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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (90 page)

BOOK: Albert Speer
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—¿Cómo le ha ido? —me preguntó Poser.

—Gracias a Dios, no voy a tener que hacer de príncipe Max von Baden —respondí aliviado.
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Había interpretado acertadamente la frialdad de Hitler durante la despedida, pues seis días después me suprimió de su testamento político y nombró en mi lugar a Saur, que desde hacía tiempo se había convertido en su favorito.

La calle que discurría entre la Puerta de Brandenburgo y la Columna de la Victoria había sido convertida en pista de despegue con ayuda de unas cuantas luces rojas. Unas brigadas de operarios habían rellenado los hoyos producidos por los últimos impactos de granadas. Despegamos sin dificultades; una sombra cruzó fugazmente a nuestra derecha: la Columna de la Victoria. Teníamos vía libre. En Berlín y sus alrededores podíamos ver grandes incendios, fogonazos de artillería, bolas luminosas que parecían luciérnagas; sin embargo, la escena no podía compararse a la de cualquiera de los grandes bombardeos que había sufrido Berlín. Pusimos proa hacia allí donde el aro del fuego de artillería todavía dejaba un hueco de oscuridad. A eso de las cinco, cuando empezaba a amanecer, llegamos al campo de pruebas de Rechlin.

Hice explicar a un piloto de caza que debía presentar a Karl Hermann Frank, gobernador de Hitler en Praga, la orden firmada por el
Führer
relativa a los directores de Skoda, pero no sé si llegó a su destino. Como deseaba evitar los aviones que batían las carreteras de la zona de combate inglesa en vuelo rasante, me quedaba tiempo hasta la noche para reanudar mi viaje a Hamburgo. En el campo de aviación me enteré de que Himmler se encontraba a sólo cuarenta kilómetros de allí, precisamente en la misma clínica que me había albergado un año antes en tan extrañas circunstancias. Aterrizamos con el «cigüeña» en un prado cercano. Himmler se mostró sorprendido al verme. Me recibió en la misma habitación que yo había ocupado y, para que la situación fuera aún más grotesca, también se hallaba presente el profesor Gebhardt. Como siempre, Himmler hizo gala de aquel compañerismo profesional que impedía toda familiaridad. Se interesó, sobre todo, por lo que había visto en Berlín. Pasó por alto la destitución de Göring decretada por Hitler, que tenía que haber llegado ya a sus oídos, y también cuando, con ciertas reservas, le hablé de la renuncia de aquel a todos sus cargos, actuó como si eso no significara nada.

—No, al final Göring será el sucesor. Hace tiempo que he acordado con él que seré su primer ministro. Incluso sin Hitler puedo hacer de él un jefe de Estado… Usted ya lo conoce… —dijo sin recato y con una sonrisa de complicidad—. Naturalmente, mi influencia va a ser decisiva. Ya me he puesto en contacto con varias personas a las que pienso incluir en mi gabinete. Luego vendrá a verme Keitel…

Tal vez Himmler pensaba que había ido a verlo para conseguir un nuevo cargo. El mundo en que se movía era delirante.

—Sin mí, Europa tampoco podrá sobrevivir en el futuro —aseguró—. Seguirá necesitándome como jefe de policía para mantener el orden. ¡Una hora con Eisenhower y será de la misma opinión! Muy pronto se darán cuenta de que no pueden pasar sin mí, si no quieren que sobrevenga la anarquía.

Me habló de sus conversaciones con el conde Bernadotte para ceder los campos de concentración a la Cruz Roja Internacional. Entonces comprendí por qué había visto, unos días antes, numerosos coches de la Cruz Roja en el Sachsenwald, cerca de Hamburgo. Aunque siempre habían dicho que cuando llegara el fin todos los presos políticos serían liquidados, ahora Himmler trataba de concertar un arreglo por su cuenta con los vencedores. El propio Hitler, como pude comprobar durante nuestra última conversación, ya no se preocupaba de estas cosas.

