Albert Speer (57 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Cuando en el cuartel general no había ningún invitado que le resultara agradable, Hitler comía solo en compañía del perro. Por supuesto, cuando yo me encontraba en el cuartel general —solía quedarme dos o tres días—, Hitler me invitaba a comer una o dos veces. Más de uno del cuartel general debió de pensar que nos ocupábamos de cosas generales de cierta importancia o de temas personales. Sin embargo, me resultaba imposible hablar con Hitler de los aspectos globales de la guerra o de la situación económica, y nos entreteníamos con trivialidades o repasábamos áridas cifras de producción.

Al principio todavía se interesaba por asuntos que tiempo atrás nos habían absorbido a los dos, como la futura configuración de las ciudades alemanas. También nos ocupábamos a menudo de su deseo de proyectar, una vez terminada la guerra, una red de ferrocarriles transcontinentales que aglutinara económicamente a su futuro Estado. Fijó un ancho de vía mayor que el usual y ordenó que los Ferrocarriles del Reich diseñaran distintos tipos de vagones e hicieran cálculos detallados sobre la carga útil de los trenes de mercancías, todo lo cual estudiaba en sus noches de insomnio.
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El Ministerio de Comunicaciones consideró que tener dos sistemas de vías férreas supondría más inconvenientes que ventajas, pero Hitler estaba empeñado en aquella idea, a la que, en su función de abrazadera del Imperio, daba mayor importancia que a las autopistas.

A medida que transcurrían los meses, Hitler se iba tornando más y más silencioso. También puede ser que en mi presencia se sintiera relajado e hiciera menos esfuerzos por mantener una conversación que con otros invitados menos íntimos. De todos modos, desde otoño de 1943 comer con él se convirtió en un martirio. Tomábamos la sopa en silencio y, durante la pausa que se producía hasta la llegada del nuevo plato, hacíamos quizá algún comentario sobre el tiempo, que Hitler aprovechaba para lanzar algunas frases despectivas sobre la incapacidad del servicio meteorológico, y la conversación recaía finalmente en la calidad de la comida. Estaba muy satisfecho con su cocinera, especialista en dietética, y alababa sus platos vegetarianos. Cuando alguno le parecía particularmente bueno, me invitaba a probarlo. Siempre tuvo miedo de engordar.

—¡No puede ser! Imagínese que me paseara por ahí con un barrigón. ¡Eso me destrozaría políticamente!— Muchas veces hacía que su criado pusiera fin a la tentación diciéndole: —Haga el favor de llevarse esto, me está gustando demasiado.

Seguía burlándose de los que comían carne, aunque nunca trató de influir en mis gustos. Tampoco tenía nada en contra de que me tomara una Steinhäger después de una comida muy grasa, aunque solía decir, con expresión afligida, que con lo que él comía no le hacía falta ningún digestivo. Cuando había caldo de carne, podía estar seguro de que Hitler no tardaría en referirse a la «infusión de cadáveres». Si nos servían cangrejos, repetía la historia de una abuela que había sido arrojada por sus deudos al arroyo para atraerlos, y, si se trataba de anguilas, afirmaba que la mejor forma de cebarlas y capturarlas era empleando gatos muertos.

En los tiempos de la Cancillería del Reich, Hitler no se avergonzaba de repetir estas historias una y otra vez; ahora, en época de retiradas y derrotas, indicaban que se sentía de buen humor, lo que era poco frecuente, pues por lo general reinaba en la mesa un silencio de muerte. Yo teñía la impresión de estar frente a un hombre que se iba extinguiendo poco a poco.

Durante las reuniones, que solían durar horas, o en las comidas, Hitler ordenaba a su perro que se tendiera en un rincón que tenía asignado y el animal se tumbaba allí con un gruñido de disgusto. Cuando sentía que no lo observaban, se iba aproximando lentamente al lugar en que se encontraba su amo y, tras complejas maniobras, terminaba con el hocico sobre su rodilla, y entonces Hitler lo desterraba de nuevo a su rincón con una orden seca. Como cualquier otro invitado de Hitler medianamente listo, evité despertar la confianza del perro. Eso no siempre resultaba fácil, por ejemplo si el animal me ponía la cabeza en la rodilla durante las comidas y se dedicaba a contemplar fijamente la carne que tenía en el plato, que parecía interesarle más que los alimentos vegetarianos de su amo. Cuando Hitler percibía esos intentos de aproximación, llamaba al perro con voz enojada. En el fondo, este era el único ser viviente del cuartel general que sabía animarlo tal como Schmundt y yo habríamos deseado poder hacer. La única pega es que el perro no hablaba.

• • •

Hitler fue perdiendo el contacto con sus semejantes paulatinamente, de una forma casi imperceptible. Una observación que repetía con frecuencia desde otoño de 1943 hacía patente su infeliz aislamiento:

—Speer, llegará el día en que ya no tendré más que dos amigos: la señorita Braun y mi perro.

