Albert Speer (95 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Por el contrario, quería referirme muy brevemente, sólo para demostrar hasta qué punto me parecían peligrosos los propósitos destructivos de Hitler, al atentado que había estado planeando.

—No quisiera extenderme en detalles —dije, en tono evasivo.

Los jueces intercambiaron unas frases y el presidente del tribunal se dirigió a mí para decir:

—El tribunal desea oír los detalles. Por el momento se levanta la sesión.

Yo no me sentía inclinado a dar más explicaciones, pues quería evitar a toda costa vanagloriarme de aquello. De manera que obedecí contra mi voluntad y convine con mi defensor que no emplearía aquella parte de mi declaración en el alegato de la defensa.
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De nuevo sobre la pauta claramente marcada en nuestro manuscrito, pronuncié sin incidentes la última parte de mi declaración, que se refería al postrer período de la guerra. A fin de debilitar la impresión de haber hecho algún mérito especial, puntualicé conscientemente:

—En realidad, estas actividades no eran muy peligrosas. A partir de enero de 1945, en Alemania se podía aplicar cualquier medida razonable en contra de la política oficial; cualquier hombre prudente las recibía bien. Todos los interesados sabían lo que significaban nuestras contraórdenes. En aquellos momentos, hasta los antiguos miembros del Partido cumplieron con su deber para con el pueblo. Juntos pudimos hacer mucho para neutralizar las delirantes órdenes de Hitler.

Flächsner cerró el manuscrito con visible alivio, fue a ocupar su asiento junto a los demás abogados y en su lugar apareció entonces Jackson, primer fiscal de Estados Unidos y miembro del Tribunal Supremo norteamericano. Aquello no fue una sorpresa para mí, ya que la víspera por la noche un oficial americano había venido a mi celda para comunicarme que Jackson se ocuparía personalmente del contrainterrogatorio también en mi caso. A diferencia de lo que era habitual en él, empezó con calma, con voz casi benévola. Después de asegurarse una vez más de mi responsabilidad en el empleo de millones de trabajadores forzados mediante preguntas y documentos, apoyó la segunda parte de mi declaración: que yo había sido el único que tuvo el valor de decirle a Hitler a la cara que la guerra estaba perdida. Haciendo honor a la verdad, mencioné también a Guderian, a Jodl y a varios comandantes en jefe de los grupos de ejércitos que también se habían enfrentado abiertamente a Hitler. A su pregunta de si hubo más complots de los que yo había citado, respondí con vaguedad:

—En aquellos momentos era sencillísimo urdir un complot. Uno se podía dirigir casi a cualquiera que pasara por la calle. Cuando se le explicaba cuál era la situación, respondía: «Es una verdadera locura». Y, si tenía valor, enseguida se ofrecía… No era tan peligroso como pueda parecer ahora, pues quizá sólo habría unas pocas docenas de insensatos. Los ochenta millones restantes eran muy razonables en cuanto averiguaban lo que pasaba.
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Tras un nuevo contrainterrogatorio a cargo del representante de la acusación soviética, el general Raginsky, plagado de malentendidos a causa de los errores de traducción, se adelantó nuevamente Flächsner para entregar al tribunal un legajo con las declaraciones escritas de mis doce testigos; con ello terminaba la vista de la causa contra mí. Hacía varias horas que sufría fuertes dolores de estómago; cuando volví a mi celda, me dejé caer en la litera vencido tanto por el dolor físico como por el agotamiento moral.

CAPÍTULO XXXV

CONSECUENCIAS

Los acusadores tomaron la palabra por última vez; con sus alegatos se cerraba el proceso. A nosotros ya sólo nos quedaba pronunciar nuestras últimas palabras. Iban a ser difundidas íntegramente por radio, por lo que tendrían un significado especial: era nuestra última oportunidad de hablar en público y de mostrar al pueblo alemán al que nosotros habíamos descarriado el camino para salir de aquel dilema; para ello debíamos reconocer nuestra culpa y exponer claramente los crímenes del pasado.
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Aquellos nueve meses nos marcaron profundamente. Incluso Göring, que había iniciado el proceso con un agresivo propósito de justificarse, habló en su última intervención de los graves crímenes que se habían descubierto y condenó los terribles asesinatos en masa, a su juicio incomprensibles. Keitel aseguró que escogería la muerte antes de dejarse involucrar en tales atrocidades. Frank habló de la culpa que Hitler y el pueblo alemán habían cargado sobre sí. Previno a los recalcitrantes contra «el camino de la necedad política que forzosamente lleva a la degeneración y a la muerte». Aunque su discurso sonó algo exaltado, coincidía con mi punto de vista. Incluso Streicher condenó el «genocidio de los judíos» que Hitler había llevado a cabo, Funk habló de horribles crímenes que lo llenaban de profunda vergüenza, Schacht estaba «consternado por las atrocidades sin nombre que él había tratado de evitar», Sauckel se mostraba «conmocionado en lo más profundo de su alma por los crímenes que habían sido revelados durante el proceso», Von Papen declaró que «las fuerzas del mal habían resultado ser más poderosas que las del bien», Seyss-Inquart habló de «terribles excesos», Fritzsche manifestó que «el asesinato de cinco millones de criaturas constituía una horrible advertencia para el futuro». Sin embargo, todos negaron haber participado en estos acontecimientos.