Finalmente, Himmler terminó por dejar entrever una lejana posibilidad de que fuera ministro con él. Yo, no sin ironía, le ofrecí mi avión para que hiciera una visita de despedida a Hitler. Rehusó sin alterarse. No tenía tiempo.

—Ahora tengo que preparar mi Gobierno. Y además soy demasiado importante para el futuro de Alemania como para correr el riesgo de tomar un avión.

La llegada de Keitel interrumpió nuestra conversación. Entonces fui testigo de cómo el mariscal, con la misma firmeza en la voz con que solía hacer sus patéticas declaraciones a Hitler, expresaba a Himmler su adhesión incondicional. Afirmó quedar completamente a su disposición.

Por la noche estaba de regreso en Hamburgo. El jefe regional me propuso radiar mi discurso a la población de inmediato, es decir, antes de la muerte de Hitler, pero al pensar en el drama que aquellos días, en aquellas horas, tenía que estarse desarrollando en el bunker de Berlín, el impulso que me llevaba a la desobediencia se desvaneció. Hitler había conseguido paralizarme psíquicamente una vez más. Justifiqué ante mí mismo y quizá también ante los demás mi cambio de opinión aduciendo que sería un error y una tontería tratar de seguir interviniendo en la tragedia.

Me despedí de Kaufmann y me dirigí a Schleswig-Holstein. Nos instalamos en nuestras caravanas, a orillas del lago Eutin. De vez en cuando visitaba a Dönitz y a otros conocidos del Estado Mayor que esperaban, tan inactivos como yo, la evolución de los acontecimientos. Así pues, estaba con Dönitz cuando el 1 de mayo de 1945 le fue entregado un radio por el que se limitaban en gran medida sus poderes como sucesor de Hitler.
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En él, este dictaba al nuevo presidente del Reich el gobierno que debía formar: Goebbels como canciller, Seys-Inquart como ministro de Asuntos Exteriores y Bormann como ministro del Partido. Al mismo tiempo, Bormann anunciaba su pronta llegada.

—¡Esto no puede ser! —exclamó Dönitz, consternado ante semejante limitación de sus poderes—. ¿Ha visto alguien más este radio?

Su asistente Lüdde-Neurath constató que había pasado directamente del operador al almirante. Dönitz ordenó entonces que se hiciera jurar al radiotelegrafista que guardaría silencio, que se pusiera de inmediato el radiograma a buen recaudo y que no lo viera nadie.

—¿Qué vamos a hacer si, efectivamente, Goebbels y Bormann se presentan aquí? —preguntó Dönitz, añadiendo con determinación: —De ningún modo voy a trabajar con ellos.

Aquella noche los dos coincidimos en que teníamos que hallar la forma de protegernos de Bormann y Goebbels.

Así pues, Hitler obligó a Dönitz a iniciar su mandato con un acto ilegal.
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Aquella ocultación de un documento oficial fue el último eslabón de la cadena de mentiras, traiciones, hipocresías e intrigas que se había forjado durante las últimas semanas: Himmler, que con sus negociaciones había traicionado a su
Führer
; Bormann, que engañando a Hitler había triunfado en su última gran intriga contra Göring; Göring, que trataba de llegar a un arreglo con los aliados; Kaufmann, que había entablado negociaciones con los ingleses y ponía la emisora de Hamburgo a mi disposición; Keitel, que todavía en vida de Hitler buscaba congraciarse con un nuevo amo; y finalmente yo mismo, que durante los últimos meses había estado engañando a mi descubridor y mecenas y que en algún momento llegué a querer liquidarlo. Todos nos habíamos visto obligados a actuar como lo hicimos por el sistema al que habíamos representado y también por Hitler, que nos había traicionado a todos, al igual que a sí mismo y a su pueblo. Así terminó el Tercer Reich.

