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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (92 page)

BOOK: Albert Speer
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Para mi sorpresa, la caída desde las alturas del poder, que tal vez en circunstancias normales vaya acompañada de graves crisis, no me produjo ningún trastorno interior. También me adapté rápidamente a las condiciones del cautiverio, lo cual tal vez deba atribuirse a mis doce años de adiestramiento en la subordinación, pues, pensándolo bien, en el Estado de Hitler yo ya era un prisionero. Ahora, liberado de la responsabilidad de las decisiones diarias, durante los primeros meses me acometió una desconocida necesidad de dormir y se apoderó de mí una fatiga espiritual que procuraba que no trascendiera al exterior.

En Flensburg nos reencontramos todos los miembros del Gobierno de Dönitz en una habitación, como si se tratara de una sala de espera. Ahí estábamos, sentados en unos bancos que había a lo largo de las paredes y rodeados de las maletas que contenían nuestros efectos personales. Así debían de verse los emigrantes que aguardaban la llegada de su barco. Reinaba un humor melancólico. Uno a uno nos fueron llamando a una habitación contigua en la que nos registraban, paso previo a nuestro encierro. Cada cual salía de allí, según su carácter, malhumorado, deprimido u ofendido. Cuando me llegó el turno, también yo sentí repugnancia ante el desagradable examen al que fui sometido. Probablemente lo hacían así a consecuencia del suicidio de Himmler, que había mantenido escondida en la boca una cápsula de veneno.

Dönitz, Jodl y yo fuimos conducidos a un pequeño patio en el que gran cantidad de ametralladoras nos apuntaba dramáticamente desde las ventanas del piso superior. Los fotógrafos de prensa y los cámaras cumplieron con su cometido, mientras yo trataba de aparentar que toda aquella escenografía, montada únicamente para los noticiarios semanales, me traía sin cuidado. Después, junto con los restantes compañeros de desgracia de la sala de espera, nos comprimieron en varios camiones. Delante y detrás de nosotros, según podía ver en las curvas despejadas, marchaba una escolta compuesta por treinta o cuarenta vehículos acorazados, la mayor que haya tenido nunca, ya que hasta entonces solía viajar en mi coche solo y sin protección. En un campo de aviación subimos a dos aparatos bimotores de carga. Sentados en maletas y cajones, debíamos de ofrecer ya un aspecto muy convincente como prisioneros. El punto de destino nos era desconocido. Hacía falta cierta capacidad de adaptación para acostumbrarse a no saber nunca en el futuro adonde iba uno, después de haber decidido durante tantos años nuestras rutas con tanta naturalidad. Sólo dos de aquellos viajes tuvieron un destino inequívoco: Nuremberg y Spandau.

Sobrevolamos paisajes costeros y luego, durante mucho tiempo, el mar del Norte. Entonces, ¿nos dirigíamos a Londres? El avión puso rumbo al sur. A juzgar por el paisaje y la densidad de población, estábamos cruzando Francia. Divisamos una gran ciudad. Reims, dijeron algunos, pero era Luxemburgo. El avión aterrizó. Fuera se formó un doble cordón de soldados americanos, todos con la metralleta apuntando hacia el pasillo por el que debíamos avanzar. Sólo había visto un recibimiento semejante en las películas de gángsters, cuando por fin conseguían detener a la banda de delincuentes. Subimos a unos primitivos camiones provistos de un doble banco de madera; entre cada uno de nosotros había soldados que nos apuntaban con sus metralletas: así atravesamos varios pueblos, entre silbidos y abucheos ininteligibles de la población. Había empezado la primera etapa de mi cautiverio.

