Albert Speer (81 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Mi visita a Danzig me llevó al cuartel general de Himmler, comandante en jefe del Grupo de Ejércitos del Vístula. Lo había instalado en Deutsch-Krone, en un tren especial muy bien acondicionado. Por casualidad oí que hablaba por teléfono con el general Weiss; Himmler atajaba con toda clase de estereotipos los argumentos del general para abandonar una posición perdida:

—Le he dado una orden. Responde usted con su cabeza. Si perdemos la posición, tendrá que rendirme cuentas personalmente.

Sin embargo, cuando al día siguiente visité al general Weiss en Preussisch-Stargard, supe que la posición había sido abandonada durante la noche. Weiss no se mostró en absoluto intimidado por las amenazas de Himmler.

—No pienso exponer a mis tropas a unas exigencias que es imposible cumplir y que costarían cientos de bajas. Sólo hago lo que es posible.

Las amenazas de Hitler y de Himmler empezaban a perder efecto. También durante aquel viaje hice que el fotógrafo del Ministerio registrara las interminables columnas de refugiados que, presos de un pánico silencioso, se dirigían hacia el Oeste, y Hitler volvió a negarse a mirar las fotos. Sin enojo, más bien con resignación, las dejó tan lejos de sí como pudo sobre la gran mesa de mapas.

Durante mi viaje a la Alta Silesia conocí de cerca al capitán general Heinrici, en quien vi a un hombre sensato, y trabajé en estrecha colaboración con él durante las últimas semanas de la guerra. A mediados de febrero decidimos que las instalaciones ferroviarias que en el futuro deberían utilizarse para transportar carbón hacia el Sudeste debían ser respetadas. Juntos visitamos una mina en Ribnyk. Las tropas soviéticas dejaban que siguiera funcionando, a pesar de que se encontraba en las inmediaciones del frente; también el enemigo parecía respetar nuestra política de no destrucción. Los obreros polacos se habían acomodado al giro de la situación y trabajaban a pleno rendimiento gracias a nuestra promesa de conservar la mina intacta si renunciaban al sabotaje.

A primeros de marzo me trasladé a la cuenca del Ruhr con el fin de averiguar las medidas que exigían allí el inminente final y la futura reconstrucción. Los medios de transporte eran lo que más preocupaba a los industriales: aunque se conservaran intactas las minas de carbón y las acerías, si se destruían los puentes quedaría interrumpido el ciclo del carbón, acero y laminado. Por ello, el mismo día de mi llegada fui al ver al mariscal Model.
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Me contó muy excitado que Hitler acababa de ordenarle que atacara con unas divisiones determinadas al enemigo en su flanco de Remagen y que recuperara el puente. En tono resignado, dijo:

—Al haber perdido las armas, estas divisiones carecen de toda fuerza combativa y su importancia militar es inferior a la de una compañía. Como siempre, en el cuartel general no tienen ni idea. Luego, naturalmente, me echarán a mí la culpa del fracaso.

El mal humor que le habían provocado las órdenes de Hitler hizo que Model prestara atención a mis propuestas. Me aseguró que durante la lucha en la cuenca del Ruhr se respetarían los insustituibles puentes del sector y en especial las instalaciones ferroviarias.

A fin de reducir en lo posible la destrucción de puentes, tan comprometedora para el futuro, acordé con el capitán general Guderian
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redactar un decreto fundamental básico sobre «Medidas destructivas en territorio propio» para prohibir cualquier voladura que «impidiera el abastecimiento de la población». Las destrucciones se limitarían al mínimo indispensable, procurando que las interrupciones de servicio así causadas pudieran restablecerse fácilmente. Guderian aceptó dictar esta disposición, bajo su propia responsabilidad, para que se aplicara en el frente oriental; cuando trató de convencer al capitán general Jodl, a cuyo mando estaba al frente occidental, para que firmara también el decreto, no tuvo más remedio que enviárselo a Keitel, quien tomó el borrador y dijo que lo discutiría con Hitler. El resultado era de prever: en la siguiente reunión estratégica, este ratificó las severas órdenes de destrucción vigentes y se mostró muy irritado por la actitud de Guderian.

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A mediados de marzo volví a presentarle a Hitler una memoria en la que le daba sin ambages mi opinión sobre las medidas que había que aplicar en aquel momento. Sabía muy bien que mi escrito violaba todos los tabúes que él había impuesto durante los últimos meses. Sin embargo, pocos días antes había convocado a todos mis colaboradores de la industria a una reunión en Bernau y en ella les dije que respondía con mi cabeza de que, aunque la situación militar siguiera empeorando, de ningún modo serían destruidas las industrias. Al mismo tiempo, envié una circular a todas mis delegaciones en la que les ordenaba que se abstuvieran de destruir nada.
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A fin de conseguir que Hitler leyera la memoria, en la primera página empleé el tono habitual, empezando con un informe sobre la producción de carbón. Sin embargo, ya en la segunda página el presupuesto para armamentos aparecía en el último lugar de una lista que encabezaban las necesidades de la población civil: alimentos, servicios, gas y electricidad.
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La memoria seguía diciendo que, «con toda seguridad, cabía esperar el hundimiento definitivo de la economía alemana» en unas cuatro u ocho semanas, después de las cuales «la guerra tampoco podría proseguir en el terreno militar». Luego, con una alusión directa a Hitler, decía: «Nadie puede pretender que el destino del pueblo alemán esté ligado a su destino personal». Durante aquellas últimas semanas de la guerra, el deber más honroso del Gobierno tenía que ser «ayudar al pueblo en todo lo posible». Y concluía con estas palabras: «En esta fase de la guerra, no tenemos ningún derecho a provocar destrucciones que puedan afectar a la vida del pueblo».

