Al llegar a este punto interrumpí la redacción del borrador, pues mientras lo estaba escribiendo tomé la decisión de suspender inmediatamente mi convalecencia e ir a ver a Hitler al Obersalzberg. Al principio también esto me causó dificultades. Gebhardt se remitía una y otra vez a los plenos poderes que le había otorgado Hitler y formulaba objeciones de carácter médico. En cambio, el profesor Koch me había dicho unos días antes que podía viajar en avión sin ningún problema.
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Finalmente, Gebhardt llamó por teléfono a Himmler, quien se manifestó conforme con mi vuelo a condición de que, antes de entrevistarme con Hitler, fuera a visitarlo.
Himmler me habló con franqueza, cosa que en tales situaciones es un alivio. La separación entre las actividades constructivas y el Ministerio de Armamentos y la transferencia de aquellas a Dorsch había sido decidida tiempo atrás en entrevistas con Hitler en las que estuvo presente Göring. Y él, Himmler, me invitaba a no causar más dificultades a partir de aquel momento. Aunque todo lo que dijo era una insolencia, como respondía plenamente a mis intenciones, la conversación transcurrió en una atmósfera agradable.
En cuanto llegué a mi casa del Obersalzberg, el asistente de Hitler me pidió que acudiera a tomar el té. Sin embargo, quería hablar con Hitler de modo oficial. Estaba seguro de que el ambiente íntimo de la hora del té habría limado todas las asperezas, y eso era algo que quería evitar. Por tanto, rechacé la invitación. Hitler comprendió la razón de aquel gesto inusitado y poco después me concedió una cita en el Berghof.
Hitler llevaba puesta la gorra del uniforme y, con los guantes en la mano, me esperaba oficialmente en la entrada del Berghof; después me acompañó a la sala de estar, tratándome como si yo fuera un huésped de Estado. Me sentí muy impresionado, pues no acerté a comprender la intención psicológica de esta actitud. A partir de entonces, mi relación con él entró en una fase de esquizofrenia aguda: por una parte, me destacaba y me dispensaba favores especiales que no me resultaban indiferentes; pero, por otra parte, su actuación, de la que fui adquiriendo conciencia poco a poco, era cada vez más comprometida para el pueblo alemán. Y aunque el antiguo encanto de Hitler seguía teniendo efecto, y aunque seguía mostrando su certero instinto en el trato a las personas, me iba resultando cada vez más difícil seguir siéndole incondicionalmente leal.
No sólo en aquella cordial salutación, sino también durante la entrevista que mantuvimos acto seguido, los frentes señalaron un curioso desplazamiento: ahora era Hitler el que no quería renunciar a mi colaboración. Cuando le propuse que una parte de las competencias que yo había tenido hasta la fecha fueran traspasadas a Dorsch, Hitler se negó:
—No voy a separar estos ámbitos de ninguna manera. Tampoco tengo a nadie a quien pueda encomendar la construcción. Por desgracia, el doctor Todt está muerto, y usted sabe, señor Speer, lo que esta actividad significa para mí. ¡Compréndalo! Además, me declaro conforme de antemano con todas las medidas que usted considere convenientes en este campo.
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Con estas palabras se contradecía a sí mismo, pues sólo unos días antes había decidido, también en presencia de Himmler y Göring, nombrar a Dorsch para este cometido. De forma completamente arbitraria, como siempre, pasaba por alto su reciente declaración y, en el fondo, también los sentimientos de Dorsch: la arbitrariedad de sus opiniones era un signo harto elocuente del profundo desprecio que sentía por el género humano. Todo me permitía suponer que tampoco aquel cambio de actitud sería muy duradero, por lo que le repuse que había que adoptar una decisión a largo plazo:
—Para mí resulta impensable que volvamos a discutir este asunto.
Hitler prometió mantenerse firme:
—Mi resolución es definitiva. No pienso volver a cambiarla.
A continuación se extendió en reproches de poca monta contra tres de mis jefes de sección, con cuya destitución yo ya había contado.
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Una vez concluida la entrevista, Hitler me acompañó de nuevo hasta el guardarropa, volvió a coger la gorra y los guantes y se dispuso a acompañarme hasta la salida. Como esto me pareció un exceso de formalismo, le dije en el tono despreocupado propio de su entorno íntimo que todavía tenía una cita con Von Below, su asistente de la Luftwaffe, en el piso superior. Por la noche participé en la tertulia, rodeado como antaño por Hitler, Eva Braun y los miembros de su corte. La conversación transcurrió con indiferencia y Bormann propuso poner unos discos. Se comenzó con un aria de Wagner para pasar muy pronto a
El murciélago
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Después de tanto ir y venir, después de las tensiones e inquietudes de los últimos tiempos, aquella noche me sentí satisfecho: todas las dificultades y conflictos parecían orillados. La inseguridad de las últimas semanas me había afectado profundamente. Yo no podía trabajar sin sentirme apreciado y reconocido, y ahora podía considerarme el vencedor en una lucha por el poder que Göring, Himmler y Bormann habían dirigido contra mí. Sin duda estarían muy decepcionados, pues seguro que habían creído que ya estaba en la cuneta. Ya en aquel tiempo me pregunté si Hitler no se habría dado cuenta del juego que los tres se traían entre manos y en el que se había dejado enredar de una forma inadmisible.
