Asuntos urgentes reclamaron mi presencia en Berlín. Poco después fue relevado de su cargo el comandante en jefe de los ejércitos del Cáucaso, a pesar de que Jodl lo defendió con energía. Cuando unos quince días después regresé al cuartel general, Hitler se había enemistado con Keitel, Jodl y Halder. No les daba la mano para saludarlos ni participaba en las comidas comunes. Desde entonces y hasta el fin de la guerra se hizo servir la comida en su bunker, al que ya sólo invitaba a algún elegido de vez en cuando. Las relaciones de Hitler con el entorno militar se habían roto para siempre.
¿Se debía sólo al fracaso de una ofensiva en la que había puesto tantas esperanzas? ¿O quizá, por primera vez, presentía un cambio general? Puede que se mantuviera alejado de sus oficiales porque ya no se habría sentado entre ellos como un triunfador, sino como un fracasado. Además, seguramente se le habían agotado las ideas que exponía ante aquel círculo extrayéndolas de su mundo de diletante, y a lo mejor también percibió que su magia le había fallado por primera vez.
Hitler no tardó en tratar con más amabilidad a Keitel, que, muy preocupado, lo había estado rondando varias semanas, mostrando la máxima diligencia. Las aguas también volvieron a su cauce con Jodl, quien, de acuerdo con su manera de ser, no había manifestado reacción alguna. Pero el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, el capitán general Halder, tuvo que marcharse. Halder era un hombre sereno e introvertido que posiblemente no estaba a la altura del dinamismo vulgar de Hitler y siempre parecía algo desamparado. Su sucesor, Kurt Zeitzler, era todo lo contrario: directo, insensible y vocinglero. No respondía al tipo de militar capaz de pensar por sí mismo y es posible que encarnara justo lo que quería Hitler: un «ayudante» de confianza que, como le gustaba decir, «no pierda el tiempo reflexionando sobre mis órdenes, sino que se ocupe de cumplirlas con decisión». Posiblemente por eso no lo eligió entre los militares de alta graduación; Zeitzler tenía un rango menor, y fue ascendido dos grados para ocupar su nuevo destino.
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Después del nombramiento del nuevo jefe del Estado Mayor, Hitler me permitió asistir a las reuniones estratégicas que se celebraban para analizar la situación, en las que al principio yo era el único civil.
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Podía tomármelo como una prueba especial de que estaba satisfecho con mi trabajo, para lo que, desde luego, tenía todos los motivos, dado el incremento incesante de las cifras de producción. Sin embargo, no me habría dado ese permiso si hubiese temido que las objeciones o las disputas mermaran su prestigio ante mí. La tormenta se había aplacado y Hitler había vuelto a dominarse.
La «gran sesión» tenía lugar cada día alrededor de las doce y solía durar de dos a tres horas. Hitler era el único que se sentaba ante la gran mesa de mapas, en una sencilla butaca de mimbre. Alrededor de la mesa, en pie, se situaban los oficiales del Alto Mando de la Wehrmacht, los del Estado Mayor del Ejército de Tierra y los de enlace de la Aviación, de la Marina, de las Waffen-SS y de Himmler; por lo general, se trataba de rostros jóvenes y simpáticos, normalmente con el grado de comandante o coronel. Entre ellos, sin ceremonia alguna, se situaban Keitel, Jodl y Zeitzler. A veces también participaba Göring, quien, como distinción especial o a causa de su corpulencia, se sentaba en un taburete acolchado al lado de Hitler.
Unas lámparas de oficina con largos brazos extensibles iluminaban los mapas. En primer lugar se deliberaba sobre el frente oriental. Se ponían ante Hitler tres o cuatro mapas del Estado Mayor formados por varios pedazos, cada uno de ellos de unos 2,50 x 1,50 metros, en los que figuraban los avances del día anterior, incluso las operaciones de reconocimiento, y casi todas las indicaciones eran explicadas por el jefe del Estado Mayor. Los mapas iban siendo desplazados fragmento a fragmento, de manera que Hitler, que iba anotando las modificaciones respecto a la víspera, tuviera siempre delante el sector del que se hablaba. La preparación diaria de las conferencias, en las que se dedicaban una o dos horas al frente oriental y bastante más rato a los acontecimientos importantes, si los había, representaba un enorme esfuerzo para el jefe del Estado Mayor y sus oficiales, que tenían cosas más importantes que hacer. Yo, profano en la materia, me asombraba al ver cómo Hitler decidía objetivos, desplazaba divisiones o se ocupaba de uno u otro detalle.