Su tono era tan misantrópico y directo que yo no podía recordarle mi lealtad ni mostrarme herido. Visto desde fuera, esta parece haber sido la única predicción en la que acertó de pleno, aunque no se debiera a sus propios méritos, sino más bien a la valentía de su amante y a la dependencia de su perro.

Más tarde, durante mis largos años de prisión, comprendí lo que significa vivir sometido a una gran presión psíquica. Entonces me di cuenta de que la vida de Hitler era muy semejante a la de un preso. En su bunker, que entonces aún no era el enorme mausoleo en que se convertiría en julio de 1944, paredes y techos eran gruesos como los de una prisión, puertas y contraventanas de hierro cerraban las pocas aberturas, y los escasos paseos que daba por la zona cercada con alambre de espino no le hacían llegar más aire que a un presidiario que hiciera la ronda en el patio de una cárcel.

La gran hora de Hitler llegaba después del almuerzo, cuando hacia las dos de la tarde daba comienzo la reunión estratégica. Las conferencias no parecían haber sufrido cambio alguno desde la primavera de 1941. Alrededor de Hitler, frente a la gran mesa de los mapas, seguían agrupándose casi los mismos generales y asistentes, pero ahora se los veía más viejos y apagados debido a los acontecimientos del último año y medio. Recibían las consignas y órdenes con expresión indiferente, más bien resignada.

Se discutían las expectativas. El interrogatorio de los prisioneros y las noticias que llegaban del frente ruso parecían indicar que el enemigo estaba agotado. Las pérdidas experimentadas por los rusos parecían mucho mayores que las nuestras, incluso teniendo en cuenta la población total de ambos países. Los partes sobre éxitos insignificantes iban adquiriendo importancia durante la conversación, hasta que para Hitler se convertían en la prueba irrebatible de que Alemania podría contener el ataque ruso el tiempo suficiente para que se agotara por sí mismo. Por otra parte, muchos de nosotros creíamos que Hitler podría terminar la guerra cuando lo considerara oportuno.

Jodl preparó un informe para Hitler con objeto de establecer la evolución más probable de los acontecimientos en los meses siguientes. Con ello trataba también de ejercer su cargo de jefe de la plana mayor de la Wehrmacht, cuyas funciones había ido acaparando Hitler. Jodl sabía que este desconfiaba de los cálculos; a fines de 1943 seguía hablando con sarcasmo de un estudio del general Georg Thomas, responsable de la economía de guerra, que consideraba que el potencial bélico de los soviéticos era extraordinario, y siempre se enojaba al recordarlo: poco después de serle expuesto, prohibió a Thomas y al Alto Mando de la Wehrmacht realizar más investigaciones como aquella. Cuando mi Departamento de Planificación, con la mejor voluntad, preparó un memorando para ayudar a la cúpula militar a tomar decisiones acertadas, Keitel nos comunicó la prohibición de enviar estudios de esa clase al Alto Mando de la Wehrmacht.

Jodl sabía que tendría que superar dificultades para conseguir lo que quería. Por eso eligió a un joven coronel de la Luftwaffe, Christian, que debía empezar exponiendo algunos argumentos generales durante una de las reuniones estratégicas. El coronel gozaba de la nada despreciable ventaja de estar casado con una de las secretarias de Hitler que siempre participaba en sus tés nocturnos. El análisis estudiaba los planes tácticos del enemigo a largo plazo y sus consecuencias para nosotros. Salvo algunos grandes mapas de Europa sobre los que Christian estuvo dando explicaciones a un Hitler que permanecía mudo, no recuerdo nada más de aquella tentativa, que fracasó lastimosamente.

Sin mayor discusión y sin que los asistentes protestaran, las cosas siguieron como siempre: Hitler continuaba tomando todas las decisiones sin disponer de estudios concretos. Renunció a analizar la situación, a considerar qué consecuencias logísticas comportaba la puesta en práctica de sus ideas; no quiso saber nada de comisiones de estudio que examinaran las distintas ofensivas desde todos los puntos de vista para establecer tanto sus posibilidades de éxito como las contramedidas que podría tomar el enemigo. El Estado Mayor que se reunía en el cuartel general estaba perfectamente preparado para responder a las exigencias de una guerra moderna; sólo había que permitirle actuar. Aunque Hitler exigía ser informado de todos los aspectos parciales, los datos así reunidos sólo constituían una visión de conjunto en su cabeza. Así pues, sus mariscales y sus inmediatos colaboradores en realidad no ejercían más que de asesores, pues normalmente Hitler tenía sus decisiones tomadas de antemano y sólo cabía modificarlas en aspectos de matiz. Además, evitó extraer las necesarias consecuencias de la campaña del Este de 1942-1943.

