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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (82 page)

BOOK: Albert Speer
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Hacia mediodía me reuní con Kesselring, pero nuestra conversación no dio ningún resultado. El adoptó una actitud de soldado y no se avino a discutir las órdenes de Hitler. Por asombroso que parezca, el delegado del Partido de su plana mayor se mostró mucho más comprensivo. Mientras paseábamos de un lado a otro por la terraza del castillo, me aseguró que en el futuro haría todo lo posible para evitar que se cursaran informes sobre la conducta de la población que pudieran provocar reacciones indeseables en Hitler.

Durante el frugal almuerzo con su plana mayor, Kesselring acababa de pronunciar un corto brindis por mi cuadragésimo cumpleaños cuando de repente una escuadrilla de cazas enemigos se abatió con gran estrépito sobre el castillo y unas ráfagas de ametralladora rompieron las ventanas. Nos arrojamos al suelo inmediatamente. Hasta entonces no sonó la sirena de alarma, en el mismo momento en que pesadas bombas empezaban a estallar muy cerca de nosotros. Mientras los impactos se iban produciendo a derecha e izquierda, nos dirigimos a toda prisa al bunker entre nubes de humo y polvo.

Evidentemente, el objetivo del ataque era el corazón de la defensa occidental. Las explosiones se sucedían sin cesar. Las paredes del bunker temblaron, pero no recibió ningún impacto directo. Cuando pasó el ataque proseguimos la discusión, ahora también en presencia del industrial del Sarre Hermann Röchling. Kesselring manifestó al septuagenario Röchling que en los días siguientes se iba a perder el Sarre. El anciano escuchó con entereza, casi con indiferencia, la noticia de que perdería su patria y su fábrica.

—Ya perdimos el Sarre una vez y luego lo recobramos. A pesar de mi edad, aún he de ver el día en que vuelva a ser nuestro.

Nuestra próxima etapa era Heidelberg, adonde había sido trasladada la central de armamentos para el sudoeste de Alemania. Yo quería aprovechar la ocasión para hacerles al menos una corta visita de cumpleaños a mis padres. Durante el día era imposible circular por la autopista, a causa de los aviones; dado que yo conocía desde mi juventud las carreteras secundarias, Röchling y yo fuimos por el Odenwald. El tiempo era primaveral, cálido y soleado. Por primera vez hablamos con absoluta franqueza; Röchling, antes gran admirador de Hitler, no se contuvo al expresar su opinión de que seguir con la guerra era un acto de fanatismo insensato. Ya casi era de noche cuando llegamos a Heidelberg. Las noticias que llegaban del Sarre eran esperanzadoras: apenas se habían hecho preparativos para destruir las instalaciones. Como ya no quedaba tiempo, ni siquiera una orden de Hitler podría causar graves daños.

El viaje por carreteras atestadas de soldados en retirada resultó penoso; fuimos profusamente insultados por aquellos hombres cansados y enflaquecidos. Hasta pasada la medianoche no llegamos al cuartel al que nos dirigíamos, situado en un pueblo vinícola del Palatinado. El general Hausser, de las SS, tenía opiniones más razonables que su comandante en jefe acerca de la forma de interpretar órdenes absurdas. Hausser consideraba impracticable la evacuación que se había ordenado e irresponsable la voladura de puentes. Cinco meses después, procedente de Versalles, yo cruzaría el Sarre y el Palatinado como prisionero, en un camión. Tanto las instalaciones ferroviarias como los puentes estaban prácticamente intactos.

Stöhr, jefe regional del Palatinado y el Sarre, declaró sin ambages que no pensaba obedecer las órdenes de evacuación que había recibido. Entonces tuvo lugar un curioso diálogo entre el jefe regional y yo, que hablaba como ministro:

—Si no lleva a cabo la evacuación y el
Führer
le pide cuentas por ello, puede alegar que le he dicho que la orden ha sido anulada.

—No; es usted muy amable, pero asumo la responsabilidad.

Yo insistía:

—Pero yo no tengo inconveniente en cargar con ello… Stöhr negaba con la cabeza: —No, lo haré yo. Será sólo culpa mía. Fue el único punto sobre el que no pudimos ponernos de acuerdo.

Nuestro próximo destino era el cuartel general del mariscal Model, situado en el Westerwald, a 200 kilómetros de distancia. Por la mañana aparecieron de nuevo los aviones americanos en vuelo rasante, por lo que abandonamos la carretera principal y, por caminos secundarios, alcanzamos finalmente un apacible pueblecito. Nada hacía suponer que allí se encontrara el mando central de ningún grupo de ejércitos. No había ningún oficial, ningún soldado, ni un coche, ni un letrero. Estaba prohibido que circularan coches durante el día.

En la fonda del pueblo reanudé inmediatamente con Model el debate que habíamos iniciado en Siegburg acerca de la conservación de las instalaciones ferroviarias del Ruhr. Mientras hablábamos, entró un oficial que traía un telegrama.

—Esto le concierne —dijo Model, confundido y perplejo.

