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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (69 page)

BOOK: Albert Speer
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—Sí, organícelo enseguida con Meissner —contestó con viveza—. En este caso incluso firmaré personalmente el nombramiento.

Hitler se despidió con gran cordialidad de los componentes del equipo de Peenemünde; estaba impresionado y lleno de entusiasmo al mismo tiempo. De regreso a su bunker, se embriagó por completo con las perspectivas que ofrecía este proyecto:

—La A4 será decisiva para la guerra. ¡Y qué alivio para la patria cuando ataquemos con ella a los ingleses! Esta arma es definitiva y, además, se puede fabricar con medios relativamente reducidos. Usted, Speer, tiene que impulsar la A4 con todas sus fuerzas. Tiene que poner de inmediato a su disposición todo el material y la mano de obra que necesiten. Yo ya iba a firmar el decreto sobre el programa de fabricación de tanques, pero ahora debe modificarlo de modo que la producción de A4 tenga la misma importancia. Sin embargo —añadió Hitler a continuación—, solamente podremos emplear a alemanes para fabricar estas armas. ¡Que Dios se apiade de nosotros si en el extranjero se enteran de este asunto!
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Cuando volvimos a estar solos me habló de lo único que no estaba dispuesto a creer:

—¿No se ha equivocado usted? ¿Ese muchacho tiene veintiocho años? ¡Yo le habría echado aún menos!

De todos modos, le pareció sorprendente que un hombre tan joven hubiese podido llevar a la práctica una idea técnica que cambiaba las perspectivas del futuro. Más tarde, cuando explicaba a veces su teoría de que los hombres de nuestro siglo desperdiciaban sus mejores años en futilidades, mientras que Alejandro Magno ya había establecido un gran imperio a los veintitrés años y Napoleón había conseguido sus geniales victorias a los treinta, podía suceder que mencionara también a Wernher von Braun, que en plena juventud había creado en Peenemünde un milagro técnico.

En otoño de 1943 nos dimos cuenta de que nos habíamos precipitado con nuestras expectativas. Los últimos esquemas constructivos no pudieron entregarse en julio, tal como se había prometido, por lo que tampoco se pudo pasar a la pronta fabricación en serie. Hubo muchos fallos. En los primeros experimentos de disparo real se produjeron inexplicables explosiones prematuras cuando el cohete regresaba a la atmósfera.
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Quedaban todavía muchos problemas por resolver, como advertí en un discurso que pronuncié el 6 de octubre de 1943, por lo que era prematuro «hablar de un empleo seguro de esta nueva arma». La enorme complicación del mecanismo aumentaba la distancia, siempre grande, entre fabricarlo pieza por pieza y producirlo en serie.

Hubo de transcurrir casi un año más: los primeros cohetes fueron lanzados contra Inglaterra a primeros de septiembre de 1944. A pesar de los deseos de Hitler, no se lanzaron 5.000 de una sola vez, sino 25 en diez días.

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También Himmler despertó al ver que el proyecto V2 suscitaba el entusiasmo de Hitler. Seis semanas más tarde le hizo una propuesta que permitía garantizar de la forma más sencilla imaginable la confidencialidad de un programa de armamentos que se esperaba que fuera decisivo para la guerra: si los internados en los campos de concentración se ocupaban de todo el proceso, quedaría excluido todo contacto con el exterior, ya que ni siquiera existía el correo; se comprometía también a suministrar los especialistas necesarios, que conseguiría entre los propios prisioneros. La industria sólo debería facilitarle los ingenieros y los directores de producción. Hitler aceptó la propuesta, mientras que a Saur y a mí no nos quedó más remedio que hacer lo mismo, ya que no podíamos formular ninguna más efectiva.
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La consecuencia fue que hubimos de negociar con la jefatura de las SS el reglamento de una empresa común: la «fábrica mixta». Mis colaboradores se pusieron a la tarea con cierta vacilación y sus temores no tardaron en verse confirmados. Aunque en el terreno formal seguíamos controlando la producción, en los casos dudosos nos vimos obligados a someternos a la mayor autoridad de la jefatura de las SS. Por decirlo así, Himmler había metido un pie en nuestra puerta y nosotros mismos le habíamos ayudado a abrirla.

Mi colaboración con Himmler había comenzado con una desavenencia que se produjo entre nosotros en cuanto fui nombrado ministro. Casi todos los ministros del Reich cuyo peso personal o político debiera ser tenido en cuenta por Himmler recibían de él un cargo honorífico en las SS. A mí me ofreció una distinción particularmente elevada: quería nombrarme
Oberstgruppenführer
de las SS, categoría equivalente a la de capitán general y que hasta entonces había sido otorgada en contadas ocasiones. Aunque Himmler me hizo saber lo inusitado que resultaba aquel honor, rechacé cortésmente su oferta diciéndole que también había declinado las ofertas del Ejército de Tierra
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y de las SA y el NSKK de distinguirme con cargos honoríficos. De todos modos, para quitar hierro a mi negativa, le propuse recuperar mi antigua adscripción a las SS de Mannheim, sin sospechar que no se me contaba como miembro de aquella organización.

