Albert Speer (60 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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—¿Cómo se le ha ocurrido enviar al jefe del Estado Mayor su informe sobre la situación del manganeso?

Yo, que había esperado encontrar a un Hitler satisfecho, me quedé perplejo y sólo supe decir:

—¡Pero,
mein Führer
, si es un resultado excelente!

Sin embargo, no transigió.

—¡No tiene por qué enviar informes al jefe del Estado Mayor! ¡Cuando quiera usted algo, haga el favor de decírmelo a mí! Me ha puesto en una situación insostenible. Acabo de ordenar que todas las tropas disponibles se concentren para la defensa de Níkopol. ¡Por fin tenía una razón que obligara al grupo de ejércitos a combatir! Y entonces me viene Zeitzler con su informe. ¡He quedado como un mentiroso! Si ahora perdemos Níkopol, la culpa será suya. ¡Le prohibo de una vez para siempre —terminó gritando— que envíe ningún tipo de informe a nadie más que a mí! ¿Me ha entendido? ¡Se lo prohibo!

A pesar de todo, mi informe hizo su efecto, pues poco después Hitler dejó de insistir en la batalla para defender las minas de manganeso; sin embargo, como al mismo tiempo remitió la presión soviética en la región, Níkopol no se perdió hasta el 18 de febrero de 1944.

Nuestras existencias de todos los metales empleados en las aleaciones figuraban en una segunda memoria que entregué a Hitler aquel mismo día. En ella, que incluía la observación de que «no se han tenido en cuenta las entradas procedentes de los Balcanes, Turquía, Finlandia y Noruega septentrional», insinuaba cautelosamente que consideraba probable la pérdida de estos territorios. Los resultados se resumían como sigue:

Manganeso:

Existencias nacionales: 140.000 t.

Entradas de Islandia: 8.100 t

Consumo: 15.000 t.

Meses cubiertos: 19

Níquel:

Existencias nacionales: 6.000 t.

Entradas de Islandia: 190 t.

Consumo: 750 t.

Meses cubiertos: 10

Cromo:

Existencias nacionales: 21.000 t.

Entradas de Islandia: —

Consumo: 3.751 t.

Meses cubiertos: 5,6

Volframio:

Existencias nacionales: 1.330 t.

Entradas de Islandia: —

Consumo: 160 t.

Meses cubiertos: 10,6

Molibdeno:

Existencias nacionales: 425 t.

Entradas de Islandia: 15.5 t.

Consumo: 69,5 t.

Meses cubiertos: 7,8

Silicio:

Existencias nacionales: 17.900 t.

Entradas de Islandia: 4.200 t.

Consumo: 7.000 t.

Meses cubiertos: 6,4

Añadí a la memoria el siguiente comentario: «Según esta tabla, las existencias más escasas son las de cromo, material muy importante, dado que sin cromo no se puede mantener una industria de armamentos altamente desarrollada. Si se pierden los Balcanes, y con ellos Turquía, las existencias de cromo sólo están garantizadas para 5,6 meses. Esto significa que, tras agotarse las existencias del mineral en bruto, lo que sucedería dos meses después del plazo indicado, se produciría la paralización de distintas ramas de importancia (aviones, tanques, camiones, granadas para tanques, submarinos, casi toda la fabricación de municiones) entre uno y tres meses más tarde, ya que entonces se habrán agotado todas las reservas».
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Esto quería decir, ni más ni menos, que la guerra acabaría a los diez meses de perder los Balcanes. Hitler escuchó en silencio mi exposición, según la cual eran los Balcanes, y no Níkopol, los que determinarían el curso de la guerra. Después me volvió la espalda, malhumorado, y se dirigió a mi colaborador Saur para discutir con él los nuevos programas de fabricación de tanques.

Hasta el verano de 1943, Hitler me llamaba por teléfono al principio de cada mes para enterarse de las cifras de producción más recientes, que anotaba en una lista que ya tenía preparada. Yo le iba dando los números y Hitler solía recibirlos con estas exclamaciones:

—¡Muy bien! ¡Eso es realmente maravilloso! ¿De verdad tenemos ciento diez
Tigres
? Es más de lo que me prometió usted… ¿Y cuántos cree que se podrán fabricar el mes que viene? Ahora cada tanque más es importante…

A veces concluía estas conversaciones aludiendo brevemente a la situación:

—Hoy hemos tomado Jarkov. Las cosas marchan bien. Bueno, gracias por todo. Salude a su esposa de mi parte. ¿Todavía está en el Obersalzberg? Bien, dele recuerdos de mi parte.

