Albert Speer (79 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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El 24 de enero de 1945, Guderian fue a visitar al ministro de Asuntos Exteriores, Von Ribbentrop. Le expuso la situación militar y le dijo sin rodeos que habíamos perdido la guerra. Atemorizado, Von Ribbentrop se abstuvo de tomar partido y trató de zafarse del compromiso informando enseguida a Hitler, en tono de asombro, de que el jefe del Alto Estado Mayor se había formado su propia opinión sobre el punto en que se hallaba la guerra. Dos horas después, durante la reunión estratégica, Hitler advirtió excitado que en el futuro castigaría con el mayor rigor aquella clase de manifestaciones derrotistas. Sus colaboradores sólo podían dirigirse directamente a él.

—¡Queda terminantemente prohibido generalizar y sacar conclusiones sobre la situación general! ¡Eso seguirá siendo asunto mío! Todo aquel que en el futuro se permita afirmar ante terceros que hemos perdido la guerra será tratado como traidor a la patria, y las consecuencias recaerán en él y en su familia. ¡ Sean cuales sean su rango y su prestigio!

Nadie se atrevió a abrir la boca. Lo escuchamos en silencio y salimos del despacho igualmente en silencio. A partir de entonces, en las reuniones estratégicas solía haber un invitado más. Se mantenía apartado, pero su sola presencia resultaba del todo eficaz: era el jefe de la Gestapo, Ernst Kaltenbrunner.

• • •

En vista de las amenazas de Hitler y de su carácter cada vez más impredecible, tres días después, el 27 de enero de 1945, envié a los trescientos colaboradores industriales más importantes de mi organización un informe final sobre la labor que habíamos llevado a cabo en el campo de los armamentos durante los tres últimos años. También mandé llamar a los que habían colaborado conmigo como arquitecto y les pedí que reunieran las fotografías de nuestros proyectos y las pusieran en lugar seguro. No tenía tiempo ni tampoco el propósito de comunicarles mis preocupaciones y mis sentimientos. Pero lo comprendieron: era la despedida del pasado.

El 30 de enero de 1945 entregué a mi oficial de enlace Von Below un informe para Hitler. Casualmente, llevaba la fecha del duodécimo aniversario de la «toma de poder». En él exponía punto por punto que, en el campo de la economía y los armamentos, la guerra había terminado y que, en aquellas circunstancias, los alimentos, los combustibles de uso doméstico y la electricidad debían tener preferencia sobre los tanques, los motores de avión y las municiones.

A fin de refutar las exageradas esperanzas que Hitler expresaba respecto a la producción de armamentos en 1945, añadí a mi informe una lista de la producción residual de tanques, armas y municiones que podía esperarse para los tres meses siguientes. Mi informe concluía así: «Después de la pérdida de la Alta Silesia, el armamento alemán no estará en absoluto en condiciones de cubrir las necesidades del frente en cuanto a municiones, armas y tanques. No podemos enfrentarnos a la superioridad material del adversario sólo con el valor de nuestros soldados». En el pasado, Hitler solía decir que, en cuanto el soldado alemán peleara en suelo alemán por la conservación de su patria, nuestra inferioridad quedaría compensada por milagros de valor. Mi memoria trataba de replicar a esa afirmación.

Después de recibir mi escrito, Hitler me ignoró y también hizo caso omiso de mi presencia durante la reunión estratégica. No me hizo llamar hasta el 5 de febrero. Exigió que también acudiera Saur. Con aquellos precedentes, me preparé para un choque desagradable. Pero el mero hecho de que nos recibiera en la intimidad del despacho de su residencia en la Cancillería era un indicio de que no pensaba aplicar las severas medidas que había anunciado. No nos dejó de pie, como solía hacer cuando quería expresar su enfado, sino que nos ofreció amablemente los sillones tapizados de felpa. Luego se dirigió a Saur. Su voz sonaba forzada; parecía sentirse incómodo. Me pareció que se sentía algo turbado y que intentaba pasar sencillamente por alto mis discrepancias y limitarse a discutir los problemas del día respecto a la producción de armamentos. Con exagerada calma, expuso las posibilidades que ofrecían los meses siguientes. Saur, por su parte, haciendo mención de algún que otro detalle favorable, suavizó la deprimente impresión que Causaba mi informe. Su optimismo no parecía totalmente injustificado. Al fin y al cabo, en no pocas ocasiones mis pronósticos habían resultado erróneos en los últimos años, ya que el enemigo no respondía con las consecuencias en las que yo basaba mis cálculos.

Yo los escuchaba contrariado, sin intervenir en el diálogo. Sólo hacia el final Hitler se dirigió a mí;

—Aunque puede usted informarme por escrito de su opinión sobre el estado de los armamentos, le prohibo que ponga al corriente de ella a nadie más. Tampoco lo autorizo a entregar a nadie una copia de su informe. En cuanto al último párrafo… —aquí su voz se hizo helada y cortante—, ni siquiera a mí puede usted escribirme algo así. Podría haberse ahorrado estas conclusiones. Debe dejar que sea yo quien saque las consecuencias de nuestra situación armamentística.

