Albert Speer (74 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Un ejemplo que demuestra la inquietud que embargó a Hitler por la supuesta falta de fiabilidad de sus oficiales fue el acontecimiento que viví el 18 de agosto en el cuartel general. Durante un viaje que había emprendido tres días antes a la zona ocupada por el VIII Ejército, el mariscal Kluge, comandante en jefe del frente occidental, estuvo ilocalizable durante varias horas. Al tener noticia de que Kluge se había aproximado al frente acompañado únicamente por su asistente, que llevaba un transmisor, Hitler comenzó a hacer suposiciones que se fueron concretando hasta que ya no le cupo ninguna duda de que Kluge se había dirigido a un lugar prefijado donde, opinaba él, habrían de celebrarse unas negociaciones pactadas con los aliados occidentales para la capitulación de los ejércitos alemanes del frente del Oeste; si las negociaciones no se efectuaron, decía, era sólo porque un ataque aéreo había interrumpido el viaje del mariscal y había hecho fracasar sus traidoras intenciones. Cuando llegué al cuartel general, Hitler ya había destituido a Kluge y le había ordenado presentarse ante él. Cuando finalmente se recibió la noticia de que el mariscal había muerto durante el viaje a consecuencia de un ataque cardíaco, Hitler, guiándose por su sexto sentido, ordenó inmediatamente que la Gestapo practicara la autopsia al cadáver. Cuando se demostró que la muerte había sido causada por un veneno, Hitler se mostró triunfal: ahora estaba completamente convencido de los traidores manejos de Kluge, a pesar de que antes de suicidarse el mariscal le había dejado una carta en la que le aseguraba su fidelidad hasta la muerte.

Durante esta estancia en el cuartel general vi, en la mesa de mapas de Hitler, los informes de los interrogatorios efectuados por Kaltenbrunner. Un asistente de Hitler con quien me unía una relación de amistad me los dejó dos noches enteras para que los leyera, porque yo seguía sin sentirme seguro. Mucho de lo que antes del 20 de julio se habría considerado una crítica justificada, ahora constituía una prueba de cargo. Sin embargo, ninguno de los detenidos había declarado contra mí. Los conjurados tan sólo habían tomado de mí el remoquete de «asnos cabeceantes» con que yo había bautizado a los miembros del entorno de Hitler que decían amén a todo.

En aquellos días también había sobre la mesa un montón de fotografías. Un día las tomé distraídamente, pero volví a dejarlas enseguida. En la primera foto se veía a un hombre ahorcado; llevaba ropas de presidiario con una amplia franja de tela de color en los pantalones. Un jefe de las SS que se encontraba a mi lado me explicó:

—Es Witzleben. ¿Quiere ver también las otras? Son fotografías de las ejecuciones.

Por la noche se proyectaron películas de las ejecuciones en la sala de proyección. Yo no podía ni quería verlas. Para no llamar la atención, pretexté estar sobrecargado de trabajo, pero vi entrar en la sala a mucha gente, sobre todo paisanos y jefes de poca categoría de las SS. Sin embargo, no vi a un solo oficial de la Wehrmacht.

CAPÍTULO XXVII

LA OLA DE OCCIDENTE

Cuando, a primeros de julio, propuse a Hitler que encomendara a Goebbels, en vez de al ineficaz triunvirato, ocuparse de los problemas derivados de la implicación bélica total de Alemania, no podía imaginar que unas semanas después el entendimiento que existía entre Goebbels y yo se habría roto, muy en perjuicio mío, a causa de la pérdida de prestigio que yo había sufrido por haber sido candidato de los conjurados. Además, eran cada vez más numerosos los jefes del Partido que opinaban que las pasadas derrotas se debían sobre todo a la insuficiente intervención del Partido. Incluso habrían designado ellos mismos a los generales. Los jefes regionales se lamentaban abiertamente de que en 1934 las SA hubieran sido supeditadas a la Wehrmacht; en los antiguos esfuerzos de Röhm por formar un ejército popular veían ahora una oportunidad perdida; un ejército popular habría sabido forjar a tiempo un cuerpo de oficiales impregnado del espíritu nacionalsocialista, y ahora atribuían a su falta los fracasos de los últimos años. El Partido creía que ahora, por fin, debía hacer presión por lo menos en el sector civil y dar órdenes rigurosas y enérgicas al Estado y a todos nosotros.

Una semana después de la reunión con los jefes regionales en Poznan, el jefe de la Comisión Principal de Armas, Tix, me manifestó que «los jefes regionales, los mandos de las SA y otros estamentos del Partido, repentinamente y sin consulta previa», estaban tratando de intervenir en las empresas. Tres semanas después, debido a la intromisión del Partido, había surgido «un mando doble». Las centrales de armamentos estaban sometidas «en parte a la presión de los jefes regionales, cuyas arbitrarias intervenciones daban lugar a una confusión que clamaba al cielo».
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Los jefes regionales se vieron animados en su ambición y en sus actividades por Goebbels, quien de pronto se sentía menos ministro del Reich que jefe del Partido y, apoyado por Bormann y Keitel, preparaba amplias movilizaciones. Era de esperar que aquellas arbitrariedades causaran graves perturbaciones en la producción de armamentos. El 30 de agosto de 1944 comuniqué a los jefes de sección que pensaba hacer responsables de los suministros de armamentos a los jefes regionales.
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Quería capitular.