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La tremenda presión de la responsabilidad hacía que nada fuera mejor acogido en el cuartel general que una orden superior, lo que obviaba las propias decisiones y servía tanto de alivio como de excusa. En contadas ocasiones oí que alguno de los interesados había pedido el traslado voluntario al frente para escapar al permanente conflicto de conciencia al que uno se veía sometido en el cuartel general. Este es uno de esos fenómenos que aún hoy sigo sin explicarme, pues, a pesar de todas las críticas, ninguno de nosotros planteaba nunca una objeción. La verdad es que tampoco teníamos nada que objetar. En el mundo insensibilizador del cuartel general no nos conmovía lo que significaban las decisiones de Hitler para el frente, donde se estaba combatiendo y muriendo, como, por ejemplo, cuando las tropas quedaban sitiadas sólo porque Hitler demoraba una y otra vez ordenar la retirada que le proponía el Estado Mayor.

Es verdad que nadie puede esperar de un jefe del Estado que inspeccione el frente con regularidad, pero Hitler estaba obligado a hacerlo en su calidad de comandante en jefe del Ejército, más aún teniendo en cuenta que, como tal, tomaba decisiones relativas incluso a los asuntos de menor importancia. Si estaba demasiado enfermo, tendría que haber nombrado a otro, y si temía por su vida, entonces no podía ser comandante en jefe de un ejército.

Algunos viajes al frente habrían hecho evidentes, tanto para él como para su Estado Mayor, los errores fundamentales que tanta sangre estaban costando. Sin embargo, Hitler y sus colaboradores militares creían poder dirigir la guerra desde sus mapas. No conocían el invierno ruso, las condiciones de las carreteras o las fatigas que soportaban los soldados, que, sin alojamiento, mal equipados, exhaustos y medio congelados, tenían que vivir en agujeros abiertos en la tierra, con una capacidad de resistencia quebrantada desde hacía mucho tiempo. Durante las reuniones estratégicas, Hitler consideraba que estas unidades estaban en plena forma. Desplazaba de un lado a otro sobre el mapa a unas divisiones extenuadas, sin armas ni municiones, y a menudo les imponía unos plazos que era del todo imposible cumplir. Como solía ordenar ataques inmediatos, la vanguardia se hallaba en la línea de fuego antes de que el resto de las tropas pudieran desplegar en bloque toda su potencia combativa. Así se las conducía frente al enemigo y se las aniquilaba paulatinamente.

El servicio de información del cuartel general era ejemplar para su época. Podía comunicarse al instante con los principales escenarios de la guerra. Pero Hitler sobrestimaba las posibilidades que le ofrecían el teléfono, la radio y el telégrafo. Al mismo tiempo, y esto constituyó una gran diferencia respecto a las guerras anteriores, impedía que los mandos correspondientes actuaran con independencia, ya que intervenía continuamente en todos los sectores del frente. El servicio de enlace permitía dirigir a las distintas divisiones, en todos los escenarios de la guerra, desde la mesa de mapas de Hitler. Cuanto más difícil era la situación, mayor era el distanciamiento que la técnica moderna abría entre la realidad y la fantasía con que se operaba desde aquella mesa.

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Se dice que ser un líder militar es cuestión de inteligencia, tenacidad y nervios de acero: Hitler creía poseer estas cualidades en grado mucho mayor que sus generales. Desde la catástrofe del invierno de 1941 a 1942, no cesaba de predecir que quedaban por superar situaciones aún más difíciles y que hasta entonces no se demostraría realmente su firmeza y la resistencia de sus nervios.
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Esas manifestaciones ya eran de por sí bastante humillantes para los oficiales, pero no era raro que Hitler también dirigiera palabras ofensivas directamente a los miembros del Estado Mayor que estaban junto a él; los acusaba de ser poco resistentes, de favorecer siempre las retiradas, de abandonar sin razón alguna el terreno conquistado. Acusaba a aquellos cobardes del Estado Mayor de no haber entrado jamás en una guerra. Decía que no cesaban de oponerse a él, de decirle que nuestras fuerzas eran demasiado débiles. Pero ¿a quién le daba la razón el éxito sino a él? Hitler reiteraba la acostumbrada enumeración de sus antiguas victorias militares y de la postura negativa adoptada por el Estado Mayor ante las operaciones que las permitieron. Dada la situación a la que se había llegado, todo aquello resultaba bastante increíble. En algunos momentos Hitler llegaba a perder los estribos y, rojo de cólera, gritaba atropelladamente:

—¡No sólo son unos cobardes declarados, sino que además son unos hipócritas! ¡Unos embusteros redomados! ¡La educación del Estado Mayor sólo enseña a mentir y estafar! ¡Zeitzler, estos datos son falsos! ¡También a usted lo engañan! ¡Créame, nos presentan la situación como si fuera desfavorable para forzarme a la retirada!

Naturalmente, Hitler ordenaba que se mantuviera la línea del frente a cualquier precio, y con la misma naturalidad las fuerzas soviéticas tomaban esa posición unos días o semanas después. Esto generaba nuevos exabruptos de Hitler, unidos a nuevas afrentas a los oficiales y frecuentemente acompañados de juicios desfavorables sobre los soldados alemanes:

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