Naturalmente, surgió la pregunta de hasta qué punto Hitler y Göring estaban al corriente de aquellas cifras. Milch me explicó con amargura que hacía meses que intentaba en vano que sus expertos en armamento enemigo expusieran la situación a Göring, quien no quería ni oír hablar del asunto. Al parecer, Hitler le había dicho que todo aquello no era más que propaganda y él había aceptado su explicación. También yo fracasé cada vez que traté de llamar la atención de Hitler al respecto.
—¡No se deje usted engañar! —me contestaba—. Todos esos informes están amañados, y los derrotistas del Ministerio del Aire caen en la trampa como niños.
Hitler ya rechazaba con observaciones de este tipo nuestras advertencias en invierno de 1942, y seguía en sus trece mientras nuestras ciudades eran reducidas a escombros una tras otra.
Por la misma época fui testigo de un altercado entre Göring y el comandante de los pilotos de caza, Galland, quien informó a Hitler de que algunos cazas que escoltaban a las escuadrillas de bombarderos americanos habían sido derribados cerca de Aquisgrán y le habló del peligro que correríamos si los americanos, utilizando unos depósitos de combustible mayores, lograban que sus aparatos se internaran más en territorio alemán. Hitler comunicó estas preocupaciones a Göring, quien se disponía a ir en su tren especial hacia el valle del Rominte cuando apareció Galland.
—¿Cómo se le ha ocurrido —preguntó Göring encarándose con él— decirle al
Führer
que los pilotos americanos han penetrado en el territorio del Reich?
—Señor mariscal del Reich —respondió Galland sin inmutarse—, pronto llegarán aún más lejos.
Göring reaccionó con vehemencia:
—¡Eso son tonterías, Galland! ¿De dónde saca esas fantasías? ¡Es mentira!
—¡Son hechos, señor mariscal del Reich! —dijo Galland negando con la cabeza. Tenía aspecto tranquilo, con la gorra un poco ladeada y el cigarrillo entre los labios—. Hemos derribado cazas americanos cerca de Aquisgrán. De eso no hay duda.
—Sencillamente, eso no es verdad, Galland. ¡Es imposible!—insistió Göring:
—Puede usted ordenar que alguien compruebe si hay cazas americanos cerca de Aquisgrán, señor mariscal del Reich —respondió Galland, algo burlón.
Göring cambió de tono:
—Mire, Galland, déjeme que le diga una cosa: soy un piloto de caza experto y sé lo que es posible y lo que no. Confiese que se ha equivocado.
En lugar de responder, Galland se limitó a negar con la cabeza. Göring terminó diciendo:
—Sólo queda la posibilidad de que fueran derribados mucho más al Oeste. Quiero decir que, si estaban muy altos cuando los derribaron, pudieron planear un buen trecho durante la caída.
Galland permaneció imperturbable.
—¿Hacia el Este, señor mariscal? Si yo fuera alcanzado por un proyectil…
—Bueno, señor Galland —dijo Göring enérgico, tratando de zanjar la disputa—, le ordeno oficialmente que admita que los cazas americanos no llegaron hasta Aquisgrán.
Galland intentó protestar por última vez.
—¡Pero si estaban allí, señor mariscal del Reich!
En ese momento, Göring perdió los estribos.
—¡Le ordeno oficialmente que admita que no estaban allí! ¿Lo ha entendido? ¡Los cazas americanos no estaban allí! Queda claro, ¿verdad? Voy a comunicárselo al
Führer
. —Göring se volvió para irse, aunque lo miró amenazadoramente una vez más: —Tiene usted una orden, oficial.
—A sus órdenes, señor mariscal del Reich —replicó Galland con una sonrisa inolvidable.