Entre otras cosas, me había quedado indefenso; ni a mí ni a la mayoría de los ministros nos quedaba la posibilidad de exponer a Hitler tales sucesos, sobre todo si afectaban al Partido. En cuanto la conversación tomaba un rumbo desagradable, él la eludía. Últimamente me resultaba más eficaz presentarle mis quejas por escrito.

Estas se dirigieron contra las crecientes intromisiones del Partido. El 20 de septiembre escribí a Hitler una extensa carta en la que le expuse sin rodeos todos los reproches que me hacía el Partido, sus esfuerzos por prescindir de mí y desautorizarme, sus suspicacias y sus tácticas vejatorias.

Los sucesos del 20 de julio, le decía en mi carta, «habían alimentado nuevamente la desconfianza hacia la lealtad de mi extenso círculo de colaboradores industriales». Además, el Partido estaba convencido de que mi entorno más inmediato era «reaccionario, con intereses económicos particulares y contrario al Partido». Goebbels y Bormann me habían dicho claramente que la autorresponsabilización de la industria que yo había creado y mi propio Ministerio podían considerarse «focos de atracción de economistas reaccionarios y hasta hostiles al Partido». Yo no me sentiría «lo bastante fuerte para ejecutar con éxito y sin obstáculos mi propio trabajo, ni tampoco podrán hacerlo mis colaboradores, si ha de medirse con un rasero de política partidista».
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Sólo bajo dos condiciones, seguía diciendo en mi carta, estaría dispuesto a acceder a que el Partido interviniera en la organización armamentista; tanto los jefes regionales como los delegados económicos de Bormann en las distintas regiones (asesores económicos regionales) deberían estar directamente subordinados a mí en todos los asuntos del armamento. Debería haber «claridad sobre la jerarquía de mando y sobre la jurisdicción».
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Además, exigía que Hitler apoyara de nuevo el principio con arreglo al cual yo había orientado la industria de armamentos: «Es preciso decidir categóricamente si en el futuro debe seguir rigiendo el principio de autorresponsabilización de la industria, basado en la confianza hacia los empresarios, o si la industria ha de ser dirigida por otro sistema. En mi opinión, debe mantenerse la responsabilidad de los empresarios, acentuándola todo lo posible. No debe cambiarse un sistema que ha demostrado su eficacia», concluía, pero consideraba necesario que se tomara una decisión «que indicara claramente, incluso de cara al exterior, qué dirección iba a tomar el gobierno económico en el futuro».

• • •

El 21 de septiembre me presenté en el cuartel general y entregué mi escrito a Hitler, quien lo leyó en silencio. Sin darme respuesta alguna, oprimió el timbre y pasó el documento a su asistente, con la indicación de que se lo entregara a Bormann. Al mismo tiempo encargó a su secretario que dictaminara junto a Goebbels, que se encontraba en el cuartel general, sobre el contenido del escrito. Aquello era mi derrota definitiva. Por lo visto, Hitler se había cansado de intervenir en aquellas disputas que le resultaban tan confusas.

Horas después, Bormann me llamó a su despacho, situado a pocos pasos del bunker de Hitler. Iba en mangas de camisa, con los tirantes sobre su torso voluminoso. Goebbels, en cambio, vestía impecablemente. Invocando el decreto de Hitler de 25 de julio, el ministro me espetó que pensaba hacer uso ilimitado de los plenos poderes que lo facultaban para darme órdenes. Bormann se mostró de acuerdo: yo debía someterme a Goebbels. Por lo demás, me prohibía todo intento de influir en Hitler. Llevaba aquel enfrentamiento, cada vez más desagradable, en tono grosero, mientras Goebbels escuchaba con aire amenazador y hacía comentarios cínicos ocasionales. Aquella iniciativa por la que yo tanto había luchado era una realidad, aunque adoptaba la forma más inesperada, la connivencia entre Goebbels y Bormann.

Dos días después, Hitler, que había guardado silencio respecto a mis peticiones, me dio pruebas de su buena disposición y firmó un llamamiento, redactado por mí y destinado a los directores de las fábricas, que, en el fondo, no era sino la concesión de lo que le había pedido en mi carta. En circunstancias normales, esto habría equivalido a un triunfo sobre Bormann y Goebbels. En aquellos momentos, sin embargo, la autoridad de Hitler dentro del Partido distaba de ser sólida. Los jerarcas más fanáticos se limitaron a hacer caso omiso del llamamiento y siguieron entrometiéndose a su antojo en la economía; eran los primeros síntomas de una descomposición que ahora también atacaba al aparato del Partido y a la lealtad de sus líderes. La lucha sorda, cada vez más enconada, que siguió librándose en las semanas siguientes no hizo sino acentuar estos síntomas.
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Naturalmente, el propio Hitler tenía parte de culpa en su pérdida de autoridad. Se mostraba impotente entre las peticiones de más soldados con que lo asediaba Goebbels y las mías para aumentar la producción de armamento, accedía a unas y a otras, dando así su conformidad a órdenes contradictorias hasta que las bombas y el avance de los ejércitos enemigos las hicieron totalmente inocuas, quitaron todo sentido a aquel forcejeo y, por último, convirtieron la cuestión de la autoridad de Hitler en algo superfluo.