En tales ocasiones, al menos todavía en 1942, parecía aceptar con calma los reveses graves; en todo caso, nunca manifestaba reacciones extremas: trataba de mantener la imagen del jefe imperturbable. Solía recalcar que su experiencia en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial lo había familiarizado más con los asuntos bélicos de lo que lo habría hecho la escuela de altos mandos, con todos sus asesores militares. No hay duda de que esto era cierto en algunos aspectos; sin embargo, muchos oficiales opinaban que precisamente esta «perspectiva de trinchera» le impedía tener la visión general que la jefatura requería, y que sus conocimientos de detalle, en su caso los propios de un cabo, eran más bien un estorbo. El capitán general Fromm, en el estilo lacónico que lo caracterizaba, decía que un civil podría haber sido un comandante en jefe mucho mejor que un cabo que además nunca había luchado en el Este, por lo que era incapaz de comprender los problemas especiales que presentaba aquel frente.
Hitler procedía como un «zapatero remendón» de lo más mezquino. A ello hay que añadir la desventaja de que los mapas sólo permiten deducir de manera insuficiente la naturaleza del terreno. A principios del verano de 1942 ordenó utilizar los primeros seis tanques
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, de los que esperaba mucho, como siempre que aparecía un arma nueva. Nos anticipó imaginativamente cómo los cañones antitanque rusos de 7,7 cm, que perforaban el blindaje de nuestros Panzer IV incluso a gran distancia, dispararían en vano proyectil tras proyectil, y cómo finalmente los
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terminarían arrollando sus cañones. El Estado Mayor le hizo notar que el subsuelo pantanoso que había a ambos lados de la carretera elegida imposibilitaría toda evolución táctica de los tanques. Pero Hitler rechazó de plano esta objeción y se inició el primer ataque de los
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. Todo el mundo esperaba ansioso el resultado y yo también estaba un poco nervioso, pero la prueba general no llegó a producirse. Los rusos dejaron tranquilamente que los tanques pasaran ante su puesto de cañones antitanque y después dio de lleno al primero y al último en el costado, donde el blindaje era más ligero. Los cuatro restantes quedaron inmovilizados porque no podían avanzar ni retroceder, ni tampoco escapar por los lados a causa del suelo pantanoso, y pronto estuvieron también fuera de combate. Hitler no dijo nada sobre aquel fracaso total, ni entonces ni nunca.
El capitán general Jodl exponía la situación del escenario occidental de la guerra, que entonces todavía se desarrollaba en África, después del análisis del frente oriental. También aquí Hitler tendía a entrometerse en todos los detalles. Rommel provocó en distintas ocasiones su enojo, pues a veces se pasaba varios días facilitando informes muy vagos sobre sus movimientos, es decir, encubriéndolos frente al cuartel general, para después lucirse por sorpresa con una posición distinta. Hitler, que sentía un afecto personal por Rommel, se lo toleraba, aunque a disgusto.
Jodl, en su calidad de jefe de la plana mayor de la Wehrmacht, tendría que haber sido en realidad el coordinador de los distintos escenarios bélicos, título que Hitler se había arrogado aunque no lo ejerciera, por lo que Jodl en el fondo no tenía ninguna tarea definida. Con el fin de tener al menos un campo de actividad, la plana mayor de la Wehrmacht se hizo cargo de la dirección independiente de cada uno de estos escenarios, así que de hecho había dos estados mayores y Hitler actuaba como arbitro entre ellos, cosa que respondía al principio de la competencia al que ya he aludido varias veces. Cuanto mas crítica se volvía la situación, más duramente disputaban entre sí los dos estados mayores para que se trasladaran más divisiones del Este al Oeste, o viceversa.
Tras exponerse la situación del Ejército de Tierra, de la Marina y aérea, se pasaba a informar concisamente sobre los sucesos de las últimas veinticuatro horas, tarea de la que solía encargarse un oficial de enlace o algún asistente del arma de que se tratara, aunque alguna vez lo hacía el comandante en jefe correspondiente. Los ataques contra Inglaterra y los bombardeos de las ciudades alemanas se trataban con brevedad, al igual que los últimos éxitos en la guerra submarina. Hitler dejaba amplísima libertad a sus comandantes en jefe para dirigir las batallas aéreas y navales y, al menos en aquel tiempo, intervenía en ellas en contadas ocasiones y sólo como asesor.
Acto seguido, Keitel presentaba a Hitler algunos documentos para que los firmara. Por lo general se trataba de «órdenes de garantía», en parte temidas y en parte objeto de burla, que tenían el objeto de cubrirlo a él o a otra persona de futuros reproches. En aquella época califiqué este procedimiento de intolerable abuso de la firma de Hitler, puesto que de ese modo adquirían forma de orden unas ideas e intenciones totalmente incompatibles, lo que generaba un embrollo inextricable.
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La habitación donde tenían lugar aquellas reuniones era relativamente pequeña, teniendo en cuenta que acudía a ellas bastante gente, y por lo tanto el aire enseguida se viciaba, lo que a mí, como a la mayoría, me adormecía. Había un dispositivo para renovar el aire, pero Hitler opinaba que producía una «sobrepresión» que daba dolor de cabeza y lo embotaba, y por eso sólo funcionaba antes y después de las reuniones. Por otra parte, la ventana solía estar cerrada y las cortinas corridas aunque el tiempo fuera excelente. Todo esto hacía que la atmósfera estuviera muy cargada.