Hasta aquel momento había combatido los propósitos devastadores de Hitler escudándome tras el hipócrita optimismo de la línea oficial y arguyendo que las industrias no debían ser destruidas, a fin de que «pudieran volver a utilizarse a la mayor brevedad posible cuando fueran recuperadas». Hitler difícilmente podía oponerse a este argumento. Por el contrario, ahora le decía por primera vez que había que conservar el potencial industrial «aun en el caso de que no pareciera posible reconquistarlo. […] De ningún modo la actividad militar en nuestra patria puede consistir en destruir tantos puentes que, con los medios limitados de la posguerra, hagan falta años para reconstruir la red de comunicaciones […]. Su destrucción supone anular las posibilidades de supervivencia del pueblo alemán».
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Esta vez no me atreví a entregar mi memoria a Hitler sin tomar ciertas medidas. Era demasiado imprevisible y podía reaccionar con precipitación. Por lo tanto, di las veintidós páginas de mi escrito al coronel Von Below, mi oficial de enlace en el cuartel general del
Führer
, y le recomendé que se lo presentara en el momento más oportuno. Después le pedí a Julius Schaub, asistente personal de Hitler, que le solicitara una foto con su dedicatoria personal con motivo de mi cuadragésimo cumpleaños. Yo era el único de los colaboradores cercanos de Hitler que no se la había pedido aún en doce años. Ahora, al final de su dominio y de nuestras relaciones personales, quería darle a entender que, aunque me oponía a él y en mi escrito constataba abiertamente la derrota, seguía venerándolo como siempre y daba valor a la distinción que suponía una foto dedicada. De todos modos, me sentía inseguro y dispuse todo lo necesario para situarme lejos de su alcance en cuanto hubiera entregado la memoria. Aquella misma noche quise trasladarme en avión a Königsberg, amenazada por los ejércitos soviéticos; el pretexto me lo brindaba la habitual entrevista con mis colaboradores para evitar destrucciones innecesarias, y también quería despedirme de ellos.

Finalmente, la noche del 18 de marzo acudí a la reunión estratégica para quitarme aquel papel de encima. Desde hacía algún tiempo, las reuniones ya no se celebraban en el suntuoso despacho que yo diseñara siete años antes. Hitler las había trasladado definitivamente a su pequeño gabinete del bunker subterráneo. Con melancólica amargura me dijo:

—Sabe, señor Speer, su hermosa arquitectura ya no resulta un marco adecuado para las reuniones estratégicas.

El tema que debíamos tratar en la reunión del 18 de marzo era la defensa del territorio del Sarre, duramente hostigado por el ejército de Patton. Como había sucedido en el caso de los yacimientos rusos de manganeso, Hitler se volvió hacia mí en busca de apoyo:

—¡Dígales usted mismo a estos señores lo que supondría la pérdida del carbón del Sarre!

Se me escapó esta frase espontáneamente:

—Eso no haría sino acelerar la derrota.

Nos miramos fijamente, estupefactos y desconcertados. Yo estaba tan asombrado como Hitler. Tras un embarazoso silencio, cambió de tema.

Aquel mismo día, el mariscal Kesselring, comandante en jefe del frente occidental, informó de que la población entorpecía en gran medida la lucha contra el avance de las tropas americanas. Al parecer, era cada vez más habitual que la gente no dejara entrar a las tropas alemanas en los pueblos. Los oficiales recibían presiones para que los lugares no fueran destruidos con acciones de guerra. La tropa accedía en muchos casos a aquella desesperada petición. Sin reflexionar ni un momento sobre las consecuencias, Hitler se volvió hacia Keitel y le ordenó que cursara una orden al comandante en jefe del frente occidental y a los jefes regionales para que toda la población fuera evacuada por la fuerza. Diligentemente, Keitel se sentó enseguida a una mesa que había en el rincón y se dispuso a redactar la orden.

Uno de los generales presentes trató de persuadir a Hitler diciendo que sería imposible evacuar a cientos de miles de personas. No disponíamos de trenes. Hacía tiempo que las comunicaciones estaban cortadas. Hitler permaneció impasible.

—¡Pues que vayan andando! —replicó.

Tampoco eso era posible, insistió el general. Para ello se necesitarían abastecimientos. La columna tendría que ser dirigida a través de zonas poco pobladas. Además, la gente no disponía de calzado adecuado. Sin embargo, no pudo terminar. Imperturbable, Hitler le dio la espalda.

