En aquel momento se le anunció la llegada del general Krebs, jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, para darle su informe.
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Así pues, en eso no había cambiado nada: el comandante en jefe de la Wehrmacht seguía recibiendo los partes de todos los frentes. Sin embargo, mientras que tres días antes en el gabinete del bunker apenas cabían los altos oficiales y comandantes en jefe de las unidades de la Wehrmacht y de las SS, ahora ya se habían ido casi todos. Además de Göring, Dönitz y Himmler, también Keitel y Jodl, Koller, jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe, y los más importantes oficiales se hallaban fuera de Berlín; ya sólo quedaban oficiales subalternos de enlace. El tipo de informe también había cambiado: del exterior sólo llegaban noticias muy vagas; el jefe del Estado Mayor no podía exponer más que conjeturas. El mapa que extendió ante Hitler cubría únicamente el sector de Berlín y Potsdam, y ni siquiera allí los datos sobre el avance soviético coincidían con lo que yo había observado mientras volaba pocas horas antes. Las tropas soviéticas estaban mucho más cerca de lo que indicaba el mapa. Asombrado, vi que Hitler trataba de mostrarse optimista una vez más, a pesar de que acababa de hablarme de su muerte y de lo que había decidido que se hiciera con sus restos. Desde luego, había perdido buena parte de sus antiguas dotes de persuasión. Krebs le escuchó con paciencia y cortesía. Antes yo creía que Hitler se dejaba llevar por sus propias y rígidas convicciones cuando, a pesar de lo desesperado de la situación, aseguraba que al final todo se arreglaría. Pero ahora se hacía patente que actuaba con duplicidad. ¿Cuánto tiempo llevaba engañándonos? ¿Desde cuándo sabía que la guerra estaba perdida? ¿Desde el invierno de la ofensiva sobre Moscú? ¿Desde Stalingrado? ¿Desde la invasión? ¿Desde la fallida ofensiva de las Ardenas de diciembre de 1944? ¿Hasta dónde llegaba la hipocresía y dónde empezaba el cálculo? También puede ser que lo que yo acababa de presenciar no fuera más que uno de sus bruscos cambios de humor y que al hablar con el general Krebs se estuviera mostrando tan sincero como minutos antes conmigo.
El informe estratégico, que solía durar horas, terminó muy pronto y mostraba con toda claridad el estado agónico en que se encontraba aquel resto de lo que fuera un cuartel general. Aquel día, Hitler renunció incluso a perderse de nuevo en su mundo de fantasía hablando de un milagro de la Providencia. Fuimos despedidos lacónicamente y abandonamos aquella habitación que había sido escenario de un turbio capítulo de errores, extravíos y crímenes. Como si yo no hubiera volado a Berlín sólo por él, Hitler me trató como a un visitante habitual, sin preguntarme si pensaba quedarme o quería despedirme. Nos separamos sin darnos la mano, en la forma acostumbrada, como si tuviéramos que volver a vernos al día siguiente. Fuera me encontré con Goebbels:
—Ayer el
Führer
tomó una decisión capital. Una decisión histórica. Ordenó que se suspendiera la lucha en el Oeste para que los occidentales pudieran entrar en Berlín sin dificultad.
De nuevo pasaba uno de esos fantasmas que por aquel entonces elevaban fugazmente los ánimos y hacían concebir nuevas esperanzas que pronto eran sustituidas por otras. Goebbels me dijo que ahora su esposa y sus seis hijos eran huéspedes de Hitler en el bunker, y que pensaban acabar sus vidas, como decía él, en aquel escenario histórico. El, a diferencia de Hitler, controlaba sus emociones con la máxima precisión; al verlo nadie habría dicho que ya se había despedido de la vida.
