. Le parecía importante que mantuviéramos una entrevista con ellos.

También el doctor Albert Vögeler, director del principal consorcio alemán del acero y presidente de la Kaiser-Wilhelm-Gesellschaft, me llamó la atención en aquel tiempo sobre la descuidada investigación atómica. Por él me enteré de los escasos medios que el Ministerio de Educación y Ciencia del Reich, lógicamente debilitado por la prioridad de la guerra, dedicaba a investigación. El 6 de mayo de 1942 discutí el asunto con Hitler y le propuse que Göring, como figura representativa, encabezara el Consejo de Investigación del Reich.
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Un mes más tarde, el 9 de junio de 1942, Göring fue designado para el cargo.

Hacia la misma época, los tres representantes de las distintas armas (Milch, Fromm y Witzell) y yo nos reunimos en la Harnackhaus, el centro berlinés de la Kaiser-Wilhelm-Gesellschaft, para hacernos una idea general del estado de la investigación nuclear alemana. Entre otros científicos cuyos nombres ya no recuerdo, se hallaban presentes los futuros premios Nobel Otto Hahn y Werner Heisenberg. Tras algunas disertaciones relativas a distintos campos de investigación, Heisenberg informó «sobre la desintegración atómica y el desarrollo de la máquina de uranio y del ciclotrón».
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Heisenberg se lamentó de que el Ministerio de Educación no se ocupara de fomentar la investigación nuclear, se quejó de la falta de dinero y de materiales y mencionó que la incorporación a filas de los científicos había hecho que la ciencia alemana retrocediera en un campo que años atrás dominaba: los extractos de las revistas científicas americanas permitían presumir que allí se disponía de medios técnicos y económicos más que suficientes para llevar adelante la investigación nuclear. Así pues, era previsible que América nos llevara una ventaja que, dadas las increíbles posibilidades que ofrecía la fisión nuclear, podría llegar a tener tremendas consecuencias.

Después de su conferencia pregunté a Heisenberg cómo podía emplearse la física nuclear para fabricar bombas atómicas. Su respuesta no fue en absoluto alentadora. Dijo que, aunque la solución científica se había encontrado ya, por lo que en teoría nada obstaculizaba la fabricación de la bomba, seguramente tendrían que transcurrir por lo menos dos años para prepararlo todo, y eso siempre que se le prestara toda la ayuda que solicitaba a partir de aquel mismo momento. Heisenberg justificó un plazo tan largo alegando, entre otras razones, que en toda Europa se disponía de un único ciclotrón que estaba en París y que funcionaba aún imperfectamente. Le propuse recurrir a mi autoridad como ministro de Armamentos para construir ciclotrones como los que tenían en Estados Unidos o mayores. Sin embargo, Heisenberg objetó que, con nuestra falta de experiencia, por el momento sólo podríamos preparar un modelo pequeño.

De todos modos, el capitán general Fromm prometió licenciar a unos cien colaboradores científicos, y yo invité a los investigadores a que me indicaran qué medidas había que adoptar para fomentar la investigación nuclear, así como qué materiales y cuánto dinero necesitaban. Pocas semanas después nos pidieron varios cientos de miles de marcos, además de acero, níquel y otros metales restringidos en pequeñas cantidades, así como la construcción de un bunker y algunos barracones, y solicitaron que se diera la máxima prioridad al primer ciclotrón alemán, ya comenzado. Me extrañó la modestia de las peticiones en un asunto tan decisivo, por lo que elevé el dinero a dos millones de marcos y autoricé la entrega del material. Al parecer, de momento no habría servido de nada emplear más cantidades,
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y en cualquier caso me dio la impresión de que la bomba atómica no iba a tener trascendencia en la guerra.

Como conocía la tendencia de Hitler a fomentar proyectos fantásticos mediante exigencias insensatas, fue muy poco lo que le dije el 23 de junio de 1942 acerca de la conferencia sobre la fisión nuclear y de las medidas adoptadas para apoyar la investigación en este campo.
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Obtuvo informes más detallados y optimistas de su fotógrafo Heinrich Hofmann, que tenía amistad con el ministro de Comunicaciones del Reich, Ohnesorge, así como también, muy probablemente, por medio de Goebbels. Ohnesorge se interesaba por la fisión nuclear y, igual que las SS, mantenía un equipo de investigación independiente, dirigido por el joven físico Manfred von Ardenne. La circunstancia de que Hitler no se dirigiera a los responsables directos para informarse, sino que eligiera hacerlo a través de fuentes incompetentes y poco fiables, basadas en rumores, demuestra una vez más su tendencia al diletantismo y su escasa comprensión de lo que representa una investigación científica.