Keitel había escrito un borrador de la orden y se lo leyó a Hitler, quien lo aprobó. La orden decía así: «La presencia de población civil en los sectores amenazados por el enemigo es tan gravosa para los combatientes como para la propia población. Por lo tanto, el
Führer
ordena lo siguiente: la zona occidental del Rin, es decir, el Palatinado del Sarre, deberá ser inmediatamente evacuada de todos sus pobladores por detrás de la línea del frente. […] La población deberá ser dirigida hacia el Sudeste, al sur de la línea de Sankt Wendel-Kaiserslautern-Ludwigshafen. Los detalles serán resueltos por el Grupo de Ejércitos G, de acuerdo con los jefes regionales. Los jefes regionales recibirán idénticas instrucciones del jefe de la cancillería del Partido. Firmado: mariscal general Keitel, Jefe del Alto Mando de la Wehrmacht».
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Nadie protestó cuando Hitler concluyó diciendo:

—Ya no podemos ser considerados con la población.

Abandoné la habitación con Zander, el enlace de Bormann ante Hitler. Zander estaba desesperado.

—¡Pero eso no puede ser! ¡Va a provocar una catástrofe! ¡No hay nada preparado!

Impulsivamente, le dije que suspendería mi vuelo a Königsberg y que aquella misma noche saldría hacia el Oeste.

La reunión había terminado. Era más de medianoche y había llegado mi cuadragésimo cumpleaños. Pedí a Hitler que me permitiera hablar con él un instante. Hitler llamó al criado:

—Vaya a buscar el retrato que he firmado.

A continuación me entregó el estuche rojo de piel con la insignia grabada en oro en el que solía hacer entrega de su retrato en un marco de plata, al tiempo que me felicitaba cordialmente. Le di las gracias y dejé el estuche encima de la mesa para sacar la memoria. Entretanto, Hitler me decía:

—Últimamente me cuesta mucho trabajo escribir, aunque sólo sean unas palabras. Ya sabe cómo me tiembla la mano. A veces casi no puedo acabar de firmar. Lo que le he escrito me ha salido bastante ilegible.

Al oír esto abrí el estuche para leer la dedicatoria. Realmente, apenas era legible, pero estaba redactada con extraordinaria afabilidad y en ella me daba las gracias por mi trabajo y me aseguraba su firme amistad. Ahora me resultaba difícil entregarle a cambio aquella memoria en la que hacía constar de forma palmaria el derrumbamiento de la obra de su vida.

Hitler la cogió en silencio. Con el fin de suavizar la tensión del momento, le dije que aquella misma noche pensaba salir hacia el Oeste. Luego me despedí. Cuando estaba pidiendo por teléfono, desde el propio bunker, el coche y el chófer que necesitaba, Hitler me mandó llamar de nuevo.

—Lo he pensado mejor: es preferible que coja uno de mis coches y que le lleve Kempka, mi chófer.

Yo me resistí con algunos pretextos. Por fin, accedió a que usara mi coche, pero con la condición de que lo condujera Kempka. Me sentí un poco intranquilo, pues se había desvanecido la cordialidad con la que Hitler casi me había fascinado al entregarme el retrato. Me despidió visiblemente contrariado. Yo estaba ya en la puerta cuando, como si no quisiera darme ocasión de responder, me dijo:

—¡Esta vez contestaré a su memoria por escrito! —Tras una breve pausa, añadió en tono glacial: —Si la guerra se pierde, también el pueblo estará perdido. No es necesario pensar en lo que precisará el pueblo para sobrevivir. Al contrario, es mejor destruir incluso esto, porque este pueblo ha demostrado ser el más débil, y el futuro pertenece en exclusiva a los más fuertes del Este. ¡Los que queden después de esta lucha no serán más que subhombres, pues los buenos han caído ya!
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Cuando me encontré sentado al volante de mi coche, respirando el aire frío de la noche, con el chófer de Hitler a mi lado y el teniente coronel Von Poser, mi oficial de enlace con el Estado Mayor, en el asiento de atrás, respiré aliviado. Había convenido con Kempka que conduciríamos por turnos. Era ya la una y media de la madrugada y, si queríamos recorrer los 500 kilómetros de autopista que nos separaban del cuartel general del comandante del frente occidental, situado en Nauheim, antes de que se hiciera de día y aparecieran los bombarderos, teníamos que darnos prisa. Sintonizamos en la radio la emisora que transmitía para los cazas nocturnos e íbamos siguiendo con exactitud la posición de las escuadrillas enemigas en el plano cuadriculado que sosteníamos sobre las rodillas: «Cazas nocturnos en la zona… Varios “mosquitos” en la zona… Cazas nocturnos en la zona…». Cuando los aviones enemigos se acercaban a nosotros, aminorábamos la marcha y avanzábamos despacio por el arcén con las luces de posición, y en cuanto nuestro sector quedaba despejado, encendíamos los potentes faros Zeiss, las luces antiniebla y el foco orientable y nos lanzábamos por la autopista a toda velocidad, haciendo rugir el compresor. Aun así, la mañana nos sorprendió en ruta. Afortunadamente, las nubes bajas habían hecho cesar la actividad aérea. Al llegar al cuartel general me retiré a descansar unas horas.
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