En cierto modo, mis esperanzas se habían cumplido; la culpa jurídica se había concentrado en gran parte en nosotros, los acusados. En aquella desafortunada época, además de la depravación humana, entró por vez primera en la Historia un factor que distinguía a aquel régimen despótico de todos los precedentes y que en el futuro adquiriría mayor importancia. En mi calidad de máximo representante de un poder técnicamente muy desarrollado que acababa de emplear contra la humanidad, sin escrúpulos ni inhibiciones, todos los medios que tenía a su alcance,
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yo trataba no sólo de admitir aquellos hechos, sino también de comprender lo que había sucedido. Al tomar la palabra por última vez dije: «La de Hitler fue la primera dictadura de un Estado industrializado en estos tiempos de técnica moderna, una dictadura que, para ejercer el dominio sobre su propio pueblo, supo servirse a la perfección de todos los medios técnicos […]. Mediante los productos de la técnica, como la radio y el altavoz, ochenta millones de personas pudieron ser sometidas a la voluntad de un único individuo. El teléfono, el télex y la radio permitieron transmitir sin dilación las órdenes dictadas por la suprema jerarquía a los órganos inferiores, donde fueron obedecidas ciegamente debido a su elevada autoridad. Así, numerosas oficinas y unidades militares recibieron directamente sus siniestras órdenes. Se hizo posible crear una extensa red de vigilancia de la población y conseguir un alto grado de confidencialidad de los actos criminales. Para alguien de fuera tal vez este aparato estatal sea como los cables enmarañados, en apariencia sin sentido, de una centralita telefónica, pero, igual que esta, podía ser manejado y dirigido por una única voluntad. Las dictaduras de otros tiempos precisaban de hombres de grandes cualidades incluso en los puestos inferiores; hombres que supieran pensar y actuar por su cuenta. El sistema autoritario de los tiempos de la técnica puede prescindir de ellos; los medios de telecomunicaciones permiten mecanizar el trabajo del mando inferior. La consecuencia de todo ello es el tipo de hombre que se limita a obedecer órdenes sin cuestionarlas».

Los hechos criminales de aquellos años no se debían sólo a la personalidad de Hitler. La enormidad de aquellos delitos también debía atribuirse a que Hitler fue el primero en poder servirse de los medios de la técnica para multiplicarlos.

Pensé en las consecuencias que podría tener en el futuro un poder político ilimitado que actuara en complicidad con el de la técnica, dejándose asistir, pero también dominar, por ella. Aquella guerra, dije, habría terminado utilizando cohetes teledirigidos, aviones supersónicos y bombas atómicas, y existía también la perspectiva de las armas químicas y bacteriológicas. Al cabo de cinco o diez años, un cohete atómico manipulado por una docena de hombres podría aniquilar en unos segundos a un millón de seres humanos en el centro de Nueva York, así como propagar epidemias y destruir cosechas por medio de la guerra química. «Cuanto más se tecnifique el mundo, mayor es el peligro. […] Como antiguo ministro de unos armamentos altamente desarrollados, es mi último deber constatar aquí que una nueva gran guerra acabaría destruyendo toda cultura humana y toda la civilización. Nada impediría a una técnica y una ciencia que hubieran escapado a nuestro control consumar la obra de aniquilación del ser humano que han iniciado ya en esta guerra de forma tan terrible […]».
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«La frecuente pesadilla —dije— de que algún día los pueblos puedan llegar a ser dominados por la técnica ha estado a punto de realizarse bajo el sistema autoritario de Hitler. Todos los Estados del mundo corren hoy el riesgo de caer bajo el terrorismo de la técnica, aunque en una dictadura moderna ese peligro me parece ineludible. Por lo tanto, cuanto más se tecnifique el mundo será más necesario que, en contrapartida, se fomente la libertad individual y el respeto de cada hombre hacia su propia dignidad. […] Por ello, este proceso debe contribuir a establecer las reglas fundamentales en que se basa la convivencia humana. ¿Qué importancia tiene mi propio destino, después de todo lo que ha pasado y ante una meta tan elevada?».

