Albert Speer (85 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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De hecho, en abril de 1945 tenía la impresión de que, en colaboración con los secretarios, podía conseguir en mi terreno más que Hitler, Goebbels y Bormann juntos. En el lado militar había entablado buenas relaciones con Krebs, nuevo jefe del Estado Mayor, ya que procedía de la plana mayor de Model; también Jodl, Buhle y Praun, jefe de Transmisiones, se mostraban cada vez más comprensivos conmigo.

Era consciente de que, de haber conocido mis actividades, Hitler habría obrado finalmente en consecuencia. Tenía que partir de la base de que terminaría por atacar. Durante aquellos meses de juego a dos bandas me regí por un principio muy simple: mantenerme en todo momento lo más cerca posible de Hitler. Cualquier intento de alejarme podía ocasionar sospechas y, a la vez, cualquier sospecha que pudiera existir sólo podría ser comprobada o eliminada de cerca. Yo no tenía ninguna propensión al suicidio; me había preparado un refugio de emergencia en un rústico pabellón de caza situado a cien kilómetros de Berlín; además, Rohland me consiguió un alojamiento en uno de los numerosos pabellones de caza del príncipe Fürstenberg.

• • •

En las reuniones estratégicas de principios de abril, Hitler seguía hablando de operaciones de contraataque y de incursiones sobre los flancos descubiertos del enemigo, que, tras haber rebasado Kassel, avanzaba a marchas forzadas en dirección a Eisenach. Hitler seguía moviendo divisiones de un lugar a otro, en un juego de guerra terrible y siniestro. Cuando al regresar de uno de mis viajes al frente vi marcados en el mapa los movimientos de nuestras tropas, no pude sino constatar que en el sector que yo había recorrido no se las veía por ninguna parte; a lo sumo se divisaba a unos cuantos soldados sin armas pesadas, equipados sólo con fusiles.

También en mi despacho se celebraba ahora cada día una pequeña reunión estratégica a la que mi oficial de enlace con el Estado Mayor aportaba las últimas noticias, desobedeciendo así una orden de Hitler, que había prohibido informar sobre la situación militar a los organismos no militares. Día tras día Poser nos indicaba, con bastante exactitud, los territorios que iban a ser ocupados por el adversario durante las siguientes veinticuatro horas. Sus partes, sobrios y realistas, en nada se parecían a los discursos encubiertos que se pronunciaban en el bunker de la Cancillería. Allí no se hablaba de evacuaciones ni de retiradas. Me daba la impresión de que el Estado Mayor dirigido por el general Krebs había desistido definitivamente de poner a Hitler al corriente de la realidad y que se limitaba en cierto modo a entretenerlo jugando a la guerra. Cuando, en contra de las previsiones de la víspera, caían ciudades y sectores, Hitler se mostraba tranquilo. Ya no increpaba a sus colaboradores como hacía semanas atrás. Parecía resignado.

A primeros de abril, Hitler llamó a Kesselring, comandante en jefe del sector occidental. Casualmente, fui testigo del grotesco diálogo que mantuvieron. Kesselring trataba de exponer a Hitler lo desesperado de la situación, pero al cabo de dos o tres frases este monopolizó la conversación y dio una clase magistral sobre cómo, asacando el flanco con unos cuantos cientos de tanques, aniquilaría a la avanzadilla americana de Eisenach, con lo que la sumiría en un pánico colosal y expulsaría al enemigo occidental de Alemania. Hitler se perdió en una larga perorata sobre la notoria incapacidad de los soldados americanos para encajar una derrota, a pesar de que durante la ofensiva de las Ardenas había tenido ocasión de comprobar todo lo contrario. La reacción de Kesselring me irritó; tras resistírsele un poco, se mostró de acuerdo con las fantasías de Hitler y pareció tomar en serio sus planes. En cualquier caso, no tenía ningún sentido irritarse por batallas que ya no iban a tener lugar.

En una de las siguientes reuniones estratégicas, Hitler expuso de nuevo su idea de atacar por el flanco. Con la mayor sequedad, comenté:

—Si todo queda destruido, recuperar esos territorios no me va a servir de nada. Ya no podré producir en ellos.

Hitler guardó silencio.

—No podría reconstruir los puentes con tanta rapidez —añadí.

Entonces, visiblemente eufórico, Hitler me respondió:

—Tranquilícese, señor Speer. No se han destruido tantos puentes como yo he ordenado.

Con la misma jovialidad, casi en broma, repliqué que resultaba curioso alegrarse porque no se hubiera cumplido una orden. Para mi sorpresa, Hitler se mostró dispuesto a examinar un decreto que yo le presentara al efecto.

Cuando le mostré el texto a Keitel, perdió los estribos por un momento:

—¿Por qué otra contraorden? ¡Pero si ya tenemos la orden de destrucción…! ¡Sin volar puentes no se puede hacer una guerra!

