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En el Estado de Hitler, los colaboradores de mi Ministerio no afiliados al Partido disfrutaban de una protección legal inusitada, pues, en contra de la opinión del ministro de Justicia, desde el principio establecí que las causas criminales por actividades contra la producción de armamento sólo podrían abrirse a petición mía.
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Esta salvedad siguió protegiendo a mis colaboradores incluso después del 20 de julio de 1944. Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Gestapo, me preguntó si los tres directores generales Bücher (de la AEG), Vögler (de la Asociación de Productores de Acero) y Reusch (de la compañía siderúrgica Gutehoffnungshütte) habían de ser procesados por sus palabras «derrotistas». Mi respuesta en el sentido de que nuestro trabajo nos obligaba a hablar con franqueza sobre la situación evitó su encarcelamiento. Por otra parte, se amenazaba con duros castigos a los colaboradores que abusaran de mi sistema de confianza y dieran por ejemplo unas cifras falsas, sabiendo que no las comprobaríamos, para acaparar materias primas esenciales, lo que habría retrasado el envío de armas al frente.
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Desde el primer día consideré nuestra gigantesca organización como algo provisional. Así como yo deseaba reintegrarme a la arquitectura una vez terminada la guerra y me había parecido necesario que Hitler me diera su palabra al respecto, prometí a la dirección de la industria que nuestro sistema se mantendría sólo durante la guerra; no podíamos esperar que las empresas renunciaran en tiempos de paz a sus hombres más capacitados, ni que pusieran sus conocimientos a disposición de la competencia.
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Además de no olvidar este carácter provisional, me esforzaba por mantener la espontaneidad. Me preocupaba que las formas burocráticas invadieran mi trabajo, e invitaba continuamente a mis colaboradores a no extender actas y a impedir, mediante conversaciones informales y telefónicas, que su actividad se viera condicionada por los «procedimientos». Por lo demás, los ataques aéreos contra las ciudades alemanas nos obligaban a una improvisación continua, aunque a veces llegué a considerarlos beneficiosos, como lo demuestra mi irónica reacción a la destrucción del Ministerio durante el ataque aéreo del 22 de noviembre de 1943:
—Si bien hemos tenido la suerte de que ardiera una gran parte de las actas del Ministerio, lo cual nos librará por un tiempo de un lastre innecesario, no podemos confiar en que sucesos de ese tipo nos aporten a menudo la frescura que necesitamos en nuestro trabajo.
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A pesar de todos los progresos técnicos e industriales, la producción de armamento no era comparable a la de la Primera Guerra Mundial ni siquiera en la época de las principales victorias militares, en 1940 y 1941. Durante el primer año de la campaña de Rusia sólo se fabricó la cuarta parte de cañones y munición que en otoño de 1918. Incluso tres años después, en la primavera de 1944, cuando nuestros continuos éxitos nos aproximaron al máximo en la producción de municiones, esta seguía por debajo de la lograda en la Primera Guerra Mundial…, y eso contando con las fábricas de la antigua Alemania, Austria y Checoslovaquia.
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Siempre he contado el exceso de burocracia entre las causas de este retroceso y lo combatí en vano.
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Por ejemplo, en la Dirección General de Armamentos había diez veces más personal que durante la Primera Guerra Mundial. Desde 1942 hasta fines de 1944 insistí, en mis discursos y cartas, en que se simplificara la Administración. Tras llevar un tiempo luchando contra la típica burocracia alemana, potenciada por el sistema autoritario, mi crítica a la tutela estatal de la economía de guerra fue adquiriendo el carácter de un dogma político que me permitía explicarlo todo: en la mañana del 20 de julio, unas horas antes del atentado, escribí a Hitler una carta en la que le decía que los rusos y los americanos obtenían buenos rendimientos con una organización sencilla, en tanto que nosotros, debido a lo anticuado de nuestro método, no conseguíamos alcanzar unos resultados comparables. Esta guerra enfrentaba también dos sistemas: era la «lucha de nuestro sistema organizativo, excesivamente meticuloso, contra la improvisación de la parte contraria». Si no modificábamos nuestro sistema, ligado a la tradición y poco ágil, la posteridad constataría que habíamos perdido la batalla.