Me temí algo muy grave.

Era la «respuesta por escrito» que daba Hitler a mi memoria. Establecía en todos los puntos justo lo contrario de lo que yo había solicitado el 18 de marzo. «Todas las instalaciones militares, de comunicaciones, industriales y de servicios, así como todos los bienes muebles» que se encontraran dentro del territorio del Reich debían ser destruidos. Era la sentencia de muerte para el pueblo alemán, el principio de la «tierra quemada» en su forma más feroz. Yo mismo perdía mi poder por aquel decreto y todas mis órdenes para la conservación de la industria quedaban explícitamente invalidadas. A partir de entonces, los jefes regionales serían los encargados de aplicar las medidas de destrucción.
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Las consecuencias habrían sido inimaginables; durante un tiempo imprevisible no habría luz, ni gas, ni agua potable; no habría carbón ni comunicaciones. Todas las vías férreas, los canales, las esclusas, los muelles, los barcos, las locomotoras, serían destruidos. Incluso en los lugares en los que se hubieran respetado las industrias, estas no podrían producir por falta de electricidad, gas y agua; no habría reservas ni teléfono. En suma, un país devuelto a la Edad Media.

El cambio de actitud del mariscal Model evidenciaba que mi posición había cambiado. Continuó hablando, pero en un tono mucho más frío, y rehuyó tratar del tema que en realidad era el motivo principal de nuestro encuentro: la conservación de la industria del Ruhr.
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Afligido y fatigado, me fui a dormir a una granja. Unas horas después salí al campo y subí a una colina. Abajo, envuelto en una tenue neblina, el pueblo yacía apaciblemente al sol. Se divisaba una gran extensión, hasta mucho más allá de las colinas del Sauerland. ¿Cómo era posible que alguien quisiera convertir aquella tierra en un desierto? Me tumbé entre los helechos. Todo me parecía irreal. La tierra exhalaba un aroma penetrante y ya asomaban del suelo los nuevos brotes. Cuando regresé al pueblo, el sol se estaba poniendo. Había tomado una decisión. Debía impedir que aquella orden fuera ejecutada. Anulé las entrevistas que pensaba celebrar aquella noche en el Ruhr; me dirigiría a Berlín para reconocer la situación.

El coche fue sacado de los matorrales y, a pesar de la gran actividad aérea que se registraba, aquella misma noche emprendí el viaje hacia el Este con las luces de posición. Mientras Kempka conducía, yo hojeaba mis notas. La mayoría se referían a las conversaciones que había sostenido durante los dos últimos días. Pasaba las páginas vacilante. Luego empecé a romperlas disimuladamente y a arrojar los fragmentos por la ventanilla. Durante una parada, mi mirada se posó en el estribo. A causa del viento, los comprometedores papeles habían quedado amontonados en un rincón. Los empujé discretamente hacia la cuneta.

CAPÍTULO XXX

EL ULTIMÁTUM DE HITLER

El cansancio nos mueve a la indiferencia. Así, no me sentí nada excitado cuando la tarde del 21 de marzo de 1945 me encontré con Hitler en la Cancillería del Reich. Me preguntó lacónicamente por el viaje y se mostró muy reservado, sin aludir a su «respuesta por escrito». A mí me pareció inútil hablar de ella. A Kempka, por el contrario, estuvo interrogándolo durante más de una hora sin consultarme sobre ello.

Contraviniendo las órdenes de Hitler, aquella misma noche entregué a Guderian un duplicado de mi memoria. Keitel se negó escandalizado a cogerla, como si se tratara de un peligroso explosivo. En vano traté de averiguar en qué circunstancias había dictado Hitler aquella orden. Igual que después de que se descubriera mi nombre en la lista de ministros del 20 de julio, en torno a mí se había hecho el vacío. Estaba claro que para el entorno de Hitler yo había caído definitivamente en desgracia; lo peor del caso era que había perdido toda influencia en el terreno más importante: el de la conservación de las industrias que de mí dependían.

Dos decisiones adoptadas por Hitler en aquellas fechas me demostraron que estaba decidido a actuar con la mayor brutalidad. En el informe de la Wehrmacht del 18 de marzo de 1945 leí que había sido ejecutada la sentencia de muerte dictada contra cuatro oficiales por no haber ordenado a su debido tiempo la voladura del puente sobre el Rin en Remagen; Model acababa de decirme que aquellos oficiales eran completamente inocentes. «El horror de Remagen», como se llamó al caso, haría temblar a muchos responsables hasta el final de la guerra.

El mismo día oí rumores de que Hitler había ordenado ejecutar al capitán general Fromm. Unas semanas antes, el ministro de Justicia Thierack me dijo entre plato y plato durante una comida, con la mayor indiferencia:

—¡También Fromm va a perder pronto su cabecita!

Los esfuerzos que hice aquella noche para que Thierack cambiara de opinión resultaron inútiles; no se dejó impresionar en lo más mínimo. Por lo tanto, varios días después le dirigí una carta oficial de cinco pliegos en la que rebatía la mayor parte de las acusaciones contra Fromm de las que tenía noticia y me ofrecía al tribunal como testigo de la defensa.