• • •

La noche de aquel 1 de mayo en que se difundió la noticia de la muerte de Hitler, yo dormía en una pequeña habitación del cuartel general de Dönitz. Al abrir la maleta hallé el estuche rojo de piel, todavía cerrado, que albergaba el retrato de Hitler. Mi secretaria lo había puesto allí. Tenía los nervios deshechos. Cuando puse el retrato encima de la mesa, me acometió una crisis de llanto. Hasta ese momento no acabó mi relación con Hitler. Sólo entonces se rompió el hechizo, se extinguió su magia. Lo que quedaba eran las imágenes de los campos cubiertos de cadáveres, las ciudades arrasadas, los millones de seres afligidos, los campos de concentración. En aquel momento no desfilaron ante mí esas imágenes y, sin embargo, debí de tenerlas presentes. Caí en un sueño profundo.

Dos semanas después, bajo la impresión que me produjo descubrir los crímenes cometidos en los campos de concentración, escribí a Von Schwerin-Krosigk, presidente del gabinete ministerial: «Quienes han gobernado hasta ahora al pueblo alemán cargan de forma general con la culpa del destino que ahora aguarda a este pueblo. Sin embargo, esta culpa general tiene que ser llevada de forma individual por cada uno de los que intervinieron en el Gobierno, de manera que la parte de culpa que, de otro modo, podría recaer sobre todo el pueblo alemán, se circunscriba en la mayor medí da posible a estos individuos».

Así daba comienzo una fase de mi vida que aún hoy no ha terminado.

EPÍLOGO
CAPÍTULO XXXIII

ETAPAS DEL CAUTIVERIO

Karl Dönitz, el nuevo jefe del Estado, al igual que yo y más de lo que cualquiera de nosotros habría sospechado, estaba todavía imbuido de las ideas del régimen nacionalsocialista. Habíamos servido a sus objetivos durante doce años y, en consecuencia, nos parecía un burdo oportunismo dar ahora un giro brusco. Sin embargo, con la muerte de Hitler se había desvanecido al menos aquella rigidez que durante tanto tiempo nos impidió pensar con claridad. Muy pronto, el sentido práctico del militar de carrera marcó la pauta. Desde el primer momento Dönitz sostuvo la opinión de que debíamos acabar con la guerra lo antes posible y que, una vez cumplida esta misión, nuestro trabajo habría terminado.

El mismo 1 de mayo de 1945 se celebró una de las primeras conferencias militares entre Dönitz, en cuanto nuevo jefe supremo de la Wehrmacht, y el mariscal Ernst Busch. Busch pretendía atacar a las fuerzas de combate británicas, muy superiores a las nuestras, que marchaban sobre Hamburgo, mientras que Dönitz consideraba fuera de lugar toda ofensiva. Lo único que importaba era mantener abierto tanto tiempo como fuera posible el camino hacia el Oeste, para permitir el paso de los refugiados orientales que se estaban agrupando cerca de Lübeck; las tropas alemanas sólo ofrecerían resistencia en el sector occidental, con el fin de ganar tiempo para conseguir este último objetivo. Irritado, Busch reprochó al gran almirante que actuando así no obraba según la filosofía de Hitler. Pero Dönitz no se dejó confundir.

A pesar de que el 30 de abril, durante una acalorada disputa con el nuevo jefe del Estado, Himmler había tenido que renunciar a la idea de ocupar un cargo de poder en el nuevo Gobierno, al día siguiente se presentó en el cuartel general de Dönitz sin hacerse anunciar. Era mediodía y Dönitz lo invitó a almorzar con nosotros, aunque no precisamente por simpatía. A pesar de que Himmler no le gustaba, a Dönitz le habría parecido una descortesía tratar ahora con desprecio a un hombre que había sido tan poderoso. Himmler trajo la noticia de que el jefe regional Kaufmann tenía el propósito de entregar Hamburgo sin lucha a los ingleses y que se estaban imprimiendo octavillas dirigidas a la población con el fin de prepararla para la entrada de las tropas británicas. Dönitz se enfureció; si cada cual empezaba a actuar por su cuenta, su misión ya no tenía ningún sentido. Me ofrecí para ir a ver a Kaufmann.