Era ya última hora de la tarde; un médico de las SS me dijo que la señora Goebbels estaba en cama, aquejada de una gran debilidad, y que había sufrido varios ataques al corazón. Le pedí que me recibiera. Habría preferido hablar con ella a solas, pero Goebbels me esperaba en la antecámara y me condujo a la pequeña habitación donde se encontraba ella, acostada en una sencilla cama. Estaba pálida y se limitó a decir trivialidades en voz muy baja, aunque se notaba que sufría al pensar que cada vez se aproximaba más la inevitable hora de la muerte violenta de sus hijos. Goebbels permaneció a mi lado, por lo que la conversación se limitó al estado de la enferma. Hasta el final no aludió a lo que en realidad la atormentaba:
—Qué contenta estoy de que por lo menos Harald —el hijo de su primer matrimonio— siga con vida.
También yo me sentí cohibido y no encontraba palabras. ¿Qué se puede decir en un caso así? Nos despedimos emocionados y en silencio. Su marido no nos concedió ni unos minutos para despedirnos a solas.
En el pasillo había una gran agitación. Había llegado un telegrama de Göring y Bormann se apresuraba a llevárselo a Hitler. Yo lo seguí sin guardar las formas, movido por la curiosidad. En el telegrama, Göring se limitaba a preguntar si, de acuerdo con el decreto de sucesión, debía hacerse cargo del Gobierno del Reich en caso de que Hitler se quedara en la fortaleza de Berlín, pero Bormann opinó que había dado un golpe de Estado en toda regla; quizá fuera su último intento de sugerir a Hitler, quien recibió la noticia con la misma apatía que había demostrado durante todo el día, que se trasladara a Berchtesgaden para poner las cosas en orden desde allí. El apremio de Bormann se hizo más insistente cuando se le entregó un nuevo comunicado de Göring. Yo me guardé un borrador que, en medio de la confusión del momento, encontré tirado en el bunker: «¡Asunto de mando! ¡Transmítase únicamente por medio de un oficial! Radio n.° 1.899. Emisora Robinson a Kurfürst, emitido el 23-IV, 17.59. Al ministro del Reich Von Ribbentrop. He pedido al
Führer
que me dé instrucciones antes de las 22.00 del 23-IV. En caso de que a esta hora se hiciera patente que el
Führer
ha perdido la libertad de acción para el gobierno del Reich, entrará en vigor su decreto del 29-VI-41, por el cual asumiré todas sus funciones en calidad de representante suyo. Si a las 24.00 del 23-IV-45 no hubiera recibido otra comunicación directa del
Führer
o mía, le ruego que emprenda viaje hacia aquí sin demora, por vía aérea. Firmado: Göring, mariscal del Reich». Con esto, Bormann creyó tener un nuevo argumento:
—Göring ha cometido traición —dijo, muy excitado—. Ya está mandando telegramas a los miembros del Gobierno y le comunica a usted que, en virtud de sus poderes, asumirá su cargo,
mein Führer
, esta noche a las veinticuatro horas.
Si ante el primer telegrama Hitler se había mostrado más bien indiferente, ahora Bormann había ganado el juego. Por medio de un radio redactado por el propio Bormann, le fueron retirados a Göring, su antiguo rival, los derechos a la sucesión, al tiempo que era acusado de traición a Hitler y al nacionalsocialismo. Además, Hitler ordenó que se le comunicara que renunciaría a tomar otras medidas si abandonaba todos sus cargos alegando motivos de salud. De este modo, Bormann consiguió por fin sacar a Hitler de su letargo. Siguió un acceso de furia desatada en la que se mezclaban los sentimientos de amargura, auto-compasión, impotencia y desesperación. Con la cara colorada y los ojos fijos, Hitler parecía haberse olvidado de nuestra presencia:
—Hace tiempo que lo sé. Sé que Göring es un vago. Por su culpa se ha desmoronado la Luftwaffe. Era un hombre corrupto. Su ejemplo ha hecho cundir la corrupción en nuestro Estado. Además, hace años que es morfinómano. Hace tiempo que lo sé.
De manera que Hitler estaba enterado de todo eso; sin embargo, no había hecho nada. Entonces, en un cambio sorprendente, volvió a caer en su apatía:
—Aunque, lo que es por mí… Que se encargue él de negociar la capitulación. De todos modos, si se pierde la guerra ya da igual quién lo haga.