Considerando el desarrollo del proceso, mi situación me parecía desesperada. Mi última frase no constituía de ningún modo una expresión puramente retórica. Daba mi vida por concluida.
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• • •

El tribunal se retiró por tiempo indefinido para deliberar sobre la sentencia. Esperamos cuatro largas semanas. Durante aquel tiempo de tensión casi insoportable, exhausto tras los ocho meses de tortura mental del proceso, estuve leyendo precisamente la novela de Dickens sobre la Revolución Francesa Historia de dos ciudades. En ella se relata cómo los prisioneros aguardaban en la Bastilla su incierto destino con serenidad e incluso con alegría. Yo, por mi parte, era incapaz de sentir aquella libertad interior. El representante soviético de la acusación había pedido para mí la pena de muerte.

El 30 de septiembre de 1946, vestidos con nuestros trajes recién planchados, nos sentamos por última vez en el banquillo de los acusados. El tribunal había decidido evitarnos la presencia de los reporteros gráficos y operadores de cine durante la lectura de los considerandos. Los grandes focos que hasta entonces habían iluminado la sala para que se pudieran grabar todos nuestros movimientos estaban apagados. La sala ofrecía un aspecto excepcionalmente lóbrego cuando, al entrar los jueces, los acusados, defensores, fiscales, observadores y periodistas se levantaron en su honor por última vez. Como en todas las demás sesiones, el presidente del tribunal, Lord Lawrence, se inclinó en todas direcciones y también hacia nosotros, los acusados. A continuación tomó asiento.

Los jueces se fueron relevando. Durante varias horas leyeron con voz monótona el capítulo sin duda más atroz de la Historia alemana. Me pareció que, al menos, la condena de los dirigentes descargaba al pueblo alemán de su culpa jurídica. Y es que si quien había sido durante años el jefe de las Juventudes Hitlerianas, Baldur Von Schirach, o el ministro de Economía de Hitler, Hjalmar Schacht, que había dirigido al principio la producción de armamentos, eran absueltos de la acusación de haber preparado y realizado una guerra de agresión, ¿cómo culpar entonces de ello a ningún soldado o a las mujeres y niños? Si el gran almirante Raeder y el lugarteniente de Hitler, Rudolf Hess, eran absueltos de la acusación de haber participado en crímenes contra la humanidad, ¿cómo culpar entonces de ello, en términos jurídicos, a ningún técnico u obrero alemán? Además, yo esperaba que el proceso ejerciera una influencia directa sobre la política de ocupación de las potencias vencedoras: no podían actuar contra nuestro pueblo del mismo modo que acababan de definir como criminal. Pensaba sobre todo en el punto que constituía la acusación principal contra mí: el trabajo forzado.
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Siguieron los considerandos de cada caso individual, aunque sin que se diera a conocer aún la sentencia.
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Mis actividades fueron expuestas fría y objetivamente, en perfecta consonancia con lo que yo había declarado durante los interrogatorios. Se me reprochó mi responsabilidad en la deportación de obreros y haber combatido los planes de Himmler únicamente por motivos de productividad, haber empleado sin vacilar a los presos de sus campos de concentración y haber insistido en poner a trabajar a los prisioneros de guerra soviéticos en la industria de armamentos. Se me reprochó, además, no haber atendido a ninguna consideración humanitaria ni ética al formular mis peticiones y haber contribuido así a la implantación del trabajo forzado.

Ninguno de los acusados, ni siquiera los que no podían esperar más que una sentencia de muerte, perdió la serenidad durante aquella lectura. Escuchaban en silencio, sin ningún signo perceptible de excitación. Aún hoy me parece inconcebible que pudiera resistir aquel proceso sin desmoronarme y que lograra atender a la lectura de los considerandos, aunque presa del miedo, conservando cierta capacidad de resistencia y de autocontrol. Flächsner se sentía demasiado optimista:

—¡Con semejantes considerandos, quizá sólo le impongan cuatro o cinco años!

Al día siguiente, antes de que se dictaran las sentencias, los acusados nos vimos por última vez. Nos encontramos en el sótano del Palacio de Justicia. Uno a uno iban entrando en un pequeño ascensor y ya no volvían. Arriba se dictaban las sentencias. Por fin me llegó el turno. Subí acompañado por un soldado americano. Se abrió una puerta y me encontré en un pequeño estrado en la sala, frente a los jueces. Me entregaron unos auriculares. En mis oídos resonaron estas palabras:

—Albert Speer, condenado a veinte años de prisión.

Varios días después firmé la sentencia. Renuncié a formular una petición de clemencia a las cuatro potencias. Cualquier pena resultaba insignificante comparada con la catástrofe que habíamos provocado en el mundo. «Porque hay cosas —escribí en mi diario varias semanas después— de las que uno es culpable incluso aunque pueda disculparse, sencillamente porque la enormidad del crimen es tan desmesurada que anula cualquier disculpa humana».

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