OMISIONES
Sigue pareciéndome asombroso que Hitler pretendiera evitar a su pueblo aquellos sacrificios
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que Churchill o Roosevelt impusieron a los suyos sin reparo alguno durante la guerra. La discrepancia entre la movilización total de las fuerzas en la democrática Inglaterra y el descuido con que se trató esta cuestión en la Alemania autoritaria habla de la preocupación del régimen respecto a la posibilidad de perder el apoyo popular. La clase dirigente no quería imponerse sacrificios ni imponérselos al pueblo, al que se esforzaba por mantener lo más contento posible. Hitler y la mayoría de sus colaboradores políticos habían sido soldados durante la Revolución de noviembre de 1918 y nunca lograron superarla. En sus conversaciones privadas, Hitler dejaba entrever con frecuencia que experiencias como la de 1918 enseñaban que nunca se era lo bastante cauteloso. Para anticiparse a cualquier brote de inquietud, se gastó más que en los países democráticos en abastecimiento de artículos de consumo, pensiones de guerra o indemnización a las mujeres que tenían a sus maridos en el frente. Mientras que Churchill no ofrecía a su pueblo más que «sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas», para nosotros era válida en todas las fases y crisis de la guerra la consigna de Hitler, monótonamente repetida: «La victoria final es segura». El temor a la pérdida de popularidad, que habría podido llevar a una crisis interna, revelaba una posición política débil.
Alarmado por los reveses sufridos en el frente ruso, en primavera de 1942 no sólo intenté movilizar todos los recursos, sino que al mismo tiempo insistí en que «la guerra tiene que terminar lo antes posible o, de lo contrario, Alemania la perderá. Tenemos que ganarla antes de finales de octubre, antes de que comience el invierno ruso, o la habremos perdido para siempre; sin embargo, sólo podemos ganarla con las armas de que disponemos ahora y no con las que tendremos el año que viene». Sigo sin entender cómo pudo llegar este análisis de la situación a conocimiento del
Times
, que lo publicó el 7 de septiembre de 1942,
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en un artículo que resumía una opinión que compartíamos Milch, Fromm y yo.
En abril de 1942
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también declaré públicamente que «nuestra intuición nos dice a todos que este año significará un punto de inflexión decisivo en nuestra historia», sin sospechar que dicho punto de inflexión estaba a punto de producirse con el cerco del VI Ejército en Stalingrado, el aniquilamiento del Afrika Korps, las exitosas operaciones de desembarco en África del Norte y los primeros ataques aéreos en masa a las ciudades alemanas. También nos encontrábamos en un punto de inflexión en el campo de la economía de guerra, que hasta otoño de 1941 se dirigió a sostener distintas batallas entre las que se producían grandes intervalos de tregua, mientras que ahora comenzaba la guerra permanente.
A mi modo de ver, la movilización de todas las reservas habría tenido que comenzar por la cúpula del Partido. Esto me parecía tanto más justificado cuanto que el 1 de septiembre de 1939 el propio Hitler había declarado solemnemente ante el Reichstag que no habría privación alguna que él no estuviese dispuesto a imponerse.
Al menos ahora aceptó mi propuesta de paralizar los proyectos que había seguido impulsando, incluidos los del Obersalzberg. Apelé a esta disposición cuando, quince días después de tomar posesión de mi nuevo cargo, hablé frente a nuestro auditorio más difícil: el de los jefes nacionales y regionales. «Los trabajos destinados al tiempo de paz tienen que pasar a segundo término. Debo informar al
Führer
de todo lo que contravenga estas órdenes y perturbe de modo irresponsable la producción de armamentos». Eso era una clara amenaza, aunque prosiguiera diciendo reconciliadoramente que hasta aquel invierno todos habíamos abrigado la esperanza de que el conflicto se resolvería con rapidez. Ahora la situación militar exigía paralizar todas las obras superfluas en las distintas regiones. Era nuestro deber predicar con el ejemplo incluso aunque el ahorro en mano de obra y material no fuera muy grande.
Yo estaba convencido de que, a pesar de la monotonía de mi discurso, todos los asistentes responderían a este llamamiento. Sin embargo, al acabarlo me vi rodeado por numerosos jefes regionales y de circunscripción que deseaban obtener autorizaciones especiales para proseguir con algún proyecto.
El primero fue el mismo jefe nacional Bormann, quien se había procurado una contraorden de un Hitler indeciso. Efectivamente, los trabajadores empleados en el Obersalzberg, que también necesitaban camiones, material y carburante, continuaron allí hasta el final de la guerra, a pesar de que tres semanas más tarde hice que Hitler me otorgara una nueva orden de paralización de los trabajos.
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Después me apremió el jefe regional Sauckel para asegurarse la construcción de su Foro del Partido en Weimar, que prosiguió hasta el final de la guerra. Robert Ley quería hacer unas pocilgas en su finca modelo. Me dijo que tenía que apoyarlo, pues sus experimentos serían de gran importancia para nuestra alimentación. Rechacé por escrito su solicitud, pero me permití la broma de encabezar así el escrito: «Al jefe de organización nacional del NSDAP y jefe del Frente Alemán del Trabajo. Asunto: Sus pocilgas».
