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Una mañana, poco después de las seis, entró a despertarme uno de mis colaboradores.
—¡Acabo de oír por la radio que usted y Schacht están entre los encausados en el proceso de Nuremberg!
Traté de conservar la serenidad, pero la noticia me afectó mucho. A pesar de que mis principios me hacían estar convencido de que, como antiguo dirigente del régimen, debía responder de sus culpas, al principio me costó hacerme a la idea de que así iba a suceder en realidad. No sin preocupación había visto en el periódico algunas fotografías del interior de la cárcel de Nuremberg, y semanas antes había leído que varios altos cargos del Gobierno habían sido conducidos allí. Pero mientras que Schacht, el otro encausado, tuvo que sustituir muy pronto nuestro relativamente confortable campamento por la cárcel de Nuremberg, aún debían transcurrir varias semanas antes de que fueran a buscarme a mí.
Aunque podía concluirse que sobre mí pesaba una acusación grave, no se produjo ningún cambio en el comportamiento del personal de guardia. Los americanos decían para consolarme:
—Pronto lo absolverán y podrá olvidarse de todo.
El sargento Williams me aumentó las raciones, para que, como decía él, estuviera fuerte para el proceso, y el comandante británico del campamento me invitó a dar un paseo en coche el mismo día en que se difundió la noticia. Solos, sin escolta, recorrimos los bosques del Taunus, dejamos el coche bajo un enorme árbol frutal, anduvimos por el bosque y me habló de las cacerías de osos en Cachemira.
Eran unos hermosos días de septiembre. A fines de mes, un jeep americano cruzó la verja: venían a buscarme. Al principio el comandante británico se negó á entregar a su prisionero y pidió instrucciones a Francfort. El sargento Williams me dio infinidad de galletas y me preguntó una y otra vez si deseaba llevarme algo más de su almacén. Cuando por fin subí al coche, casi todo el personal del campamento había salido al patio. Todos me desearon suerte. Nunca olvidaré los bondadosos y asustados ojos del coronel británico cuando se despidió de mí en silencio.
NUREMBERG
Aquella noche fui ingresado en el tristemente célebre centro de interrogatorios de Oberursel, cerca de Francfort, donde el sargento de guardia me hizo objeto de chistes tontos y sarcásticos y me fue servida una insípida sopa aguada que acompañé mordisqueando mis galletas inglesas. Me acordaba con nostalgia del hermoso Kransberg. Durante la noche oí los ordinarios gritos de los guardianes americanos, respuestas angustiadas y gritos; por la mañana pasó junto a mí, bajo custodia, un general alemán: parecía desmoralizado y lleno de desesperación.
Proseguimos el viaje en un camión cubierto con lonas. Yo iba apretujado entre otros prisioneros. Reconocí entre ellos al doctor Strölin, alcalde de Stuttgart, y a Horthy, regente del Reich en Hungría. No se nos comunicó nuestro destino, pero tampoco hacía falta; estaba claro que era Nuremberg. Ya era de noche cuando llegamos. Se abrió una puerta; por unos instantes me encontré en el pasillo del ala que había visto en el periódico hacía unas semanas, pero antes de darme cuenta ya estaba otra vez encerrado. Por la abertura de la puerta de la celda de enfrente asomó la cabeza Göring. Un saco de paja, unas mantas sucias y rotas y ningún contacto personal con los presos. A pesar de que los cuatro pisos estaban ocupados reinaba un silencio siniestro, sólo interrumpido de vez en cuando al abrirse la puerta de una celda y sacar a un preso para interrogarlo. Göring, mi vecino de enfrente, no cesaba de recorrer la celda de un lado a otro; a intervalos regulares veía pasar una parte de su pesado cuerpo por delante de la mirilla.
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También yo empecé pronto a pasear por mi celda, al principio arriba y abajo y después, para aprovechar mejor el espacio, en círculos.
Al cabo de una semana, durante la cual permanecí en la incertidumbre sin que nadie me hiciera el menor caso, se produjo un cambio modesto para una persona corriente, pero trascendental para mí: fui trasladado al tercer piso, a la fachada de sol, donde había mejores celdas y mejores camas. Allí fue a verme por primera vez el director americano de la prisión, coronel Andrus.
—
Very pleased to see you!
Como comandante del campo de prisioneros de Mondorf, Andrus había actuado con el máximo rigor, y ahora me pareció percibir cierto tono burlón en sus palabras. Por el contrario, fue muy grato volver a ver al personal alemán. Los cocineros, los que repartían la comida y los peluqueros había sido cuidadosamente reclutados entre los prisioneros de guerra. Precisamente porque también ellos habían pasado por el sufrimiento del cautiverio, se mostraban muy serviciales con nosotros siempre que no hubiera guardianes. Y a través de aquellos hombres llegaban discretamente hasta nosotros algunas noticias de la prensa, saludos y mensajes de aliento.