Hitler me habló alguna vez de la posibilidad de fabricar una bomba atómica, pero era evidente que la idea superaba su capacidad de comprensión, igual que se le escapaba el carácter revolucionario de la física nuclear. En las transcripciones que se han conservado de mis conversaciones con Hitler, constituidas por 2.200 puntos, la fisión nuclear sólo aparece una vez, y se trata además muy brevemente. Aunque alguna vez consideró las perspectivas que ofrecía, mi informe sobre la entrevista que había mantenido con los físicos lo ratificó en su decisión de no dedicar un mayor interés al asunto. Es verdad que el profesor Heisenberg no me había respondido de una manera categórica a la pregunta de si, tras lograr una fisión nuclear, esta podría mantenerse con toda seguridad bajo control o si, por el contrario, continuaría ininterrumpidamente, causando una reacción en cadena. Estaba claro que a Hitler no lo entusiasmaba la posibilidad de que la Tierra se convirtiera en una estrella incandescente bajo su dominio. A veces bromeaba con la idea de que los científicos, en su afán obsesivo por descubrir todos los secretos terrenales, llegaran un día a prender fuego al globo. Añadía que de todos modos hasta entonces aún habrían de transcurrir muchos años y que era seguro que él no lo vería.

La reacción de Hitler ante la última imagen de un noticiario cinematográfico sobre el bombardeo de Varsovia en otoño de 1939 confirmaba que no habría vacilado ni un instante en emplear bombas atómicas contra Inglaterra. Estábamos con él y Goebbels en la sala de estar de su residencia berlinesa. Las nubes de humo oscurecían el cielo y los bombarderos se arrojaban en picado sobre sus objetivos. En un crescendo acentuado por las tomas cinematográficas, se podía seguir la trayectoria de las bombas, el ascenso de los aparatos y la nube de explosiones, que adquiría dimensiones gigantescas. Hitler estaba fascinado. El final de la película lo constituía un montaje en el que un avión se precipitaba sobre Gran Bretaña, se veía una enorme llamarada y la isla saltaba en pedazos. El entusiasmo de Hitler era desbordante:

—¡Eso es! —exclamó, arrebatado—, ¡los aniquilaremos!

A propuesta de los físicos nucleares, en otoño de 1942 renunciamos a desarrollar la bomba atómica después de que, al preguntarles nuevamente por los plazos, me explicaran que no se podía contar con finalizarla antes de tres o cuatro años; en ese tiempo, la guerra tenía que estar más que decidida. En su lugar autoricé el desarrollo de un quemador de uranio que generara energía motriz en el que estaba interesada la Marina para emplearlo en los submarinos.

Durante una visita a las fábricas Krupp hice que me mostraran algunos componentes de nuestro primer ciclotrón y pregunté al técnico que lo construía si no podíamos intentar hacer uno mayor. Su respuesta reiteraba lo que ya me había dicho el profesor Heisenberg: nos faltaba experiencia. En verano de 1944, cerca de la clínica de la Universidad de Heidelberg, pude ver cómo se desintegraba un núcleo atómico en nuestro primer ciclotrón. El profesor Walter Bothe me informó de que este aparato nos permitiría realizar progresos médicos y biológicos. Me di por satisfecho.

A consecuencia del bloqueo de las importaciones de volframio de Portugal, en el verano de 1943 nos vimos amenazados por una crisis en la producción de municiones en las que se empleaban aleaciones de este metal, por lo que ordené reemplazarlo por uranio,
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autorizando el empleo de unas 1.200 toneladas de nuestras reservas, lo que demuestra que ya entonces tanto mis colaboradores como yo habíamos abandonado la idea de fabricar bombas atómicas.

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Quizá habría sido posible tener lista la bomba atómica en 1945, pero para ello habría sido indispensable que se hubieran puesto a nuestra disposición, con el tiempo suficiente, unos medios técnicos, económicos y personales similares a los dedicados al desarrollo de los misiles. Desde este punto de vista Peenemünde no sólo fue nuestro mayor proyecto, sino también el más fallido.
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