Después de mi llamamiento, el propio Hitler, además de continuar las obras en el Obersalzberg, hizo transformar en una lujosa residencia para invitados el muy deteriorado palacio de Klessheim, cerca de Salzburgo, lo que costó varios millones de marcos, y Himmler levantó cerca de Berchtesgaden una gran casa de campo para su amante con tal discreción que no me enteré hasta las últimas semanas de la guerra. Después de 1942, Hitler animó a un jefe regional a reformar el palacio de Poznan y un hotel, para lo que empleó una gran cantidad de material racionado, además de permitirle levantar una residencia particular cerca de la ciudad. En 1942 y 1943 se fabricaron nuevos trenes especiales para Ley, Keitel y otros, a pesar de que ello exigía el empleo de valiosas materias primas y de trabajadores especializados. Desde luego, se me ocultaron la mayoría de los proyectos personales de los funcionarios del Partido; el inmenso poder de que disfrutaban los jefes nacionales y regionales me impedía ejercer ningún control en este sentido y, si alguna vez lograba vetarlos, mis prohibiciones tampoco se tenían en cuenta. Incluso en verano de 1944, Hitler y Bormann comunicaron a su ministro de Armamentos que cierto fabricante muniqués de marcos para cuadros no debía ser reclutado para prestaciones de guerra. Unos meses antes, ellos mismos dieron la orden de que «las fábricas de gobelinos y otros centros de producción de objetos artísticos similares», ocupados en la fabricación de alfombras y tapices para las obras de Hitler para tiempos de paz, quedaran exentas de participar en el programa de armamento.
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Tras sólo nueve años de gobierno, la clase dirigente había llegado a corromperse de tal forma que ni siquiera en la fase crítica de la guerra era capaz de renunciar a su lujoso tren de vida. Debido a sus «deberes de representación», todos ellos necesitaban grandes casas, fincas de caza, haciendas y palacios, personal de servicio, una mesa opulenta y una bodega selecta.
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También estaban grotescamente preocupados por su vida. El propio Hitler, fuera adonde fuera, empezaba por ordenar que se construyeran búnkers para su protección personal, cuyo espesor aumentaba —llegó a alcanzar los cinco metros— a medida que lo hacía el calibre de las bombas. Llegó a haber verdaderos sistemas de búnkers en Rastenburg, Berlín, el Obersalzberg, Munich, en el palacio de invitados cercano a Salzburgo y en los cuarteles generales de Neuheim y el Somme. Y en 1944 hizo abrir en la roca de las montañas de Silesia y Turingia dos cuarteles generales subterráneos, para lo que fue necesario emplear a cientos de imprescindibles técnicos mineros y a miles de trabajadores.
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El patente temor de Hitler y la sobrevaloración de su persona llevaba a los que lo rodeaban a preocuparse exageradamente de su propia protección. Göring se hizo construir en Karinhall, y también en el apartado castillo de Veldenstein, cerca de Nuremberg, que casi nunca visitaba, una amplia instalación subterránea.
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Los setenta kilómetros de carretera de Karinhall a Berlín, que discurrían entre bosques solitarios, tuvieron que ser provistos a intervalos regulares de refugios de hormigón. Cuando Ley vio el efecto de una bomba pesada en un bunker público, lo único que le interesó fue el espesor del techo que había sido perforado, para compararlo con el de su bunker privado en el suburbio de Grunewald, que no estaba en una zona peligrosa. Además, los jefes regionales, por orden de Hitler, que los consideraba insustituibles, se hicieron construir más búnkers fuera de las ciudades.
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De todas las cuestiones apremiantes de las que tuve que ocuparme durante mis primeras semanas en el cargo, lo más urgente fue la falta de mano de obra. Una noche, por ejemplo, al visitar una de las principales fábricas de armamento de Berlín, la Rheinmetall-Borsig, vi que su valiosa maquinaria estaba parada porque no disponía de trabajadores para cubrir un segundo turno; en otras fábricas sucedía lo mismo. Por otra parte, ya durante el día teníamos dificultades con el suministro de corriente, que disminuía aún más a últimas horas de la tarde y durante la noche. Como a la vez se estaban construyendo nuevas instalaciones industriales por un valor aproximado de once mil millones de marcos, para las que después iban a faltar las máquinas-herramienta necesarias, me pareció que lo más sensato era paralizar la mayor parte de aquellas obras y emplear a los obreros así liberados en la cobertura de un segundo turno de trabajo en las fábricas existentes.
Aunque Hitler acogió con agrado esta lógica propuesta y firmó un decreto que reducía el volumen de nuevas construcciones a un valor de tres mil millones de marcos, se mostró obstinado cuando, a consecuencia de ese decreto, resultó que también había que paralizar varios proyectos de la industria química que suponían un total de unos mil millones de marcos.
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Siempre lo quería todo a la vez, y justificó su oposición de esta manera: