—No quiero relevarlo del cargo. Pero insisto en que se tome inmediatamente un descanso por enfermedad.
Yo no cedí:
—No puedo conservar mi responsabilidad como ministro y dejar que otro actúe en mi nombre. —En un tono algo más conciliador, casi apremiante, añadí: —No puedo,
mein Führer
.
Era la primera vez que me dirigía a él con este tratamiento, pero no se mostró conmovido:
—No tiene alternativa. ¡No me es posible relevarlo del cargo! —Esbozando a su vez un gesto de debilidad, prosiguió: —Por motivos de política interior y exterior, no puedo prescindir de usted.
Envalentonado, repliqué:
—Me es imposible tomarme un permiso. Mientras esté en el cargo, dirigiré el Ministerio. ¡No estoy enfermo!
Hubo una larga pausa. Hitler se sentó. Yo hice lo mismo, aun sin haber sido invitado. En un tono más tranquilo, dijo:
—Speer, si pudiera usted convencerse de que la guerra no está perdida, podría permanecer en el cargo.
Gracias a mis memorias, y seguramente también por el informe de Bormann, estaba enterado de mi forma de ver la situación y de afrontarla. Era evidente que intentaba obligarme a hacer una declaración que en lo sucesivo me impidiera divulgar las verdaderas circunstancias a otras personas.
—Usted sabe que no puedo convencerme de eso. La guerra está perdida —respondí con sinceridad y sin ánimo de desafiarlo.
Hitler se puso nostálgico y me habló de las situaciones difíciles que había atravesado, en las que todo parecía perdido y que, sin embargo, había conseguido dominar a fuerza de tesón, energía y fanatismo. De una forma que se me antojó interminable, se dejó llevar por los recuerdos de su época de lucha; el invierno de 1941-1942, la amenaza de catástrofe que pesaba sobre los transportes e incluso mis éxitos en la producción de armamentos le sirvieron de ejemplo. Le había oído referir todo aquello tantas veces que casi me sabía de memoria su monólogo y, si lo hubieran interrumpido, habría podido continuar recitándolo casi textualmente. Su voz apenas cambiaba de registro, pero quizá fuera aquel tono desapasionado y suplicante a la vez lo que daba una gran fuerza persuasiva a sus intentos de convencerme. Me invadió una sensación parecida a la que experimentara años atrás en la casa de té, cuando me negué a desviar los ojos de su sugestiva mirada.
Como yo seguía callado y me limitaba a mirarlo con fijeza, me sorprendió atenuando bruscamente sus exigencias:
—Si creyera usted que aún puede ganarse la guerra, si pudiera al menos creerlo, entonces todo estaría bien.
Su tono era cada vez más suplicante y por un momento pensé que resultaba mucho más persuasivo cuando se mostraba débil que en sus arranques de altivez. En otras circunstancias seguramente me habría ablandado y habría cedido. Pero el recuerdo de sus propósitos de destrucción me salvó de su influjo. Agitado y, por lo tanto, en voz tal vez demasiado alta, respondí:
—No puedo, de ninguna manera. Y, finalmente, tampoco querría ser uno de esos cerdos que lo rodean, que le aseguran que creen en la victoria cuando ya hace tiempo que no es así.
Hitler no reaccionó. Permaneció unos momentos con la mirada fija en el vacío y luego empezó a hablar otra vez de sus experiencias de la época de lucha por el poder y, como tantas otras veces durante aquellas semanas, sacó nuevamente a relucir la inesperada salvación de Federico el Grande.
—Hay que creer que al final todo saldrá bien —dijo—. ¿Confía en que la guerra puede tomar de nuevo un rumbo victorioso, o ha perdido por completo la fe? —Una vez más, Hitler redujo su petición a una declaración formal que me comprometiera: —Si por lo menos pudiera tener la esperanza de que no hemos perdido… ¡Tendría que confiar en ello…! Con eso me daría por satisfecho.
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No le respondí.
Se hizo una pausa larga y embarazosa. Por fin, Hitler se levantó bruscamente y, adoptando de nuevo el tono cortante y frío del principio de la entrevista, me dijo:
—¡Tiene veinticuatro horas para meditar su respuesta! Mañana me dirá si sigue confiando en que podemos ganar la guerra.
Me despidió sin darme la mano.
Como para ilustrar lo que ocurriría en Alemania de cumplirse la voluntad de Hitler, inmediatamente después de aquella conversación recibí un télex del jefe del Servicio de Transportes, fechado el 29 de marzo de 1945: «El objetivo es crear un desierto de comunicaciones en el territorio perdido […]. La escasez de explosivos exige aprovechar con inventiva todas las posibilidades para lograr una destrucción duradera». Tal y como especificaba el decreto, debían destruirse toda clase de puentes, vías férreas y garitas de señales, todos los servicios técnicos de los centros de maniobras, fábricas y talleres, y también las esclusas e instalaciones de nuestras vías de navegación fluvial. Al mismo tiempo, había que destruir por completo todas las locomotoras, los vagones de pasajeros y de mercancías, los barcos mercantes y las gabarras, y debían bloquearse eficazmente ríos y canales mediante el hundimiento de barcos. Para ello debía recurrirse a cualquier tipo de munición, al fuego o a la voladura de las piezas más importantes. Sólo un especialista puede concebir la magnitud de la catástrofe que habría supuesto para Alemania que se ejecutaran unas órdenes tan precisas, que certificaban a la vez la meticulosidad con la que se ponían en práctica las órdenes genéricas de Hitler.