Nos detuvimos delante de un gran edificio, el Hotel Palace de Mondorf, y fuimos conducidos a la sala de recepción. Fuera, a través de las vidrieras, vimos a Göring y a otros antiguos jerarcas del Tercer Reich paseando arriba y abajo. Ministros, mariscales, jefes nacionales del Partido, secretarios y generales. Constituía una imagen fantasmagórica ver de nuevo allí reunidos a todos los que durante los últimos días de la guerra se habían diseminado como arena en todas direcciones. Yo me mantenía apartado y absorbía en la medida de lo posible la paz del lugar. Sólo una vez me dirigí a Kesselring para preguntarle por qué había seguido volando puentes aun después de que hubieran quedado sin efecto las órdenes de Hitler. Con obcecada mentalidad militar, me dijo que mientras se estuviera luchando había que volar puentes. A él, en su calidad de comandante en jefe, lo único que lo preocupaba era la seguridad de sus soldados. No tardaron en producirse roces por cuestiones de jerarquía. Göring era el sucesor que Hitler había nombrado años atrás, mientras que Dönitz era el nuevo jefe del Estado, proclamado por Hitler en el último momento. Pero Göring, en su calidad de mariscal del Reich, era también el oficial presente de mayor graduación. Se entabló una callada lucha entre el nuevo jefe del Estado y el destituido sucesor para determinar a quién correspondía la preferencia en el desalojado Hotel Palace de Mondorf, quién debía presidir la mesa y, en general, quién era el líder indiscutible de nuestro grupo. No pudo llegarse a un acuerdo. Pronto ambas partes evitaron coincidir en las puertas; en el comedor, cada uno se sentaba presidiendo una mesa distinta. Göring, sobre todo, se revelaba consciente en todo momento de su posición especial. Cierta vez en que el doctor Brandt le habló, entre otras cosas, de todo lo que había perdido, Göring comentó:

—¡Bah, qué sabrá usted! No tiene motivos para quejarse. ¿Qué ha llegado a tener usted? Yo, en cambio, que he tenido tantas cosas…

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Apenas dos semanas después de nuestro ingreso se me comunicó que iba a ser trasladado; desde aquel momento, casi imperceptiblemente, los americanos empezaron a tratarme con cierto respeto. Muchos de mis compañeros de cautiverio, que todavía no se habían hecho a la idea de que las cosas también podían marchar sin nosotros, interpretaron aquella noticia con excesivo optimismo y la vieron como un encargo para reconstruir Alemania. Me mandaron recuerdos para amigos y parientes. Frente a la puerta del Hotel Palace había un coche esperando; esta vez no era un camión, sino una limusina, y no lo conducía un policía militar con metralleta, sino un teniente que me saludó con amabilidad. Viajamos hacia el Oeste, vía Reims, con destino a París. En el centro de la capital, el teniente se apeó delante de un edificio público y volvió a salir poco después. Provisto de un plano y de nuevas órdenes, nos condujo aguas arriba del Sena. En mi confusión creí que me llevaba a la Bastilla, olvidando por completo que había sido demolida hacía años. Pero el teniente estaba nervioso, cotejaba los nombres de las calles y, según comprobé con alivio, se había extraviado. Chapurreando con esfuerzo mi inglés escolar, me ofrecí como guía. Por fin, no sin vacilar, me indicó nuestro destino: el Hotel Trianon Palace de Versalles. Yo conocía bien el camino. Había sido mi alojamiento favorito mientras diseñaba el pabellón alemán de la Exposición Universal de 1937.

Los lujosos automóviles estacionados allí y la guardia de honor apostada en el portal me indicaron que aquel hotel no era un centro de prisioneros, sino la sede de los aliados. Era el cuartel general de Eisenhower. El teniente desapareció en el interior del edificio y yo me quedé contemplando tranquilamente el ir y venir de los coches de los generales. Después de una larga espera, un sargento nos condujo por una avenida, a través de unos prados, hasta un palacete cuya verja se abrió cuando llegamos.

Durante varias semanas, Chesnay se convirtió en mi alojamiento. Fui a dar a una pequeña habitación del segundo piso, con vistas a un patio interior, espartanamente equipada con una cama de campaña y una silla. Además, la ventana estaba protegida con denso alambre de espino. Frente a la puerta se apostó un centinela armado.