Si bajaba el batiente superior de la alta ventana de la celda podía tomar el sol de cintura para arriba. Tumbado en el suelo, sobre unas mantas, iba cambiando de posición para captar hasta el último rayo del atardecer. No había luz, ni libros, ni revistas. Dependía exclusivamente de mis propios recursos para combatir aquella opresión interna cada vez más acuciante.
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Sauckel era conducido frecuentemente por delante de mi celda. Cuando me veía, su expresión se volvía sombría, pero también mostraba cierto embarazo. Por fin se abrió también la puerta de mi celda y apareció un soldado americano con una tarjeta en la mano en la que figuraban mi nombre y la sala donde debía efectuarse el interrogatorio. Para llegar a ella tuvimos que cruzar varios patios y escaleras interiores del Palacio de Justicia de Nuremberg. Por el camino me crucé con Funk, que, muy afectado y deprimido, volvía de un interrogatorio. La última vez que nos habíamos visto, los dos estábamos en Berlín y en libertad.
—Así es como volvemos a vernos… —exclamó al pasar.
Por el aspecto que ofrecía, sin corbata, con el traje arrugado y el rostro pálido y demacrado, pude deducir cuál era la estampa que presentaba yo. Hacía varias semanas que no me veía en un espejo, y así seguiría durante años. Vi también a Keitel de pie en uno de los despachos, rodeado de varios oficiales americanos. También él ofrecía un aspecto tremendamente decaído.
Un joven oficial americano me estaba esperando. Amablemente, me invitó a sentarme y empezó a pedirme algunas explicaciones. Al parecer, Sauckel había estado tratando de desorientar a las autoridades que llevaban a cabo la instrucción del proceso presentándome como único responsable por la utilización de mano de obra extranjera. El oficial se mostró benévolo y, por propia iniciativa, redactó una declaración jurada que volvía a poner las cosas en su lugar. Yo me sentí aliviado, pues hasta entonces tuve la impresión de que, según la vieja práctica de «acusar al ausente», había sido bastante atacado desde mi marcha de Mondorf. Poco después fui conducido ante el segundo jefe de la acusación, Dodd. Sus preguntas eran duras y agresivas, pero yo no quería dejarme intimidar y le respondí sinceramente y sin evasivas, sin considerar mi futura defensa. Es más, omití ciertas cosas que podrían haberse tomado como una disculpa. Cuando volví a la celda tenía la sensación de haber caído en una trampa. Efectivamente, aquella declaración constituiría después una pieza fundamental de la acusación contra mí.
No obstante, al mismo tiempo aquel interrogatorio me dio nuevas fuerzas; creía, y sigo creyendo, que actué correctamente al no emplear evasivas ni tratar de protegerme. Esperé atemorizado, pero también con el propósito de seguir por el mismo camino, el siguiente interrogatorio, que ya me habían anunciado, pero no llegó a producirse. Tal vez mi franqueza los impresionó; ignoro la causa de la suspensión. Sólo hubo unas cuantas preguntas muy correctas, efectuadas por unos oficiales soviéticos a los que acompañaba una secretaria muy maquillada que me llevó a cambiar la imagen que la propaganda me había dado de las rusas. A cada respuesta mía, los oficiales asentían y decían: «
Tak, tak
», lo que me sonaba un poco raro, pero pronto me enteré de que venía a significar «aja». El coronel soviético me preguntó un día:
—Pero usted leído habrá
Mi lucha
de Hitler, ¿no?
En realidad no había hecho más que hojearlo, en parte porque el propio Hitler decía que el libro estaba superado y en parte porque su lectura resultaba difícil. Cuando respondí que no, se divirtieron de lo lindo. Irritado, me retracté y dije que sí lo había leído. Al fin y al cabo, era la única respuesta verosímil. Pero esta mentira tuvo consecuencias inesperadas durante el proceso. En el contrainterrogatorio, el fiscal soviético me echó en cara mi falsa confesión; hallándome bajo juramento, tuve que atenerme a la verdad y reconocer que en aquella ocasión había mentido.
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A fines de octubre, todos los acusados fuimos reunidos en la planta baja y se desalojaron las celdas de aquel ala que ocupaban otros presos. El silencio era inquietante. Veintiún hombres esperaban su proceso.
Entonces llegó también Rudolf Hess, procedente de Inglaterra; iba embutido en un abrigo gris y esposado a dos soldados americanos. Hess tenía una expresión ausente y obstinada a la vez. Aunque ya me había acostumbrado a ver a todos aquellos acusados que llevaban soberbios uniformes y se conducían con altivez o jovialidad, ahora la escena me parecía irreal; a veces creía estar soñando.
El caso es que también nosotros nos comportábamos ya como prisioneros. Por ejemplo, ¿quién de nosotros, cuando todavía era mariscal del Reich, almirante, ministro o jefe nacional, habría creído nunca que acabaría sometiéndose al test de inteligencia de los psicólogos militares americanos? Y, sin embargo, el test no sólo se realizó sin que nadie opusiera resistencia, sino que todos se esforzaron por ver confirmadas en él sus aptitudes.