Al analizar la complejidad de los motivos que me llevaron a regresar de forma tan sorprendente al círculo íntimo de Hitler, me parece que fue sin duda una razón importante el deseo de seguir conservando mi posición de poder. Si bien es verdad que no hacía más que participar en el poder de Hitler, extremo sobre el que seguramente no llegué a engañarme nunca, siempre me pareció apetecible que, estando a su lado, también recayera sobre mí algo de su popularidad, de su esplendor, de su grandeza. Hasta 1942 seguí pensando que mi vocación de arquitecto me permitía gozar de una conciencia de mí mismo independiente de Hitler, pero el afán de ejercer un poder puro, de efectuar nombramientos, de decidir sobre cuestiones importantes, de disponer de miles de millones, finalmente había conseguido sobornarme y embriagarme. A pesar de que había estado dispuesto a dimitir, me habría costado renunciar a los estimulantes que proporciona la embriaguez del mando. Por otra parte, los reparos que la reciente evolución de los acontecimientos habían suscitado en mí fueron borrados de mi conciencia por el llamamiento de la industria, así como por la sugestión inalterablemente fuerte que podía ejercer Hitler. Aunque nuestra relación había experimentado un salto y mi lealtad se hallaba debilitada y nunca volvería a ser lo que había sido, cosa de la que me estaba dando cuenta, por lo pronto había regresado al círculo íntimo de Hitler… y me sentía satisfecho.
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Dos días después fui de nuevo con Dorsch a ver a Hitler para presentárselo como recién nombrado jefe del sector de construcciones. Hitler reaccionó a este cambio tal como yo había esperado:
—Dejo completamente a su cargo, querido Speer, las disposiciones que quiera usted adoptar en su Ministerio; es cosa suya a quién encomiende las tareas. Desde luego, estoy de acuerdo con el nombramiento de Dorsch, pero la responsabilidad en lo que se refiere a la construcción sigue siendo sólo suya.
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Parecía una victoria. Pero yo ya había aprendido que las victorias no contaban mucho. Al día siguiente todo podía ser distinto.
Informé a Göring de la nueva situación con frialdad. Ni siquiera lo tuve en cuenta cuando me decidí a nombrar a Dorsch mi representante en el campo de la construcción en el Plan Cuatrienal; pues, tal como le escribí no sin cierto tono sarcástico, «al hacerlo así supuse que usted, dada la confianza que tiene en el director general señor Dorsch, estaría plenamente de acuerdo». Göring contestó con pocas palabras y de mala gana: «Estoy de acuerdo en todo. Ya he sometido a Dorsch todo el sector de la construcción de la Luftwaffe».
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Himmler no mostró ninguna reacción; en tales circunstancias era escurridizo como un pez. Sin embargo, en lo que se refiere a Bormann, el viento comenzó a soplar visiblemente a mi favor por primera vez en dos años; enseguida se dio cuenta de que yo había salido reforzado de la conspiración y de que todas sus laboriosas intrigas de los últimos meses habían fracasado. No tenía el valor ni el poder suficientes para, dejándose llevar por su rencor hacia mí, no tener en cuenta el nuevo giro de los acontecimientos. Yo lo trataba con una indiferencia ostensible; en la primera ocasión que tuvo, durante uno de los paseos en grupo hacia la casa de té y con una cordialidad exagerada, me aseguró que él no había participado en las maquinaciones urdidas contra mí. A lo mejor decía la verdad, aunque me resultaba difícil creerlo; en cualquier caso, al decirme aquello no hacía sino reconocer que habían existido maquinaciones en mi contra.
Poco después nos invitó a Lammers y a mí a su casa del Obersalzberg, amueblada de un modo impersonal. Sin que viniera a cuento y de forma bastante forzada, nos incitó a beber y hacia la medianoche sugirió que nos tuteáramos en señal de confianza. Al día siguiente restablecí las distancias, pero Lammers quedó atrapado en el tuteo, lo que no impidió a Bormann arrinconarlo muy pronto sin mayores miramientos, mientras que aceptaba mi desplante sin reacción aparente y con gran cordialidad, pues se daba cuenta de que seguía gozando del favor de Hitler.
A mediados de mayo de 1944, durante una visita a los astilleros de Hamburgo, el jefe regional Kaufmann me dijo en confianza que, a pesar del medio año transcurrido, seguía sin aplacarse el disgusto que les había causado aquel discurso mío. Casi todos los jefes regionales estaban en mi contra y Bormann apoyaba y animaba esta actitud. Kaufmann me previno contra el peligro que esto suponía.