• • •
Al llegar a mi pequeña vivienda provisional, situada en la parte trasera del Ministerio, me tumbé en la cama, cansado, y me puse a pensar de forma confusa cómo debía responder a aquel ultimátum de veinticuatro horas que me había planteado Hitler. Finalmente me levanté y empecé a redactar una carta. Al principio el texto se movía de forma incongruente entre el deseo de convencer a Hitler, la tentación de complacerlo y la ineludible verdad. Pero poco a poco el tono se fue definiendo con brutal claridad: «Cuando leí la orden de destrucción (del 19 de marzo de 1945) y, poco después, el edicto de evacuación, vi en ellos los primeros pasos hacia la ejecución de estos propósitos. —Acto seguido pasaba a dar respuesta al ultimátum: —Pero ya no puedo seguir creyendo en el triunfo de nuestra buena causa si en estos meses críticos procedemos deliberada y sistemáticamente a destruir las bases de la vida de nuestro pueblo. Se trata de una injusticia tan grave para con él que, de llevarla a cabo, el destino ya no podrá estar de nuestro lado […]. Por lo tanto, le suplico que no ejecute estas medidas contra el pueblo. Si usted pudiera desistir de algún modo de dar semejante paso, yo recuperaría el valor y la fe necesarios para seguir trabajando con la mayor energía. Ya no está en nuestra mano —agregaba, aludiendo al ultimátum de Hitler— decidir el curso del destino. Sólo la Providencia puede cambiar aún nuestro futuro. Lo único que podemos hacer nosotros es mantener una conducta firme y una fe inquebrantable en el eterno futuro de nuestro pueblo».
No concluí, como era habitual en aquellos escritos privados, con un «
Heil, mein Führer!
», sino que con las últimas palabras me remití a lo único que aún cabía esperar: «Que Dios proteja a Alemania».
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Al releer la carta, me pareció bastante floja. Quizá Hitler creyó que hallaría en ella un tono de desafío que lo obligaría a proceder contra mí, pues cuando le pedí a una de sus secretarias que copiara en la máquina de escribir especial de Hitler, de letra grande, aquella carta que, al ser estrictamente personal, estaba escrita a mano y resultaba difícil de leer, me llamó para decirme:
—El
Führer
me ha prohibido que acepte cartas de usted. Quiere que le dé su respuesta de palabra.
Al poco rato recibí la orden de presentarme inmediatamente ante Hitler.
Hacia medianoche recorrí, por las ruinas de la Wilhelmstrasse, totalmente destruida por las bombas, los pocos cientos de metros que me separaban de la Cancillería del Reich, sin saber qué debía hacer o responder. Habían pasado las veinticuatro horas y, sencillamente, no tenía respuesta. Dejé que decidiera el instante.
Hitler estaba delante de mí. No las tenía todas consigo, incluso parecía algo temeroso, y me preguntó lacónicamente:
—¿Y bien?
Por un instante me quedé confuso. No tenía una respuesta preparada. Pero entonces, como por decir algo, me vino a la cabeza de forma irreflexiva la ambigua respuesta:
—Estoy incondicionalmente con usted,
mein Führer
.
Hitler no contestó, pero aquello lo conmovió. Tras una breve vacilación me tendió la mano que no me había ofrecido al recibirme y sus ojos, como tan frecuentemente ocurría entonces, se humedecieron.
—Entonces todo está bien.
Demostró claramente el alivio que sentía. También yo, ante aquella reacción cálida e imprevista, me sentí emocionado por un momento. Entre nosotros volvía a haber algo de aquella relación de antaño.
—Pero, como estoy incondicionalmente con usted —dije, tomando la palabra enseguida para aprovechar la situación—, tiene que volver a encomendarme a mí, y no a los jefes regionales, la ejecución de su decreto.
Me autorizó a redactar un escrito al efecto, que él firmaría inmediatamente; sin embargo, cuando salió el tema, se mantuvo firme en su decisión de destruir las industrias y los puentes. Así me despedí. Era la una de la madrugada.
En uno de los despachos de la Cancillería, redacté un «Decreto de ejecución» que complementaba la orden de destrucción de Hitler del 19 de marzo de 1945. A fin de evitar cualquier discusión, ni siquiera intenté revocarla. Sólo puntualicé dos cosas: «La ejecución de la orden será de la exclusiva incumbencia de las centrales y delegaciones del Ministerio de Armamentos y Producción de Guerra. El ministro de Armamentos y Producción de Guerra cuenta con mi aprobación para dictar las disposiciones necesarias para que se ejecute la orden. El podrá impartir instrucciones concretas a los comisarios de defensa del Reich».