Cuando le daba las gracias y me despedía con la fórmula habitual: «
Heil, mein Führer!
», Hitler respondía a veces: «
Heil, Speer!
». Esta respuesta, que empleaba en muy contadas ocasiones con Göring, Goebbels y otros íntimos, suponía una distinción en la que se podía percibir una leve ironía respecto al «
Heil, mein Führer!
» que se había implantado oficialmente. En esos momentos sentía que mi trabajo era reconocido, y no me daba cuenta del fondo condescendiente de aquella familiaridad. Aunque la fascinación del principio y la intimidad del trato privado habían desaparecido hacía mucho tiempo; aunque yo había dejado de tener la peculiar posición única del arquitecto; aunque me había convertido en uno más de los muchos componentes del aparato gubernamental, las palabras de Hitler no habían perdido para mí ni un ápice de su mágica fuerza. Bien mirado, todas las intrigas y luchas por el poder tenían como meta conseguirlas, al menos por lo que implicaban. La posición de cada uno de nosotros dependía de ellas.

Las llamadas fueron cesando poco a poco. Me resulta difícil fijar el momento exacto. En todo caso, puede que a partir de otoño de 1943 Hitler adoptara la costumbre de ponerse en contacto telefónico con Saur para que le diera las cifras mensuales.
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No me puse a la defensiva contra esto, ya que reconocía a Hitler el derecho de quitarme lo que me había confiado; sin embargo, como además Bormann estaba en buenas relaciones con Saur y con Dorsch, viejos camaradas del Partido, comencé a sentirme inseguro en mi propio Ministerio.

Por el momento, intenté afianzar mi posición asignando a cada uno de mis diez jefes de sección un representante en la industria,
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aunque precisamente Dorsch y Saur consiguieron impedir que esta medida afectara a sus respectivos campos. Los indicios de que en mi Ministerio se había formado una especie de partido de oposición dirigido por Dorsch iba adquiriendo fuerza, y el 21 de diciembre de 1943 di una especie de «golpe de Estado»: Escogí a dos de mis antiguos colaboradores de confianza, de mi época de arquitecto, y los nombré jefes de las secciones de Personal y Organización,
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y puse también bajo sus órdenes la Organización Todt, que hasta ese momento había sido autónoma.

Al día siguiente escapé a la dura carga del año 1943, con sus innumerables intrigas y desengaños, dirigiéndome al rincón más alejado y solitario de los territorios que habíamos ocupado: Laponia del Norte. Aunque en 1941 y 1942 Hitler me impidió viajar a Noruega, Finlandia y Rusia, por estimarlo demasiado peligroso y considerarme insustituible, esta vez dio su aprobación sin vacilar.

Despegamos al alba con mi nuevo avión, un cuatrimotor
Condor Focke-Wulf
, que contaba con unos depósitos de reserva que le daban una gran autonomía.
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El violinista Siegfried Borries y un mago aficionado que se haría famoso después de la guerra bajo el nombre de Kalanag viajaban conmigo porque quería dar una alegría navideña a los soldados y trabajadores de la Organización Todt que se encontraban en el norte, en vez de dedicarme a pronunciar discursos. Contemplamos de cerca el sistema de lagos de Finlandia, una de las metas más anheladas de mi juventud, que en su día mi esposa y yo habíamos intentado recorrer con una tienda y un bote plegable. A primeras horas de la tarde, las últimas del crepúsculo en aquella región septentrional, aterrizamos en un primitivo campo cubierto de nieve y señalizado con lámparas de petróleo cerca de Rovaniemi.

Al día siguiente recorrimos en descapotable seiscientos kilómetros en dirección norte, hasta alcanzar el pequeño puerto ártico de Petsamo. El paisaje, de tipo alpino, resultaba monótono, pero los innumerables matices de la luz, del amarillo al rojo, a que daba origen la posición del sol tras el horizonte eran de una hermosura que parecía irreal. En Petsamo se celebraron varías fiestas navideñas con obreros, soldados y oficiales, a las que seguirían otras muchas en el resto de cuarteles. Pasamos la segunda noche en la cabaña de troncos del general que estaba al mando del frente del Ártico, y desde allí visitamos unas bases avanzadas de apoyo situadas en la península de Fischer, nuestro sector de frente más septentrional e inhabitable, a sólo ochenta kilómetros de Murmansk. La luz pálida y verdosa que atravesaba oblicuamente el velo de niebla y nieve daba un aire de tristeza a aquel paisaje muerto, sin árboles, de una angustiosa soledad. Acompañados por el general Hengl, esquiamos lenta y trabajosamente hasta la base avanzada. En una de las posiciones, una unidad me demostró la eficacia de nuestro cañón de infantería de 15 cm disparando contra un refugio soviético. Fue el primer «ejercicio de tiro real» que contemplé en mi vida, pues aunque anteriormente ya había visto en acción una de las baterías pesadas del cabo Gris Nez, cuyo objetivo era la ciudad de Dover, el comandante me explicó después que en realidad había hecho disparar al mar. En cambio, donde me encontraba ahora vi volar por los aires, tras un blanco certero, las vigas de madera del refugio ruso. Al instante, y a poquísima distancia de donde yo me encontraba, un cabo se desplomó sin proferir un solo gemido: un tirador soviético le había dado en la cabeza por debajo del casco. No deja de ser sorprendente que aquella fuera la primera vez que me veía ante la realidad de la guerra. Mientras que hasta entonces, en las presentaciones que realizábamos en el campo de tiro, había tenido a nuestro cañón de infantería por un mero producto técnico útil que contemplaba teóricamente, de repente me di cuenta de que era capaz de destruir vidas humanas.