Había en estas palabras un marcado desprecio hacia el pueblo alemán: así pues, Göring todavía era lo bastante bueno para eso. Entonces Hitler llegó al límite de sus fuerzas y volvió a adoptar el mismo tono de cansancio característico en él aquel día. Durante años no dejó de hacer sobreesfuerzos; durante años apartó de sí mismo y de los demás, empleando su inmensa voluntad, la creciente certeza respecto al final. Ahora ya no le quedaba energía para disimular su estado. Se daba por vencido.
Una media hora después, Bormann trajo el telegrama de respuesta de Göring: a causa de una grave dolencia cardíaca, dimitía de todos sus cargos. Cuántas veces no había recurrido Hitler al pretexto de una enfermedad para deshacerse de un colaborador incómodo sin llegar a destituirlo, para preservar la fe del pueblo alemán en la unidad de su Gobierno. Incluso más allá del fin, Hitler seguía siendo fiel a esta consideración.
Así pues, Bormann consiguió su propósito en el último momento. Göring quedaba descartado. Es posible que también Bormann estuviera convencido de su incapacidad; sin embargo, si lo había odiado y derribado era porque concentraba demasiado poder. En cierto modo, en aquellos momentos sentí compasión por Göring. Recordé la conversación en la que me declaró su lealtad hacia Hitler.
Aquella breve tormenta escenificada por Bormann había pasado, se habían extinguido algunos acordes de
El crepúsculo de los dioses
, el supuesto Hagen había hecho mutis. Para mi sorpresa, Hitler acogió favorablemente una petición que al principio sólo le formulé con titubeos. Algunos directores checos de las fábricas Skoda temían, seguramente no sin razón, que los rusos les depararan un triste destino por haber colaborado con nosotros, aunque sus anteriores relaciones con la industria americana les habían hecho concebir la esperanza de volar al cuartel general de las fuerzas de Estados Unidos. Unos días antes, Hitler se había negado rotundamente a acceder a una petición similar, pero ahora se mostró dispuesto a firmar la orden pertinente para que se resolvieran todas las formalidades.
Mientras trataba este asunto con Hitler, Bormann le recordó que Ribbentrop esperaba que le concediera una entrevista. Aquel reaccionó con nerviosismo.
—Ya le he dicho varias veces que no quiero hablar con él.
Parecía agobiarlo la idea de encontrarse con Ribbentrop. Bormann insistió:
—Ribbentrop ha dicho que no piensa moverse. Esperará ante la puerta como un perro fiel hasta que usted lo llame.
Esta comparación lo ablandó; mandó llamar a Ribbentrop. Hablaron a solas. Por lo visto, Hitler le habló del viaje de los directores checos. Incluso en aquella desesperada situación, el ministro de Asuntos Exteriores seguía luchando por mantener su autoridad. En el pasillo, me sermoneó:
—Esto es asunto de mi Ministerio. —Y, con más suavidad, añadió: —En este caso no tengo nada que objetar a la orden, siempre y cuando agregue usted: «A propuesta del ministro de Asuntos Exteriores del Reich».
Yo extendí la orden con ese añadido, Ribbentrop se mostró satisfecho y Hitler la firmó. Si no me equivoco, este fue el último asunto de Gobierno que Hitler despachó con su ministro de Asuntos Exteriores.
Entretanto, Lüschen, mi paternal consejero de los últimos años, había llegado a la Cancillería. Todos mis esfuerzos por convencerlo de que abandonara Berlín fueron inútiles. Nos despedimos; más adelante, en Nuremberg, supe que se había suicidado tras la toma de Berlín.