Yo había esperado que durante las conferencias estratégicas reinara un silencio respetuoso, y me sorprendió que los oficiales a los que no les tocaba participar conversaran entre ellos, aunque lo hacían en voz baja. También era frecuente que durante la reunión se formara un grupo en el fondo que charlaba sin tener en cuenta la presencia de Hitler. Todas aquellas conversaciones secundarias hacían que hubiera un murmullo continuo que a mí me habría puesto nervioso, pero a Hitler sólo lo molestaba que las voces subieran de tono, y bastaba que levantara la cabeza desaprobadoramente para que el ruido disminuyera.
Más o menos desde otoño de 1942, había que tener mucho cuidado si se querían manifestar opiniones contrarias a las de Hitler respecto a asuntos de importancia durante aquellas reuniones. Aún permitía las objeciones de terceras personas, pero no de los que pertenecían a su entorno habitual. Cuando trataba de convencer a alguien, comenzaba a divagar y procuraba generalizar tanto como podía. Apenas dejaba hablar a sus interlocutores. Si en el transcurso de la discusión surgía un punto controvertido, solía escurrirse con gran habilidad y el asunto quedaba aplazado. Decía que los jefes militares no estaban dispuestos a ceder en presencia de los oficiales de su plana mayor. Es posible que también contara con sacar más partido de su magia personal y su poder de convicción en una entrevista privada. Como por teléfono estas dos cualidades tenían menos efecto, Hitler mostró siempre una manifiesta aversión a mantener discusiones telefónicas importantes.
Además de la «gran sesión», después se celebraba una «sesión de tarde» en la que un joven oficial del Estado Mayor se entrevistaba a solas con Hitler y le exponía la evolución de las últimas horas. A veces Hitler hacía que lo acompañara en ellas después de comer juntos. Sin duda se mostraba mucho más relajado entonces que durante la «gran sesión». La atmósfera resultaba mucho más respirable.
El entorno de Hitler tenía su parte de culpa en el hecho de que este se convenciera cada vez más de que tenía facultades sobrehumanas. Ya al mariscal Blomberg, el primer y último ministro de Guerra del Reich de Hitler, se había dedicado a ensalzar su extraordinario genio estratégico. Incluso alguien que tuviera una personalidad más controlada y modesta que él habría perdido la capacidad de juzgarse a sí mismo a causa de los continuos himnos de alabanza y de los atronadores aplausos que recibía.
Por su manera de ser, a Hitler le gustaba aceptar consejos de personas que vieran las cosas aún con más optimismo e ilusión que él. Ese solía ser el caso de Keitel. Siempre que Hitler adoptaba una resolución que los oficiales aceptaban sin expresar asentimiento, sólo con un ostensible silencio, Keitel trataba de apoyarlo con convicción. Siempre estaba cerca de él y se había rendido por completo a su influencia. A lo largo de los años, este general honorable y sólidamente burgués se había convertido en un criado servil, hipócrita y sin instinto. En el fondo, a Keitel lo hacía sufrir su propia debilidad. La inutilidad de iniciar cualquier discusión con Hitler lo había llevado a prescindir de sus propias opiniones. Por otra parte, si las hubiese defendido con firmeza, Hitler lo habría sustituido por otro Keitel.
Cuando, en 1943-1944, Schmundt, ayudante en jefe de Hitler y jefe de personal del Ejército, intentó con muchos otros que Keitel fuera sustituido por el enérgico mariscal Kesselring, Hitler contestó que no podía prescindir de él, pues le era «fiel como un perro». Quizás Keitel fuera la encarnación más perfecta del tipo de hombre que Hitler necesitaba a su lado.
También eran raras las ocasiones en que el capitán general Jodl contradecía abiertamente a Hitler. Solía proceder de un modo estratégico. Por lo general se guardaba sus propias opiniones, puenteando así las situaciones difíciles, pero sólo para conseguir más tarde que Hitler modificara su actitud, llegando incluso a hacer que rectificara resoluciones ya adoptadas. Las palabras despectivas con que a veces aludía a Hitler demostraban que había logrado conservar una visión relativamente clara de los acontecimientos. Los subordinados de Keitel, como por ejemplo su representante, el general Warlimont, difícilmente iban a tener más coraje que él. Al fin y al cabo, Keitel no los defendía cuando Hitler los atacaba. En ocasiones, mediante insignificantes adiciones que Hitler no acertaba a comprender, conseguían revocar órdenes claramente contraproducentes. Bajo la dirección del sumiso y dependiente Keitel, el Alto Mando de la Wehrmacht tenía que recurrir a toda clase de rodeos para poder llegar a su meta.