Concediendo tales distinciones, Himmler intentaba conseguir influencia y entrometerse en campos que estaban al margen de sus competencias. En mi caso, la desconfianza que yo abrigaba demostró estar más que justificada, porque Himmler hizo enseguida todo lo posible para inmiscuirse en asuntos del armamento del Ejército de Tierra, para lo que nos ofrecía de buen grado un número incontable de sus internados en los campos de concentración y hacía uso de su poder, ya en 1942, para presionar a varios de mis colaboradores. Por lo que cabía deducir, pensaba convertir los campos de concentración en grandes y modernos centros productivos dedicados sobre todo a fabricar armamento bajo el control directo de las SS. Fromm me hizo notar entonces que aquello podía poner en peligro la dotación armamentística del Ejército de Tierra y Hitler, como se vio enseguida, estuvo de mi parte. Antes de la guerra ya habíamos experimentado lo que significaba que las SS fabricaran ladrillos y se ocuparan de trabajar el granito; los resultados habrían asustado a cualquiera. El 21 de septiembre de 1942 Hitler resolvió la disputa: los internados en los campos trabajarían en empresas sometidas a la organización industrial de armamentos. De momento, los afanes de expansión de Himmler en este terreno quedaban frenados.
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Al principio, los directores de las fábricas se quejaron de que los internos llegaban en un estado de gran debilidad y que al cabo de unos meses estaban completamente agotados y había que devolverlos a los campos. Teniendo en cuenta que el período de aprendizaje llevaba unas semanas y que andábamos escasos de instructores, no podíamos permitirnos repetir cada pocos meses el período de formación de los recién llegados. Gracias a nuestras quejas, las condiciones sanitarias y la alimentación en los campos de las SS experimentaron una mejora notable. Durante mis visitas de inspección a las fábricas de producción de armamentos no tardé en ver prisioneros con caras más satisfechas y mejor alimentados.
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Hitler quebrantó la regla según la cual en la producción de armamentos trabajábamos con independencia cuando dio la orden de instalar una fábrica para producir cohetes a gran escala bajo el mando de las SS.

Antes de la guerra se había establecido, en un apartado valle del Harz, un sistema de cuevas subterráneas muy ramificado en el que se almacenaban productos químicos necesarios para el combate. Aquí visité el 10 de diciembre de 1943 las amplias instalaciones subterráneas en donde debían fabricarse los cohetes V2 en el futuro. En naves de longitud interminable, los internos de los campos de concentración se ocupaban en montar máquinas y tender instalaciones. No mostraban expresión alguna al verme; tenían la mirada perdida en el vacío y a nuestro paso se quitaban mecánicamente la gorra de dril azul de presidiarios.

No puedo olvidar a un profesor del Instituto Pasteur de París que declaró como testigo en el proceso de Nuremberg. Había trabajado en la fábrica mixta que visité aquel día. Imparcialmente, sin la menor excitación, expuso las condiciones inhumanas de aquella fábrica igualmente inhumana: me resulta inolvidable y me sigue inquietando su acusación desprovista de odio; sólo estaba triste, quebrantado y aturdido por tanta degeneración humana.

Desde luego, las condiciones en que vivían aquellos prisioneros eran realmente bárbaras, y cada vez que pienso en ello me invade un sentimiento de honda consternación y de culpa personal. Según supe por los vigilantes después de la visita de inspección, las condiciones sanitarias eran deficientes, proliferaban las enfermedades y, como los prisioneros se alojaban en húmedas cuevas situadas en el mismo lugar de trabajo, la mortalidad era muy elevada.
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Aquel mismo día di las órdenes oportunas para que se levantara enseguida un campamento de barracones en una colina cercana y autoricé el suministro de los materiales necesarios. Además, insté a la dirección del campo de las SS a adoptar de inmediato toda clase de medidas para mejorar las condiciones sanitarias y la alimentación de los hombres.

En realidad, hasta entonces apenas me había preocupado de aquellas cuestiones; como los jefes de campamento me garantizaron que todo se haría como yo había dispuesto, las descuidé durante un mes más. Sin embargo, el 13 de enero de 1944 el doctor Poschmann, asesor médico de todos los departamentos de mi Ministerio, me volvió a pintar con los colores más negros las condiciones higiénicas de la fábrica mixta, y al día siguiente envié allí a uno de mis jefes de Sección.
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Al mismo tiempo, el doctor Poschmann comenzó a ordenar medidas sanitarias adicionales. Algunos días más tarde, yo mismo caí enfermo. Poco después de mi regreso, el 26 de mayo, el doctor Poschmann me informó de que había médicos civiles empleados en numerosos campos de trabajo, pero que tropezaba con algunas dificultades. Aquel mismo día recibí un grosero escrito de Robert Ley en el que este se quejaba, por razones de procedimiento, de la actividad del doctor Poschmann. Opinaba que la atención médica en los campos era únicamente de su incumbencia y me exigía, muy enojado, no sólo que amonestara al doctor Poschmann, sino que le prohibiera volver a interferir en sus competencias, que le pidiera cuentas y lo sometiera a expediente disciplinario. Le contesté sin demora que no veía ningún motivo que me obligara a someterme a sus exigencias y que, al contrario, todos teníamos el máximo interés en que los prisioneros disfrutaran de una atención médica suficiente;
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aquel mismo día discutí con el doctor Poschmann la posibilidad de tomar medidas médicas complementarias. Como lo había puesto todo en marcha con la aquiescencia del doctor Brandt y, más allá de las consideraciones humanitarias, también el sentido común estaba de nuestra parte, no me preocupé en absoluto por la reacción de Ley. Estaba seguro de que Hitler no sólo le recordaría sus límites a la burocracia del Partido, sino que se burlaría de esta.