En su jefatura regional, bien custodiada por una guardia compuesta por estudiantes, Kaufmann estaba tan furioso como Dönitz; el comandante de la ciudad tenía la orden de luchar por Hamburgo y los ingleses habían lanzado un ultimátum: si la ciudad no se rendía, sus fuerzas aéreas la someterían a un bombardeo aún más intenso que los anteriores.

—¿Es que tengo que hacer lo mismo que el jefe regional de Bremen, que, después de dirigir un llamamiento a la población para que luchara hasta el último hombre, se puso a salvo mientras la ciudad era sometida a un espantoso bombardeo?

Estaba decidido a impedir el combate por Hamburgo y, en caso necesario, movilizaría a las masas para que se opusieran de forma activa a la defensa de la ciudad. Informé a Dönitz por teléfono de que en Hamburgo existía el peligro de una rebelión abierta; él pidió tiempo para reflexionar. Al cabo de una hora dio al comandante de la ciudad la orden de entregar la ciudad sin combatir.

El 21 de abril, cuando grabé mi discurso en la emisora de Hamburgo, Kaufmann me propuso entregarnos juntos. Ahora reiteró su ofrecimiento, pero yo lo rechacé, al igual que el plan de huida provisional que nos había hecho anteriormente nuestro mejor piloto de guerra, Werner Baumbach. Un hidroavión cuatrimotor de gran autonomía que durante la guerra había abastecido, partiendo del norte de Noruega, una base meteorológica alemana en Groenlandia, podría llevarnos a Baumbach, a mí y a varios amigos a una de las tranquilas bahías groenlandesas, donde podríamos permanecer ocultos durante los primeros meses de la ocupación de Alemania. Ya se habían empaquetado libros, medicamentos, papel para escribir (pues quería empezar a redactar mis memorias), fusiles y municiones, mi bote plegable, esquíes, tiendas, granadas de mano para la pesca y provisiones.
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Desde que vi la película de Ernst Udet
SOS-Iceberg
, Groenlandia fue siempre uno de mis lugares preferidos para pasar las vacaciones. Sin embargo, cuando Dönitz llegó al Gobierno renuncié también a este plan, que combinaba, en extraña mezcla, sentimientos de pánico y de romanticismo.

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Cuando regresaba a Eutin vi, al borde de la carretera, camiones cisterna en llamas, alcanzados por los proyectiles que, pocos minutos antes, les habían lanzado los cazas ingleses. En Schleswig el tráfico se hizo más denso; una abigarrada mezcla de vehículos militares y civiles y soldados y paisanos a pie. Los que me reconocían no me lanzaban invectivas, sino que me trataban con una reserva entre amistosa y compasiva.

Cuando el 2 de mayo por la noche llegué al puesto de Pión, Dönitz, ante el rápido avance de las tropas inglesas, se había retirado a Flensburg. De todos modos, aún encontré allí a Keitel y a Jodl, dispuestos a reunirse con su nuevo señor. Dönitz se había instalado en el barco de pasajeros Patria. Mientras desayunábamos juntos en el camarote del capitán le presenté un decreto por el que también se prohibía la destrucción de los puentes; lo firmó en el acto. Con ello, aunque demasiado tarde, conseguía imponer todos los puntos que había solicitado a Hitler el 19 de marzo.

Dönitz estuvo de acuerdo en que yo pronunciara un discurso haciendo un llamamiento al pueblo alemán para que emprendiera con toda energía los trabajos de reconstrucción en los territorios ocupados; mis palabras debían contrarrestar la apatía en la que «el terror paralizante y el inmenso desengaño de los últimos meses habían sumido al pueblo»,
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y únicamente me pidió que sometiera el discurso a la aprobación del nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Schwerin-Krosigk, que se encontraba en la Escuela Naval de Mürwik, cerca de Flensburg. Este también se mostró conforme con el discurso, aunque a condición de añadir algunas frases que él me dictó para explicar la política del Gobierno. Cuando leí el discurso en la emisora de Flensburg, se conectaron las únicas estaciones que aún podían emitir en nuestro sector, es decir, Copenhague y Oslo.

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