{408}
De aquel modo, yo volvía a ocupar mi cargo. Además, en otro párrafo había impuesto a Hitler la idea de que en las instalaciones industriales «se puede lograr el mismo resultado mediante una paralización eficaz»; naturalmente, para tranquilizarlo añadí que en algunas fábricas de especial importancia se procedería a ejecutar la destrucción total cuando él lo indicara. Hitler nunca llegó a hacerlo.
Hitler, con mano temblorosa y casi sin hacer objeciones, firmó el escrito con lápiz, después de introducir en él varias enmiendas. Una que hizo en la primera frase del texto demostraba que todavía estaba a la altura de la situación: yo la había redactado en los términos más genéricos posibles, a fin de establecer que las medidas de destrucción que se habían dictado tenían exclusivamente por objeto impedir que el enemigo aprovechara nuestras fábricas e instalaciones «para aumentar su fuerza combativa». Sentado tras la mesa de mapas de la sala de reuniones estratégicas, fatigado, limitó de su puño y letra esta disposición a las instalaciones industriales.
Creo que Hitler comprendía claramente que, después de aquello, buena parte de sus planes de destrucción no serían ejecutados. Durante la conversación que siguió, logré ponerme de acuerdo con él en que «la táctica de “tierra quemada” no tenía sentido en un territorio tan pequeño como Alemania. Sólo puede cumplir su objetivo en extensiones grandes, como Rusia». Tomé nota de este acuerdo en un apartado del acta de la reunión.
Como en la mayoría de los casos, Hitler obró con ambigüedad. Aquella misma noche ordenó a todos los comandantes en jefe «activar hasta el fanatismo la lucha contra el enemigo. ¡Hoy por hoy no podemos tener en cuenta a la población!»
{409}
• • •
Una hora después hice reunir todas las motocicletas, coches y ordenanzas disponibles y mandé ocupar la imprenta y el teletexto, con el fin de recuperar mi terreno y detener las operaciones de destrucción que ya se habían iniciado. A las cuatro de la mañana mandé cursar mis disposiciones, aunque sin solicitar de Hitler la aprobación acordada. Sin el menor escrúpulo, puse de nuevo en vigor todas mis normas, que Hitler había anulado el 19 de marzo, para conservar las industrias, centrales de agua, gas y electricidad y fábricas de productos alimenticios. Para la total destrucción de las industrias, anuncié que pronto se promulgarían unas instrucciones especiales… que nunca llegaron a materializarse.
Aquel mismo día, y sin contar con la autorización de Hitler, ordené que los terrenos en obras de la Organización Todt «se prepararan por si el enemigo los flanqueaba», y que debían enviarse de diez a doce convoyes de alimentos a las inmediaciones del Ruhr, ya rodeado. Con el general Winter, del Alto Mando de la Wehrmacht, acordé un decreto para detener la voladura de puentes, aunque Keitel impidió que tuviera efecto; con el capitán general de las SS Frank, responsable de todos los almacenes de ropa y alimentos de la Wehrmacht, convine distribuir las existencias entre la población civil, y Malzacher, mi delegado en Checoslovaquia y Polonia, debía impedir que se destruyeran puentes en el territorio de la Alta Silesia.
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Al día siguiente me reuní con Seyss-Inquart, comisario general para los Países Bajos, en Oldenburg. Durante aquel viaje, en una parada, me ejercité por primera vez en el tiro de pistola. Después de los preámbulos de rigor, Seyss-Inquart admitió, con gran asombro mío, que se había abierto una vía de contacto con el bando contrario. No quería destruir nada en Holanda y se proponía impedir las inundaciones previstas por Hitler. Hallé una actitud semejante en Kaufmann, jefe regional de Hamburgo, a quien visité al regresar de Oldenburg.
El 3 de abril, en cuanto regresé, prohibí que se volaran las esclusas, baluartes, presas, pantanos y puentes de canales.
{411}
Los télex, cada vez más numerosos y acuciantes, en los que se solicitaban órdenes especiales para destruir industrias, eran contestados invariablemente con la instrucción de proceder únicamente a paralizarlas.
{412}
Al menos podía contar con apoyo al tomar estas decisiones. Mi representante político, el doctor Hupfauer, se había aliado con los secretarios más influyentes con el fin de neutralizar en lo posible la política de Hitler. A su círculo pertenecía también Klopfer, el representante de Bormann. Habíamos conseguido que este último perdiera pie. En cierto modo, sus órdenes caían en el vacío. Tal vez él dominara a Hitler durante aquella última etapa del Tercer Reich, pero fuera del bunker regían otras leyes. Incluso el mismo Ohlendorf, jefe del Servicio de Seguridad de las SS, me aseguró durante el cautiverio que había estado en todo momento al corriente de mis actos, pero que siempre se abstuvo de dar parte.