Lo dijo sin mostrar la menor excitación, en voz muy baja, silbando ligeramente entre dientes. El efecto fue no sólo mucho más eficaz, sino infinitamente más amenazador que el de sus accesos de ira, cuyos efectos podían quedar anulados al día siguiente. Aquella vez pude darme cuenta enseguida de que se trataba de su última palabra. Nos despidió. A mí, secamente. A Saur, con más cordialidad.

El 30 de enero había entregado a Poser seis copias del informe para que las distribuyera entre otras tantas secciones del Estado Mayor del Ejército de Tierra. A fin de cumplir la orden de Hitler, pedí que me fueran devueltas. A Guderian y a otros, Hitler les dijo que había guardado mi informe en la caja fuerte sin leerlo.

Procedí de inmediato a preparar un nuevo informe. A fin de implicar a Saur, quien, en el fondo, compartía mi parecer sobre el estado de los armamentos, acordé con los jefes de las principales comisiones que esta vez sería él quien lo redactara y lo firmara. Para dar una idea de mi situación, baste decir que trasladé en secreto el lugar de la reunión a Bernau, donde Stahl, jefe de nuestra producción de municiones, tenía una fábrica. Todos los asistentes prometieron tratar de convencer a Saur para que corroborara por escrito mi declaración de quiebra.

Saur se retorcía como una anguila. No logramos convencerlo de que hiciera una declaración por escrito, pero al fin accedió a confirmar mis pronósticos negativos en la próxima entrevista que tuviéramos con Hitler. Sin embargo, esta se desarrolló como siempre. Cuando acabé de exponer la situación, Saur empezó a intentar suavizar la nota pesimista. Habló de una conversación que acababa de sostener con Messerschmidt y sacó de la cartera el boceto de un bombardero de cuatro reactores. A pesar de que, incluso en circunstancias normales, para fabricar un avión capaz de llegar a Nueva York se habrían requerido varios años, Hitler y Saur se embriagaban pensando en el terrible efecto psicológico que causaría un bombardeo en la ciudad de los rascacielos.

Durante los meses de febrero y marzo de 1945, Hitler aludió alguna que otra vez a ciertos contactos que, por distintos medios, había mandado establecer con el enemigo, aunque sin dar pormenores. Sin embargo, yo tenía más bien la impresión de que lo que perseguía era crear un ambiente de absoluto desacuerdo. Durante la conferencia de Yalta le oí dar instrucciones al delegado de prensa, Lorenz. Descontento ante la reacción de los periódicos alemanes, exigía un tono más duro y agresivo:

—Tenemos que insultar a esos belicistas de Yalta; debemos atacarlos e insultarlos de tal modo que no les quede la menor posibilidad de hacer ninguna propuesta al pueblo alemán. No podemos permitir que nos ofrezcan nada. Lo único que quiere esa pandilla es apartar al pueblo de sus dirigentes. Lo he dicho siempre: ¡no volveremos a capitular! —Y, tras vacilar un momento, añadió: —¡La Historia no se repite!

En su último discurso radiado, Hitler desarrolló esta idea y aseguró «de una vez por todas a esos estadistas que cualquier tentativa de influir en la Alemania nacionalsocialista con frases que recuerdan las de Wilson presupone una ingenuidad que la Alemania de hoy no conoce». Del deber de representar sin transigencias los intereses de su pueblo, añadió, sólo podría relevarlo quien le había encargado hacerlo. Se refería al «Todopoderoso», al que mencionó varias veces en aquel discurso.
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• • •

A medida que se acercaba el fin de su dominio, Hitler, que había pasado los años de conquistas triunfales rodeado de sus generales, se iba retrayendo de forma evidente a la esfera íntima de los camaradas del Partido con los que tiempo atrás iniciara su carrera. Pasaba todas las veladas en compañía de Goebbels, Ley y Bormann. No se admitía a nadie más ni era posible saber de qué hablaban, si estaban recordando sus comienzos o si especulaban sobre el fin y lo que ocurriría después. Esperé inútilmente que al menos uno de ellos tuviera una sola frase de compasión por el futuro del pueblo vencido. Pero ellos se agarraban a un clavo ardiendo, se aferraban al más vago indicio de un posible cambio de rumbo y no estaban dispuestos a dar ni siquiera la misma importancia al destino de todo el pueblo alemán y al suyo.

—A los americanos, a los ingleses y a los rusos no vamos a dejarles más que un desierto.

No era raro que terminaran con esta frase sus discusiones sobre la situación. Aunque Hitler no se expresaba en términos tan radicales como Goebbels, Bormann y Ley, se mostraba de acuerdo con ellos. Sin embargo, semanas después se vería que era el más radical de todos. Mientras los demás hablaban, él ocultaba su punto de vista tras la pose del estadista para dar después la orden de destruir las bases de la existencia del pueblo.

Cuando en una reunión estratégica de principios de febrero los mapas mostraban un catastrófico panorama de innumerables rupturas de frentes y asedios, llevé aparte a Dönitz y le dije:

—Hay que hacer algo.