Finalmente, tras introducir algunas rectificaciones sin importancia, Keitel aprobó el decreto y Hitler firmó que a partir de entonces sólo se paralizarían las instalaciones de transportes y comunicaciones, conservando intactos los puentes hasta el último momento. Una vez más, tres semanas antes del fin, hice que Hitler corroborara que, al aplicar «las medidas de destrucción y evacuación, deberá procurarse que cuando se recuperen los territorios perdidos estos puedan ser reutilizados para la producción alemana».
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No obstante, tachó con lápiz azul una frase que decía que había que demorar la destrucción, aun a riesgo de que «en caso de producirse un rápido movimiento del enemigo pudiera caer en sus manos un puente intacto».

Aquel mismo día, el general Praun, jefe de los servicios de Transmisiones, revocó su decreto del 27 de marzo de 1945, suspendió todas las órdenes de destrucción e incluso dio la orden interna de que se conservaran las existencias almacenadas, pues después de la guerra servirían para restablecer la red de comunicaciones. Manifestó que, de todos modos, la destrucción de los medios de comunicación que Hitler había ordenado no tenía sentido, puesto que el enemigo contaba con sus propios cables y emisoras de radio. No sé si el jefe de Transportes revocó también su decreto sobre la creación de un desierto de comunicaciones. En todo caso, Keitel se negó a tomar el último decreto de Hitler como base para redactar nuevas normas de ejecución que eran susceptibles de múltiples interpretaciones.
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Keitel me reprochaba, con razón, que la orden de Hitler del 7 de abril había creado confusión en la cadena de mando. En los diecinueve días comprendidos entre el 18 de marzo y el 7 de abril de 1945 se habían cursado doce órdenes contradictorias. Sin embargo, aquella confusión contribuyó a aminorar el caos.

CAPÍTULO XXXI

LAS DOCE Y CINCO

En el mes de septiembre, Werner Naumann, secretario del Ministerio de Propaganda, me había pedido que pronunciara un discurso, que sería radiado por todas las emisoras, para reforzar la voluntad de resistencia del pueblo. Como creí ver en aquella propuesta una trampa de Goebbels, no accedí. Sin embargo, ahora que Hitler, tras haber firmado el decreto redactado por mí, parecía haberse puesto de mi parte, me pareció conveniente aprovechar la resonancia que tendría un discurso radiado con el fin de convencer a un sector lo más amplio posible de la opinión pública para que evitara las destrucciones inútiles. Acepté pronunciarlo y, una vez cursado el decreto de Hitler, me instalé en el pabellón de caza de Milch, en el lejano Stechlinsee, en Brandenburgo.

Durante aquella última etapa, estábamos preparados para cualquier cosa. Con el fin de poder defenderme en caso necesario, me dediqué a hacer prácticas de tiro a orillas del lago disparando a una silueta humana, y trabajé en el borrador de mi discurso. Al anochecer me sentía satisfecho: mis disparos hacían blanco en rápida sucesión y el discurso me parecía totalmente inequívoco, aunque sin llegar al extremo de comprometerme. Se lo leí a Milch y a un amigo suyo mientras tomábamos una copa de vino. «Es un error creer que aparecerán armas milagrosas que puedan sustituir la acción del soldado». Seguía diciendo que no habíamos destruido las industrias de los territorios ocupados y que ahora considerábamos un deber conservar también las bases de la existencia en nuestro país: «Todos aquellos que, con un exceso de celo, se resistan a comprender el significado de estas medidas, deberán ser castigados con el máximo rigor, pues —añadía con el patetismo que se estilaba entonces— estará pecando contra lo más sagrado que existe para el pueblo alemán: contra la fuente de la fuerza vital de nuestro pueblo».

Mencionaba brevemente la teoría de la recuperación de territorios y después me refería a la expresión «desierto de comunicaciones» utilizada por el jefe del servicio de Transportes: «Deben emplearse todas las fuerzas populares para impedir que se lleven a cabo estos propósitos. Si todas las medidas se aplican con prudencia, puede asegurarse la alimentación del pueblo, aunque con ciertas dificultades, hasta la próxima cosecha». Cuando terminé, Milch comentó con ecuanimidad y estoicismo:

—El sentido se capta perfectamente, ¡pero también lo hará la Gestapo!

El 11 de abril, el camión de la emisora de radio estaba ya ante el Ministerio y unos obreros instalaban los cables en mi despacho cuando recibí una llamada:

—Preséntese al
Führer
con el texto del discurso.

Yo había suavizado las expresiones más fuertes en una versión para los periódicos,
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aunque sin renunciar al propósito de leer mi texto original. Me llevé la versión atenuada. Hitler estaba tomando el té en el bunker con una de sus secretarias; pusieron una tercera taza para mí. Hacía tiempo que no había tenido un encuentro tan informal y privado con Hitler. Se caló torpemente sus gafas de montura metálica, que le daban un cierto aire profesoral, cogió un lápiz y empezó a tachar párrafos enteros del discurso desde las primeras páginas. Sin prestarse a discusión, de vez en cuando decía en tono perfectamente cordial: —Esto vamos a suprimirlo. —O bien: —Este pasaje es superfluo.

Su secretaria iba leyendo sin inmutarse las páginas que Hitler dejaba a un lado y se lamentaba:

—¡Qué lástima, con lo bonito que estaba quedando!

Hitler me despidió amistosamente, casi afectuoso.

—Por qué no prepara otro borrador…
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En su versión corregida, el discurso había perdido todo sentido. Sin embargo, mientras no tuviera la aprobación de Hitler, no podría disponer de las emisoras del Reich. En vista de que tampoco Naumann volvió a hablarme del asunto, dejé que cayera en el olvido.

A mediados de diciembre, al finalizar el último concierto que ofreció en Berlín Wilhelm Furtwängler con su Filarmónica, este me llamó a su camerino. Con una ingenuidad que desarmaba, me preguntó si aún teníamos alguna posibilidad de ganar la guerra. Cuando le respondí que el fin era inminente, Furtwängler asintió; la respuesta debió de responder a sus expectativas. Me pareció que corría peligro, ya que Bormann, Goebbels y el mismo Himmler no habían olvidado muchas de sus francas declaraciones ni su intercesión en favor del proscrito compositor Hindemith. Así pues, le aconsejé que no regresara a Alemania después de su próxima gira por Suiza.

—Pero ¿qué va a ser de mi orquesta? ¡Soy responsable de ella!

Le prometí ocuparme de los músicos en los meses siguientes.

A primeros de abril de 1945, Gerhart von Westermann, intendente de la Filarmónica, me comunicó que, por orden de Goebbels, todos los miembros de la orquesta habían sido llamados a luchar en la defensa de Berlín. Traté de conseguir por teléfono que no fueran reclutados por el
Volkssturm
. Goebbels me respondió secamente:

—Yo he encumbrado a esta orquesta. Ha llegado a ser lo que hoy representa en el mundo gracias a mi iniciativa y a mi dinero. Quienes vengan después de nosotros no tendrán ningún derecho a ella. Que se hunda con nosotros.

Entonces recurrí al sistema por el cual Hitler, al principio de la guerra, había impedido que se movilizara a sus artistas predilectos y pedí al coronel Von Poser que destruyera los papeles de los miembros de la Filarmónica que hubiera en las oficinas de reclutamiento. A fin de apoyar también económicamente a la orquesta, el Ministerio organizó algunos conciertos.

—Cuando se interprete la
Sinfonía romántica
de Brückner, será que ha llegado el fin —dije a mis amigos.

Aquel concierto de despedida se celebró el 12 de abril de 1945 por la tarde. En la sala de la Filarmónica, sin calefacción, sentados en sillas traídas de casa y con el abrigo puesto, se habían reunido todos los habitantes de la ciudad amenazada que se enteraron de aquel último concierto. Los berlineses debieron de llevarse una sorpresa, ya que aquel día, por orden mía, se suprimió el corte de corriente habitual a aquella hora, a fin de que pudiera iluminarse la sala. Para la primera parte había elegido la última aria de Brunilda y el final de
El crepúsculo de los dioses
; un gesto patético y melancólico a la vez ante el fin del Reich. Después del
Concierto para violín
de Beethoven, la
Sinfonía
de Brückner, con su último movimiento de corte arquitectónico, cerró durante mucho tiempo todas las experiencias musicales de mi vida.

Cuando regresé al Ministerio encontré un aviso de que debía llamar inmediatamente al asistente de Hitler.

—¿Dónde se había metido? El
Führer
lo está esperando.

Al verme, Hitler se precipitó a mi encuentro con una vivacidad inusitada, agitando en la mano una noticia de la prensa:

—¡Tome, lea esto! Aquí, ¡aquí! Usted, que nunca ha querido creerlo… —Hablaba atropelladamente.— Aquí tiene el gran milagro que yo siempre había vaticinado. Y ahora, ¿quién tiene razón? La guerra no está perdida. ¡Lea usted! ¡Roosevelt ha muerto!

Era incapaz de tranquilizarse. Creía definitivamente demostrado el carácter infalible de la Providencia que lo protegía. Goebbels y muchos de los presentes confirmaban, radiantes, que no se equivocaba en el convencimiento que había expresado hasta la saciedad: ahora se repetía la historia que en el último momento, cuando la derrota parecía inevitable, había dado la victoria a Federico el Grande. ¡El milagro de la casa de los Brandenburgo! La zarina había vuelto a morir, se había producido el punto de inflexión, repetía Goebbels sin cesar. Por un momento, aquella escena retiró el velo de optimismo fingido de los últimos meses. Después, Hitler se dejó caer exhausto en su butaca, como liberado y aturdido a la vez; a pesar de todo, parecía desesperado.

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