El vencedor sorpresa del test, que comprendía pruebas de memoria, de capacidad de reacción y de creación imaginativa, fue Schacht. Ganó porque la edad suponía unos puntos de bonificación. Seyss-Inquart, de quien nadie lo habría sospechado, obtuvo la mayor puntuación efectiva. También Göring se encontraba entre los primeros; yo conseguí un satisfactorio lugar intermedio.
Varios días después de que nos aislaran de los restantes presos, el silencio mortal de nuestro bloque de celdas se vio roto por una comisión de oficiales que iban pasando de celda en celda. Les oía pronunciar unas palabras que no lograba entender, hasta que finalmente abrieron también mi puerta y me entregaron sin preámbulos un pliego de cargos impreso. Había terminado la instrucción y ahora empezaba el proceso propiamente dicho. En mi ingenuidad, yo había supuesto que cada uno de nosotros recibiría su pliego de cargos particular. Sin embargo, ahora resultaba que cada uno de nosotros era acusado de todos los terribles crímenes que constaban en el documento. Cuando terminé de leerlo me invadió una sensación de desconsuelo. Pero en la desesperación ante lo sucedido y en el papel que yo había tenido en ello encontré también la línea de conducta que debía seguir durante el proceso: considerar irrelevante mi propio destino y no luchar por mi vida, sino asumir mi responsabilidad en un sentido general. A pesar de la resistencia de mi abogado y del esfuerzo que supuso el proceso, me mantuve firme en mi decisión.
Bajo el impacto de la acusación, escribí a mi esposa: «Debo dar mi vida por concluida. Sólo así podré configurar esa conclusión tal y como lo estimo necesario […]. Debo comparecer aquí como ministro del Reich, no como un particular. No debo guardar consideraciones ni para con vosotros ni para conmigo mismo. Sólo deseo una cosa: ser lo bastante fuerte para mantenerme en esta línea. Por extraño que parezca, estoy bien en los momentos en que dejo atrás toda esperanza y, en cambio, me siento inseguro e inquieto cuando creo vislumbrar una oportunidad […]. Tal vez con mi actitud pueda ayudar una vez más al pueblo alemán. Tal vez lo consiga. Aquí no hay muchos que puedan lograrlo».
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Cuando por aquellos días el psicólogo de la cárcel, C. M. Gilbert, fue de celda en celda con un ejemplar del pliego de cargos para recoger en él los comentarios y opiniones de los acusados y tuve ocasión de ver las frases, irónicas unas y evasivas otras, que habían escrito muchos de los demás acusados, yo escribí, con gran asombro suyo: «El proceso es necesario. Incluso en un Estado autoritario cabe exigir responsabilidades por tan horribles crímenes».
Aún hoy considero que el mayor esfuerzo psíquico de toda mi vida es haber logrado mantener esta convicción a lo largo de los más de diez meses que duró el proceso.
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Junto con el pliego de cargos se nos hizo entrega de una larga lista de nombres de abogados alemanes entre los cuales podíamos elegir a nuestro defensor, salvo que quisiéramos proponer alguno por nuestra cuenta. Por más que me esforcé, no pude recordar a ningún abogado, y los nombres de aquella lista me eran completamente desconocidos. Así pues, pedí al tribunal que eligiera por mí. Unos días después fui conducido a la planta baja del Palacio de Justicia. Un hombre flaco y de baja estatura se levantó de una mesa; usaba gruesas lentes y hablaba en voz baja.
—Si está usted conforme, voy a ser su abogado. Soy Hans Flächsner, de Berlín.
Tenía la mirada amable y no se daba importancia. Cuando empezamos a discutir algunos detalles de la acusación, me expresó su simpatía de forma nada teatral, lo cual me agradó. Finalmente me entregó un formulario:
—Llévese esto y piense si quiere que sea su defensor.
Yo firmé en aquel mismo momento y nunca me he arrepentido. Durante todo el proceso, Flächsner demostró ser un abogado considerado y sensible. Y, lo que fue más importante para mí, de su simpatía y comprensión surgió entre nosotros, a lo largo de los diez meses del proceso, un afecto auténtico que aún perdura.
Mientras se instruía el caso, la acusación había impedido que los presos estuviéramos en contacto. Ahora se aligeró un poco esta norma, de manera que no sólo coincidíamos a menudo en el patio de la prisión, sino que podíamos cambiar impresiones libremente. El proceso, el pliego de cargos, la ilegitimidad del tribunal internacional y la profunda indignación ante aquella afrenta: durante los paseos tenía que escuchar una y otra vez los mismos temas y argumentos. Entre los veintiún acusados, sólo encontré a uno que estuviera de acuerdo conmigo: Fritzsche, con quien pude hablar largamente sobre el principio de la responsabilidad. Más adelante, también Seyss-Inquart demostró comprenderlo. Con cualquiera de los demás, cualquier discusión al respecto habría sido inútil y fatigosa. Hablábamos lenguas distintas.