Al día siguiente tuve ocasión de admirar la fachada principal del palacete. Rodeado de viejos árboles, se hallaba en un pequeño parque provisto de una tapia muy alta por encima de la cual se divisaban las dependencias contiguas del palacio de Versalles. Bellas esculturas del siglo XVIII creaban un ambiente idílico. Se me permitió pasear durante media hora; me seguía un soldado con metralleta. Estaba prohibido establecer contactos, pero al cabo de unos días ya tenía bastante información sobre los demás presos. Casi todos eran técnicos y científicos de relieve, peritos agrícolas y especialistas de ferrocarriles; entre ellos se encontraba el antiguo ministro Dorpmüller. Reconocí al profesor Heinkel, el constructor de aviones, y a uno de sus colaboradores, así como a otros muchos que habían trabajado conmigo. Una semana después de mi llegada me retiraron a mi acompañante perpetuo y me permitieron moverme libremente durante mis paseos. Con ello terminó la monotonía del aislamiento y mi bienestar psíquico mejoró bastante. Llegaron nuevos inquilinos: varios colaboradores de mi Departamento, entre ellos Frank y Saur, acompañados de algunos oficiales técnicos de las fuerzas americanas y británicas que deseaban ampliar sus conocimientos. Estábamos todos de acuerdo en que pondríamos nuestras experiencias técnicas en la producción de armamento a su servicio.

Yo no pude contribuir demasiado a ello, pues era Saur quien conocía bien todos los detalles. Así pues, quedé infinitamente agradecido al comandante del centro de internamiento, un paracaidista británico, cuando me sustrajo de aquel espantoso aburrimiento y me invitó a dar un paseo en coche.

Por entre pequeños parques y palacetes nos dirigimos a Saint Germain, la hermosa obra de Francisco I, y desde allí, por la orilla del Sena, a París. Pasamos por delante del Coq Hardi, el célebre restaurante de Bougival donde tantas veladas deliciosas había pasado con Cortot, Vlaminck, Despiau y otros artistas franceses, y llegamos a los Campos Elíseos. Una vez allí, el comandante me propuso dar una vuelta a pie, a lo que me negué en atención a él, pues siempre cabía la posibilidad de que alguien me reconociera. Más allá de la Plaza de la Concordia doblamos hacia los muelles del Sena. Aquello estaba menos concurrido, por lo que nos arriesgamos a caminar un poco, y después regresamos al centro pasando por Saint Cloud.

Varios días después, en el patio del palacio se detuvo un gran autocar y una especie de grupo de turistas, entre ellos Schacht y el antiguo jefe de la organización de Armamentos, el general Thomas, se alojaron entre nosotros. Eran internos destacados de los campos de concentración alemanes que habían sido liberados por los americanos al sur del Tirol, posteriormente conducidos a Capri y, por fin, a nuestro campamento. Se decía que también Niemöller estaba entre ellos; ninguno de nosotros lo conocía, pero entre los recién llegados había un hombre de aspecto muy frágil, pelo blanco y traje negro. Aquel tenía que ser Niemöller, pensamos Heinkel, el constructor Flettner y yo. Sentíamos gran compasión por aquel hombre tan visiblemente marcado por los muchos años de cautiverio; Flettner se encargó de expresarle nuestra simpatía, pero no había hecho más que empezar a hablar cuando el otro lo interrumpió:

—¡Thyssen! ¡Mi nombre es Thyssen! Niemöller está ahí delante.

Allí estaba, en efecto, con aspecto juvenil y reconcentrado, fumando en pipa; un ejemplo de cómo pueden llegar a soportarse durante años las penalidades del cautiverio. Más adelante iba a acordarme muchas veces de él. El autocar siguió adelante varios días después; sólo se quedaron con nosotros Thyssen y Schacht.