Él me respondió con llamativa sequedad:

—Yo aquí tan sólo represento a la Marina. Lo demás no es asunto mío. El
Führer
sabe lo que hace.

Resulta revelador que el grupo de personas que día tras día se reunía alrededor de la mesa de mapas frente a un Hitler cansado y testarudo no se planteara nunca la posibilidad de emprender una acción conjunta. Seguramente Göring hacía tiempo que estaba demasiado corrompido y se sentía cada vez más extenuado; sin embargo, desde el día que estalló la guerra fue uno de los pocos que vieron con realismo y sin hacerse ilusiones el giro que Hitler había provocado con aquel conflicto. Si Göring, como segundo hombre del Estado, junto con Keitel, Jodl, Dönitz, Guderian y conmigo, hubiera dado a Hitler un ultimátum exigiéndole que nos expusiera sus planes sobre la forma en que pensaba terminar la guerra, se habría visto obligado a explicarse. No es sólo que Hitler siempre hubiera temido esta clase de conflictos, sino que en aquellos momentos se habría podido permitir menos que nunca renunciar a la ficción de un mando unánime.

Una noche de mediados de febrero visité a Göring en Karinhall. Yo había descubierto sobre el mapa de posiciones que había concentrado su división de paracaidistas alrededor de su residencia de caza. Hacía tiempo que se había convertido en el chivo expiatorio de los fracasos de la Luftwaffe; de todos los oficiales, él era quien se llevaba los más duros reproches de Hitler durante las reuniones estratégicas. Y es posible que las escenas que debía de hacerle cuando estaban a solas fueran aún peores. Algunas veces, mientras esperaba en la antesala, podía oír cómo Hitler lo ahogaba a reproches.

Aquella noche, en Karinhall, fue la primera y única vez que me sentí personalmente cerca de Göring. Ordenó servir un Rothschild-Lafitte añejo junto a la chimenea y dijo al criado que no se nos molestara. Yo le expuse con toda franqueza la decepción que me había causado Hitler y Göring me respondió con la misma franqueza que me comprendía perfectamente y que muchas veces se sentía igual que yo. De todos modos, mi situación era menos comprometida que la suya, ya que yo había conocido a Hitler mucho más tarde y, por lo tanto, podía apartarme de él con facilidad. El, por el contrario, estaba estrechamente unido a Hitler por los años de experiencias y preocupaciones comunes y ya no podía liberarse. Pocos días después, Hitler hizo trasladar al frente la división de paracaidistas concentrada en Karinhall.

En aquella época, un alto jefe de las SS me insinuó que Himmler estaba preparando medidas decisivas. En febrero de 1945, el jefe nacional de las SS había tomado el mando del grupo de ejércitos del Vístula, aunque no tuvo más éxito que sus predecesores en el intento de detener el avance de los rusos. También él era ahora el blanco de los violentos reproches de Hitler, por lo que el prestigio personal que aún le quedaba quedó consumido por unas pocas semanas de mando en el frente.

Sin embargo, seguía siendo temido por todos, y el día en que mi asistente me dijo que Himmler había anunciado que iría a verme por la noche me sentí alarmado. Fue, por cierto, la única vez que me hizo una visita. Mi intranquilidad aumentó cuando Hupfauer, el nuevo jefe de nuestro departamento central, con el que yo había hablado varias veces con bastante franqueza, me comunicó muy agitado que el jefe de la Gestapo, Kaltenbrunner, lo visitaría a él a la misma hora.

Antes de que entrara Himmler, mi asistente me susurró:

—Ha venido solo.

Las ventanas de mi despacho no tenían cristales; como cada dos días se rompían a causa de los bombardeos, ya no los mandábamos reponer. Encima de la mesa había una triste vela, pues el suministro de electricidad estaba interrumpido. Envueltos en nuestros abrigos, nos sentamos frente a frente. Himmler habló de asuntos intrascendentes, me pidió varios datos sin importancia, aludió a la situación en el frente y, finalmente, soltó esta trivialidad:

—Cuando las cosas van cuesta abajo, siempre se acaba por llegar al fondo de un valle, y entonces, señor Speer, se vuelve a subir.

Como yo nada dije para rebatir ni aprobar esta primitiva filosofía y, además, sólo le respondía con monosílabos, se despidió pronto. Se mostró cordial hasta el último momento, pero también impenetrable. Nunca llegué a saber qué quería de mí ni por qué Kaltenbrunner fue a ver a Hupfauer a la misma hora. Tal vez se hubieran enterado de lo crítico de mi posición; tal vez sólo querían investigar sobre nosotros.

El 14 de febrero escribí al ministro de Hacienda para proponerle que «recaudara en favor del Reich el incremento del patrimonio nacional, que desde el año 1933 había alcanzado un importe considerable». Esta medida tenía por objeto contribuir a la estabilización del marco, cuyo poder adquisitivo se mantenía trabajosamente con medidas coercitivas y que, cuando estas desaparecieran, se hundiría sin remedio. Cuando el ministro de Hacienda, el conde Schwerin-Krosigk, discutió mi sugerencia con Goebbels, tropezó con una tenaz y elocuente oposición, pues esta medida lo habría perjudicado.

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