Debió de tratarse de una petición insólita para un ministro del Reich; sólo tres días después, el 6 de marzo de 1945, Thierack me escribió escuetamente que para declarar ante el tribunal necesitaba una autorización de Hitler. «El
Führer
acaba de hacerme saber —proseguía— que de ningún modo piensa concederle tal autorización para el caso Fromm. Por lo tanto, no me es posible incluir su declaración en el sumario».
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La ejecución de aquella sentencia de muerte me hizo ver también a mí lo comprometido de mi situación.

Me encontraba en un callejón sin salida. Cuando, el 22 de marzo, Hitler me convocó a una de sus conferencias de armamentos, envié de nuevo a Saur en mi lugar. Sus notas de aquella reunión me demostraron que ambos se habían mantenido alegremente alejados de la realidad. A pesar de que la producción de armamentos había llegado hacía tiempo a su fin, estuvieron discutiendo proyectos y más proyectos, como si pudieran disponer aún de todo el año 1945. No sólo hablaron de una producción de acero bruto totalmente irreal, sino que acordaron aumentar al máximo el suministro de cañones antitanques de 8,8 cm, así como de lanzagranadas de 21 cm; se entusiasmaron al tratar de la creación de nuevas armas, como un fusil especial para los paracaidistas, que por supuesto «se produciría en cantidades elevadas», y un lanzagranadas de 30,5 cm, un calibre desmesurado. En aquel acta también se registró una orden de Hitler para que en el plazo de unas semanas le fueran presentadas cinco nuevas variantes de los tanques existentes. Además, quería que se investigara el efecto del «fuego griego», conocido desde la Antigüedad, y que nuestro caza reactor Me 262 fuera reconvertido a la mayor brevedad posible en caza convencional. De este modo reconocía involuntariamente el fallo estratégico que había cometido un año y medio antes, cuando, contra la opinión de los técnicos, hizo prevalecer su terquedad.
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• • •

Regresé a Berlín el 21 de marzo. Tres días después, a primeras horas de la mañana, se me comunicó que, en un ancho frente situado al norte del territorio del Ruhr, las tropas inglesas habían cruzado el Rin sin encontrar resistencia. Yo ya sabía por Model que nuestras tropas eran impotentes. En septiembre de 1944, el rendimiento extremo de nuestras fábricas de armamentos había permitido dotar a un ejército sin armas de los medios necesarios para establecer con rapidez una nueva línea de defensa. Ahora ya no teníamos esa posibilidad; Alemania estaba siendo arrollada.

Me puse otra vez al volante de mi coche para dirigirme de nuevo hacia el Ruhr, cuya conservación era de importancia decisiva para la posguerra. En Westfalia, poco antes de llegar a nuestro destino, un pinchazo nos obligó a detenernos. Estuve charlando con unos campesinos en una casa de labor sin ser reconocido, gracias a la penumbra. Con gran asombro, descubrí que la confianza en Hitler que les había sido inculcada durante los últimos años seguía en pie incluso en aquellas circunstancias: él, Hitler, no podía perder la guerra, me dijeron.

—El
Führer
se reserva algo que pondrá en juego en el último momento. Entonces cambiarán las cosas. Ha dejado que el enemigo llegue tan lejos sólo para tenderle una trampa.

Incluso entre los miembros del Gobierno se daban estos casos de fe en el arma milagrosa que deliberadamente se había reservado para el último momento y que destruiría al incauto extranjero que tan despreocupadamente se había adentrado en el país. Funk, por ejemplo, me preguntó en aquel tiempo:

—Pero todavía nos queda un arma especial, ¿verdad? Un arma que lo cambiará todo…

Aquella misma noche inicié mis conversaciones con el doctor Rohland, director de la plana mayor del Ruhr, y sus más importantes colaboradores. Su informe era aterrador. Los tres jefes regionales del Ruhr estaban decididos a ejecutar la orden de destrucción de Hitler. Hörner, uno de nuestros colaboradores técnicos, que, por desgracia, era también director de la Oficina Técnica del Partido, había trazado un plan destructivo por orden de los jefes regionales. Molesto, pero habituado a obedecer, me dio pormenores de su proyecto, el cual, técnicamente correcto, pondría fuera de servicio toda la industria del Ruhr durante un tiempo imprevisible; hasta los pozos de carbón debían ser anegados y, tras arrasar las instalaciones transportadoras, quedarían inutilizables durante años. Se hundirían barcazas cargadas de cemento para bloquear todos los puertos y vías fluviales del Ruhr. Los jefes regionales querían empezar al día siguiente con las primeras voladuras, pues las tropas enemigas avanzaban rápidamente por el norte de la cuenca del Ruhr. Por fortuna, disponían de tan pocos medios de transporte que dependían de la ayuda de mi organización de armamentos. Esperaban encontrar abundante dinamita, detonadores y mecha en las minas.

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