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Cuando el cuartel general de Eisenhower fue trasladado a Francfort, frente a nuestro campamento apareció una columna de unos diez camiones militares americanos. Según un plan cuidadosamente elaborado, nos distribuyeron en dos camiones abiertos, provistos de bancos de madera; en los restantes cargaron el mobiliario. Al atravesar París, cada vez que nos deteníamos a causa del tráfico se congregaba a nuestro alrededor una multitud que nos lanzaba insultos y amenazas. A mediodía hicimos alto en un campo situado al este de París; guardianes y prisioneros se mezclaban despreocupados y ofrecían un cuadro muy pacífico. El objetivo de la primera jornada de viaje era Heidelberg. Me alegré de que no llegáramos a tiempo, ya que no quería alojarme en la cárcel de mi ciudad natal.

Al día siguiente llegamos a Mannheim. Parecía sin vida, con las calles desiertas y las casas destruidas. Un pobre soldado con la barba desaliñada, el uniforme destrozado y una caja de cartón cargada a la espalda estaba parado en la cuneta, como embobado: era la viva imagen de la derrota. Cerca de Nauheim abandonamos la autopista y, tras subir una cuesta, nos hallamos en el patio de armas del castillo de Kransberg. En el invierno de 1939 yo había ampliado aquel castillo, situado a cinco kilómetros del puesto de mando central de Hitler, para acoger el cuartel general de Göring. Entonces hubo que añadir un ala de dos pisos para albergar a la numerosa servidumbre de Göring. En aquel anexo nos instalaron a nosotros, los prisioneros.

Allí, a diferencia de Versalles, no había alambradas de espino; incluso las ventanas del piso superior de nuestra ala de servicio ofrecían una vista despejada. La verja de hierro forjado diseñada por mí estaba abierta. Podíamos movernos con entera libertad por las tierras del castillo. Cinco años atrás, en la parte alta de la finca había proyectado un huerto de árboles frutales rodeado por una tapia de un metro de altura. Allí nos acomodábamos, con la vista perdida en el panorama de los bosques del Taunus; abajo se extendía el pueblecito de Kransberg, donde las chimeneas humeaban acogedoras.

En comparación con la población civil, obligada a pasar hambre en libertad, nosotros estábamos infinitamente mejor, pues recibíamos raciones militares americanas. Sin embargo, aquel lugar tenía muy mala fama entre los vecinos del pueblo. Según los rumores que corrían, éramos víctimas de muy malos tratos, no se nos daba de comer y en el calabozo de la torre languidecía Leni Riefenstahl. En realidad nos habían llevado a aquella fortaleza para tratar cuestiones técnicas militares. Comparecieron allí numerosos especialistas y casi toda la plana mayor de mi Ministerio, jefes de sección, los jefes de producción de municiones, tanques, automóviles, barcos, aviones y tejidos, los hombres clave de la industria química y diseñadores industriales como el profesor Porsche. Eran muy pocos los curiosos que se perdían por allí. Los detenidos se quejaban, ya que esperaban con razón que después de exprimir sus conocimientos los dejarían en libertad. También Wernher von Braun y sus colaboradores pasaron varios días con nosotros. Él y su equipo habían recibido ofertas de Estados Unidos y de Inglaterra; Von Braun las comentó conmigo; incluso los rusos consiguieron infiltrarse para ofrecerle un contrato a través del personal de cocina del rigurosamente vigilado campamento de Garmisch. Por lo demás, nos sacudíamos el aburrimiento haciendo deporte, organizando series de conferencias científicas e incluso, una vez, Schacht nos recitó poesías con asombrosa sensibilidad. Se creó también un cabaret que ofrecía una función semanal. Asistíamos a todas las representaciones. El tema principal de todos los números era siempre nuestra propia situación, y a veces se nos saltaban las lágrimas de la risa que nos causaba nuestra propia caída.

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