Durante aquel viaje de inspección, todos los soldados y oficiales se quejaron de la escasez de armas ligeras de infantería. Sobre todo echaban en falta buenas ametralladoras; los soldados se las arreglaban con las que podían quitar a las tropas soviéticas.

El reproche afectaba directamente a Hitler. Como antiguo soldado de infantería de la Primera Guerra Mundial, seguía confiando en la carabina. En verano de 1942 rechazó nuestra propuesta de dotar a la tropa de un modelo de ametralladora arguyendo que el fusil servía mejor al objetivo de la infantería. También se debía a sus experiencias como soldado de trincheras, tal como constaté en aquel momento, que privilegiara las armas pesadas y los tanques que tanto admiraba y negligiera el desarrollo y fabricación de armas de infantería.

A mi regreso traté de subsanar esta omisión. Nuestro programa de infantería contó con el apoyo de peticiones precisas, formuladas a principios de enero por el Estado Mayor del Ejército y por el comandante en jefe del Ejército de Reserva. Sin embargo, Hitler no dio su conformidad hasta seis meses después, y a partir de entonces nos reprochó que nuestro programa no avanzara según los plazos previstos. En nueve meses logramos notables incrementos de producción en este campo, llegando a multiplicar por veinte el número de ametralladoras (fusil de asalto 44) fabricadas, que hasta entonces había sido mínimo.
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Habríamos podido alcanzar esas cifras dos años antes, porque para fabricar estas armas no se requerían los recursos que estaban destinados al armamento pesado.

• • •

Al día siguiente inspeccioné la planta de níquel de Kolosiokki, nuestra única fuente de obtención de dicho metal y, en realidad, el verdadero objetivo de mi viaje navideño. Había allí una gran cantidad de metal que se amontonaba por falta de camiones, mientras que, simultáneamente, nuestros medios de transporte estaban concentrados en el levantamiento de una central de energía con protección antiaérea. Atribuí a la central un grado de urgencia medio, lo que incrementó la capacidad de transporte de las existencias de níquel. En medio del bosque virgen, mucho más allá del lago Inari, se reunieron en un claro leñadores alemanes y lapones alrededor de una hoguera pintoresca que servía al mismo tiempo de fuente de calor y de iluminación, y Siegfried Borries inició la velada con la famosa chacona de la
Partita en re menor
de Bach. Después, tras varias horas de esquí nocturno, nos dirigimos a un campamento lapón. Sin embargo, a una temperatura de treinta grados bajo cero y bajo la luz polar, dormir en la tienda no resultaba precisamente idílico, pues el viento la llenaba de humo. Salí al aire libre y hacia las tres de la madrugada me eché a descansar en mi saco de dormir de piel de reno. A la mañana siguiente sentí un agudo dolor en la rodilla.

Unos días después volvía a hallarme en el cuartel general. Por sugerencia de Bormann había convocado una gran reunión, a la que debían asistir los ministros más importantes, para establecer el programa de trabajo de 1944 y para que Sauckel formulara sus quejas contra mí. El día anterior propuse a Hitler celebrar antes otra, presidida por Lammers, para solventar las diferencias que pudiera haber entre nosotros, pero se mostró casi despectivo al oírme y me dijo, con voz helada, que me prohibía influir en los asistentes a la reunión. No quería que se le expusieran opiniones preconcebidas; quería ser él mismo quien adoptara la decisión pertinente.

Después de esta reprimenda, fui con mis técnicos a ver a Himmler, que, según mi deseo, ya se hallaba en compañía del mariscal Keitel.
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Quería al menos convenir con ellos una táctica conjunta para impedir que Sauckel reemprendiera las deportaciones de obreros procedentes de los territorios occidentales ocupados; Keitel, en su calidad de jefe de todos los mandos militares, y Himmler, como responsable del orden público en aquellos territorios, temían que el reclutamiento forzoso de trabajadores contribuyera a engrosar el número de partisanos. Nos pusimos de acuerdo en que los dos declararían durante la reunión que no disponían de la necesaria capacidad ejecutiva para llevar a cabo las nuevas acciones de reclutamiento de Sauckel, por lo que estas podrían comportar desórdenes. Esperaba terminar de una vez por todas con las deportaciones de obreros e incrementar el empleo eficaz de las reservas alemanas, particularmente de las mujeres.

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