Hacia medianoche, Eva Braun me pidió, por medio de un ordenanza de las SS, que fuera a verla a su habitación del bunker, un pequeño gabinete que era dormitorio y sala de estar a la vez. Estaba muy bien arreglado. Había mandado traer los suntuosos muebles del piso de arriba que yo había diseñado años atrás para las dos habitaciones que ella ocupaba en la residencia de la Cancillería. Ni las proporciones ni la forma de las piezas elegidas se adaptaban a aquel lóbrego ambiente; en uno de los ornamentos de marquetería de la cómoda figuraban sus iniciales en forma de trébol de la suerte.
Pudimos hablar tranquilamente, pues Hitler se había retirado a descansar. En realidad, ella era la única de los notables condenados a muerte de aquel bunker que mostraba una serenidad admirable y soberana. Mientras que los demás estaban heroicamente exaltados como Goebbels, o decididos a salvarse como Bormann, o apáticos como Hitler, o quebrantados como la señora Goebbels, Eva Braun aparentaba una tranquilidad casi alegre.
—¿Qué le parecería una botella de champaña como despedida? Y unos pastelitos. Seguro que ya hace rato que no ha comido.
El mero hecho de que fuera la primera que se planteara que yo, tras haber pasado varias horas en el bunker, podía estar hambriento me pareció una atención conmovedora. El ordenanza nos trajo una botella de Moët et Chandon, pasteles y bombones. Nos quedamos solos.
—¿Sabe? Ha estado bien que haya venido una vez más. El
Führer
había supuesto que usted trabajaba contra él, pero su visita le ha demostrado lo contrario, ¿no es verdad?
No contesté.
—Por cierto —prosiguió—, le ha gustado lo que usted le ha dicho. Ha decidido quedarse aquí, y yo me quedaré con él. Lo demás, ya lo sabe usted… Quería obligarme a volver a Munich, pero me he negado; vine aquí para terminar. —Fue la única persona del bunker que hizo una reflexión humana: —¿Por qué tienen que caer todavía tantos hombres? —preguntó—. Si ya todo es inútil… Por cierto que por poco no nos encuentra. Ayer la situación era tan angustiosa que pensamos que los rusos ocuparían Berlín inmediatamente. El
Führer
quería abandonar, pero Goebbels habló con él y aquí estamos todavía.
Conversaba conmigo con naturalidad. Lanzaba alguna que otra invectiva contra Bormann, que seguía intrigando; pero insistía una y otra vez en lo contenta que estaba de encontrarse en el bunker.
Ya eran casi las tres de la mañana. Hitler había vuelto a levantarse. Le hice decir que quería despedirme. El día me había afectado mucho y temía no poder dominarme durante la despedida. Aquel anciano tembloroso volvió a estar frente a mí por última vez; aquel a quien decidí consagrar mi vida doce años antes. Yo estaba emocionado y confuso al mismo tiempo. Él, en cambio, no mostró la menor excitación cuando nos hallamos cara a cara. Sus palabras fueron tan frías como la mano que me tendió.
—Entonces, ¿se marcha? Bien. Adiós.
Ni un saludo a mi familia, ni buenos deseos, ni gracias, nada. Por un momento perdí el control y le dije que pensaba volver. Pero él pudo advertir con facilidad que se trataba de una mentira piadosa y se volvió hacia otro lado. Ya me había despedido.
Diez minutos después, acompañado por el silencio de los que se quedaban, abandoné la vivienda de la Cancillería. Quise recorrer por última vez el palacio de la Cancillería contiguo, que yo había construido. Como la instalación eléctrica estaba averiada, me conformé con unos minutos de despedida en el Patio de Honor, cuyo contorno apenas se distinguía de la negrura del cielo y cuya arquitectura ya no supe intuir. Reinaba un silencio casi espectral, como el que sólo hay por la noche en las montañas. El ruido de la ciudad que en años anteriores llegaba hasta allí incluso a aquellas horas de la madrugada había enmudecido. De tarde en tarde oía las detonaciones de las granadas rusas: mi última visita a la Cancillería del Reich. La había construido hacía años, lleno de proyectos y de ilusiones para el futuro. Ahora abandonaba las ruinas no sólo de mi obra, sino también de los mejores años de mi vida.