• • •

Acosado en igual medida por la política interior y por el enemigo exterior, encontraba un gran alivio cada vez que podía alejarme de Berlín. Pronto empecé a prolongar cada vez más mis visitas al frente. Desde luego, nada podía hacer para mejorar el suministro, pues las experiencias que ahora recogía ya no tenían ninguna utilidad. Sin embargo, esperaba que mis observaciones y los informes que me daban los comandantes me permitieran influir en algunas medidas del cuartel general.

Sin embargo, en conjunto puede decirse que mis informes, tanto de palabra como por escrito, no surtieron el menor efecto a medio plazo. Por ejemplo, muchos generales del frente con los que hablé me pidieron que renovara sus viejas unidades proveyéndolas de nuevas armas y tanques de nuestra todavía abundante producción. Pero Hitler y su nuevo comandante en jefe del Ejército de Reserva, Himmler, opinaban, contra toda argumentación, que las tropas rechazadas por el enemigo habían perdido su espíritu de resistencia y, por lo tanto, era preferible formar a toda prisa nuevas unidades, las llamadas Divisiones de Infantería del Pueblo. Como dijeron con reveladora metáfora, había que dejar que las divisiones que ya estaban diezmadas se «desangraran» del todo.

A fines de septiembre de 1944, durante una visita a una división blindada de instrucción en Bitburg, pude comprobar las consecuencias de este sistema. Su comandante, curtido por muchos años de guerra, me mostró el campo de batalla en el que pocos días antes se había consumado una tragedia con una brigada acorazada inexperta. Insuficientemente adiestrados, durante la marcha, a causa de un avance incorrecto, habían perdido diez de los treinta y dos nuevos tanques Pantera. Los veintidós restantes fueron conducidos al campo de batalla tan desacertadamente, según me demostró el comandante, que quince de ellos fueron destruidos por una unidad de artillería antitanque americana con tanta facilidad como si estuvieran en un campo de pruebas.

—Era la primera batalla de esta unidad, recién formada. ¡Lo que habrían podido hacer mis veteranos con todos esos tanques!—dijo el capitán con amargura.

Al terminar de explicarle el caso a Hitler, comenté irónicamente que «la creación de nuevas unidades está muchas veces en franca desventaja frente a la renovación de las existentes».
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Pero Hitler no se dejó impresionar. Durante una reunión estratégica afirmó que sabía por experiencia que los soldados sólo cuidan bien sus armas cuando se escatima en los suministros.

Otras visitas me demostraron que en el frente occidental se trataba a veces de llegar a acuerdos con el enemigo respecto a temas puntuales. Cerca de Arnheim encontré enfurecido a Bittrich, general de las Waffen-SS; su II Cuerpo Acorazado había tenido la víspera un encuentro con la División Aerotransportada británica. Durante la lucha, el general había establecido con los ingleses un acuerdo que los autorizaba a gestionar un hospital de campaña situado tras las líneas alemanas. Funcionarios del Partido habían dado muerte a los pilotos ingleses y americanos, por lo que los esfuerzos de Bittrich quedaban desautorizados. Los duros reproches que oí aquel día contra el Partido resultaban muy sorprendentes porque procedían de un general de las SS.

También el coronel Engel, antiguo asistente de Hitler para el Ejército de Tierra que ahora mandaba la 12ª División de Infantería en Duren, había establecido por propia iniciativa un acuerdo con el enemigo para retirar a los heridos durante las treguas. No era aconsejable hablar de estos acuerdos en el cuartel general, pues era bien sabido que Hitler los consideraba prueba de debilidad. Todos lo habíamos oído hablar en tono sarcástico de la supuesta caballerosidad de los oficiales prusianos. Por el contrario, según él, la dureza e implacabilidad con que ambos bandos luchaban en el Este acrecentaban el espíritu de resistencia del soldado, al no dar cabida a cuestiones humanitarias.

Recuerdo un solo caso en el que Hitler consintió, aunque contra su voluntad, en llegar a un acuerdo con el enemigo. A fines de otoño de 1944, la flota británica dejó incomunicadas a las tropas alemanas que se encontraban en las islas griegas. A pesar de la absoluta superioridad naval de los ingleses, las unidades alemanas pudieron ser transportadas sin contratiempos a tierra firme y algunas de ellas cruzaron ante la vista de los navíos ingleses. En compensación, los alemanes habían accedido a emplear aquellas tropas para defender Salónica de los rusos hasta que pudieran tomarla los ingleses. Cuando terminó la operación, que había sido propuesta por Jodl, Hitler declaró: —No volveremos a prestarnos a nada semejante.

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