No volví a tener noticias de Ley. Tampoco Himmler tuvo éxito cuando intentó demostrarme que podía obrar a su antojo incluso contra personas importantes. El 14 de marzo de 1944 ordenó detener a Wernher von Braun y a dos de sus colaboradores. Se comunicó al jefe del departamento central que habían violado una de mis disposiciones al dejarse distraer de sus importantes cometidos bélicos por proyectos pacíficos. Efectivamente, Von Braun y sus colaboradores habían hablado muchas veces, sin ninguna inhibición, de sus ideas respecto a la posibilidad de que, en un futuro lejano, un cohete transportara el correo entre Estados Unidos y Europa. Se aferraban a sus sueños con imprudencia e ingenuidad y dejaron que una revista ilustrada reprodujera unos dibujos llenos de fantasía. Cuando Hitler acudió a visitarme a Klessheim mientras estaba enfermo, aproveché que me trataba con sorprendente consideración para hacerle prometer que liberaría a los tres detenidos. Tardó una semana en hacerlo, y un mes y medio después seguía refunfuñando por lo duro que le había resultado adoptar aquella medida. Según consta en el Acta de reuniones del
Führer
del 13 de mayo de 1944, Hitler sólo accedía a mis deseos «en el asunto B […] mientras aquel [hombre] me fuera indispensable y no estuviera involucrado en ningún procedimiento criminal, por graves que pudieran ser las consecuencias generales derivadas de esta actuación». No obstante, Himmler consiguió su objetivo: de entonces en adelante, ni siquiera los principales miembros del equipo de desarrollo de cohetes se sintieron seguros frente a la arbitrariedad de sus decisiones. Al fin y al cabo, era perfectamente posible que yo no siempre estuviera en situación de conseguir su libertad con rapidez.

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Hacía mucho tiempo que Himmler se proponía establecer un consorcio económico privativo de las SS, pero Hitler —o al menos así me lo parecía— era reacio a la idea y yo también. Quizá fuera esta una de las razones de la extraña conducta de Himmler durante mi enfermedad. En aquellos meses convenció definitivamente a Hitler de que una gran empresa económica de las SS podría ofrecer innumerables ventajas, y a principios de junio de 1944 este me pidió que apoyara la aspiración de las SS de montar un imperio económico que abarcara desde las materias primas hasta la industria de acabados. Para apoyar su exigencia alegó un argumento que sonaba bastante inadecuado: que las SS debían disponer de poder suficiente para que sus futuros sucesores pudieran enfrentarse, por ejemplo, a un ministro de Hacienda que pretendiera limitar sus medios.

Esto era lo que yo había temido desde el comienzo de mi actividad ministerial. Sin embargo, logré que Hitler estableciera que las empresas de Himmler «tendrían que estar sometidas a los mismos controles que el resto de la producción bélica y de armamentos», con el fin de que «una parte de la Wehrmacht no emprendiera el camino de la independencia después de que yo, tras dos años de arduos esfuerzos, consiguiera unificar el armamento de las tres armas de la Wehrmacht».
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Hitler me prometió apoyarme frente a Himmler, pero no tenía ninguna certeza respecto a su capacidad de imponerse; por otra parte, no cabía duda de que Himmler había sido informado por Hitler de esta entrevista cuando me invitó a su casa de Berchtesgaden.

Aunque a veces el
Reichsführer
SS parecía un visionario cuyos delirios ideológicos le resultaban ridículos incluso a Hitler, también podía ser una persona realista que pensaba con lucidez y tenía bien claras sus ambiciosas metas políticas. En las reuniones era de una corrección amable, a veces algo forzada, nunca cordial, y siempre procuraba tener como testigo a uno de los miembros de su plana mayor. Tenía la virtud —rara en aquella época— de escuchar con paciencia los argumentos de sus visitantes. En las discusiones solía dar una impresión de suspicacia y pedantería y parecía meditar sus palabras a fondo y sin prisas. Era evidente que no le importaba si de aquel modo sugería rigidez o limitación intelectual. Su departamento trabajaba con la precisión de una máquina bien engrasada, lo que al mismo tiempo podía ser reflejo de su falta de personalidad; en cualquier caso, siempre tuve la sensación de que su carácter indefinido se reflejaba en el estilo totalmente neutro de su secretaría. Sus escribientes eran muchachas jóvenes que de ningún modo podían considerarse bellas, pero que siempre parecían muy diligentes y concienzudas.

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