Aquella advertencia me pareció lo bastante grave para llamar la atención de Hitler al respecto en mi siguiente conversación con él. Me había distinguido de nuevo con un pequeño gesto y por primera vez me invitó a visitarlo en su despacho del primer piso del Berghof, donde acostumbraba mantener entrevistas personales o muy confidenciales. En tono quedo, casi como si yo fuera su amigo íntimo, me aconsejó que evitara hacer nada que pudiera soliviantar a los jefes regionales y ponerlos en mi contra, y añadió que no debía subestimar nunca el poder de los jefes regionales, pues ello podía perjudicarme en un futuro inmediato. Me dijo que ya sabía que la mayoría de ellos tenían un carácter difícil y que muchos eran unos auténticos matones, más bien rudos, pero muy leales. Había que aceptarlos como eran. La postura de Hitler me dio a entender que de ningún modo estaba dispuesto a dejar que Bormann dictara su conducta hacia mí:
—Es verdad que me han llegado quejas, pero, por lo que a mí respecta, el asunto está resuelto.
Estas palabras dejaban claro que esta parte de la ofensiva de Bormann también había fracasado.
Hitler parecía preso de sentimientos encontrados cuando dicho esto me comunicó, casi como si me pidiera comprensión por no distinguirme con un honor equivalente, que pensaba conceder a Himmler la máxima condecoración del Reich. El
Reichsführer-SS
había hecho unos méritos muy especiales, añadió como disculpándose.
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Le respondí de buen humor que esperaba que después de la guerra me fuera concedida, por mis méritos arquitectónicos, la no menos valiosa condecoración del Arte y la Ciencia. Desde luego, Hitler no había estado seguro de mi reacción ante aquella muestra de preferencia hacia Himmler.
Aquel día me intranquilizaba más que Bormann pudiera presentar a Hitler, con unas cuantas observaciones bien enfocadas, un artículo aparecido en el Observer inglés del 9 de abril de 1944 en el que se me calificaba de cuerpo extraño en el doctrinario engranaje del Partido. Con el fin de adelantarme, entregué a Hitler una traducción de este artículo haciendo a la vez unas cuantas observaciones jocosas. Hitler se caló las gafas con cierta torpeza y comenzó a leer: «Speer es hoy, en cierto modo, más importante para Alemania que Hitler, Himmler, Göring, Goebbels o los generales. En realidad, todos ellos no son sino colaboradores de este hombre, que es quien realmente dirige la gigantesca máquina bélica y saca de ella el máximo rendimiento. Vemos en él la precisa materialización de la revolución del ejecutivo. Speer no es uno de esos nazis extravagantes y pintorescos. De hecho ni siquiera se sabe si tiene opiniones políticas. Se habría podido adscribir a cualquier otro Partido político, si hacerlo le hubiera servido para conseguir trabajo y una carrera. Es un prototipo destacado del hombre medio, triunfador, bien vestido, cortés, incorruptible. Su estilo de vida, con esposa y seis hijos, es característico de la clase media. Speer se asemeja a algo típicamente nacionalsocialista o típicamente alemán muchísimo menos que cualquier otro líder alemán. Más bien simboliza un tipo de hombre que se está volviendo cada día más importante en todos los Estados que participan en la guerra: el técnico puro, el hombre brillante que no proviene de una clase social ni tiene antepasados gloriosos y cuyo único objetivo es abrirse camino en el mundo gracias a sus facultades como técnico y organizador. Precisamente su falta de lastre psicológico y anímico y la desenvoltura con que maneja la temible maquinaria técnica y organizativa de nuestro tiempo hace que esta tipología insignificante llegue tan lejos en nuestros días. Este es su tiempo. Puede que nos deshagamos de los Hitler y de los Himmler, pero los Speer, sea lo que fuere lo que pueda pasarle a este en particular, seguirán mucho tiempo entre nosotros». Hitler leyó el comentario con toda calma, dobló la hoja y me la devolvió sin despegar los labios, pero con mucho respeto.
A pesar de todo, en las semanas y los meses que siguieron se fue haciendo cada vez más evidente para mí la distancia que se había creado entre Hitler y yo, que no dejaba de aumentar. Nada hay más difícil que restablecer una autoridad que ha sido puesta en tela de juicio. Ahora, tras haberle ofrecido resistencia por primera vez, mi forma de pensar y actuar se había hecho más independiente de Hitler, quien, en vez de mostrarse colérico ante mi rebeldía, había reaccionado más bien como un hombre desamparado, con gestos que expresaban un favor especial, y, finalmente, había llegado incluso a renunciar a sus intenciones, a pesar de habérselas anunciado a Himmler, Göring y Bormann. Aunque yo también hubiera tenido que ceder, eso no desvirtuaba la experiencia de que, si me oponía a él con decisión, también a Hitler podía imponerle proyectos difíciles.