En el fondo, no es que Göring se negara a ver la realidad, y en varias ocasiones lo oí enjuiciar la situación con acierto. Actuaba más bien como un banquero a punto de quebrar que quiere engañar a los demás y a sí mismo hasta el último momento. Su arbitrariedad y despreocupación ante los acontecimientos ya llevaron al famoso piloto de caza Ernst Udet a buscar la muerte en 1941, y otro de los más estrechos colaboradores de Göring, jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe desde hacía más de cuatro años, el capitán general Jeschonnek, fue encontrado muerto en su despacho en agosto de 1943. También se había suicidado. Según supe por Milch, Jeschonnek dejó una nota sobre la mesa: no quería que Göring asistiera a su entierro. Sin embargo, este asistió y depositó en su tumba una corona de flores de parte de Hitler.
{223}
• • •
Siempre consideré una virtud en extremo deseable ser capaz de ver la realidad y no dejarse llevar por ideas delirantes. No obstante, cuando reflexiono sobre mi vida antes de ingresar en prisión, veo que en ningún momento me libré de las visiones engañosas.
El alejamiento creciente de la realidad no es una característica específica del régimen nacionalsocialista. Ahora bien, mientras que en circunstancias normales esto se ve compensado por el entorno, por las burlas, las críticas y la pérdida de credibilidad, en el Tercer Reich no se daban tales correctivos, sobre todo entre la clase dirigente. Al contrario: igual que en una sala de espejos, cada autoengaño se multiplicaba en la imagen, Confirmada una y otra vez, de un mundo quimérico que no tenía nada que ver con la sombría realidad exterior. En estos espejos sólo podía ver reflejada repetidamente mi propia imagen; ninguna mirada extraña perturbaba la uniformidad de cien rostros siempre iguales y que siempre eran el mío.
Existían distintos grados de evasión. No hay duda de que Goebbels estaba muchísimo más cerca de la realidad que, por ejemplo, Göring o Ley. Pero las diferencias se reducen si tenemos en cuenta lo alejados que vivíamos, tanto los ilusos como los supuestos realistas, de lo que realmente estaba pasando.
HITLER EN OTOÑO DE 1943
Los antiguos colaboradores de Hitler coincidían con sus asistentes en que este había sufrido un cambio durante el último año. Eso no podía sorprender a nadie, pues durante aquel período vivió la catástrofe de Stalingrado, vio impotente cómo más de 250.000 soldados capitulaban en Túnez y presenció la destrucción de ciudades alemanas sin poder ofrecer apenas resistencia; al mismo tiempo, tuvo que renunciar a una de sus mayores esperanzas bélicas y aceptar la decisión de la Marina de retirar los submarinos del Atlántico. No hay duda de que Hitler se daba cuenta del giro que estaban tomando los acontecimientos, ni de que reaccionó ante ellos como un ser humano: sintiéndose desengañado y abatido; su optimismo era cada vez más forzado. Puede que hoy en día Hitler se haya convertido en un objeto de frío estudio para el historiador; pero para mí sigue siendo una persona, sigue estando físicamente presente.
Entre la primavera de 1942 y el verano de 1943 se mostró deprimido algunas veces, pero después pareció producirse en él una extraña transformación. Incluso en las situaciones desesperadas solía mostrar plena confianza en la victoria. Apenas recuerdo una palabra suya sobre nuestra catastrófica situación en los últimos tiempos, aunque yo la esperaba. ¿Se había autosugestionado hasta tal punto sobre la victoria que creía ciegamente en ella? En todo caso, se mostraba más firme y convencido de la infalibilidad de sus decisiones cuanto más inevitable parecía la catástrofe.
Su entorno más íntimo veía con preocupación su creciente reserva. Adoptaba sus decisiones en un aislamiento consciente. También se fue volviendo menos flexible y apenas se interesaba por las novedades. En cierto modo, avanzaba por un camino trazado de antemano y no encontraba fuerzas para apartarse de él.
La causa principal de su anquilosamiento era lo forzado de la situación a que lo había arrastrado la superioridad de sus enemigos, que en enero de 1943 acordaron proseguir la lucha hasta obtener la capitulación incondicional de Alemania. Es posible que Hitler fuera el único que no se hacía ilusiones sobre la seriedad del momento. Goebbels, Göring y otros jugaban en sus conversaciones con la idea de aprovechar las desavenencias políticas entre los aliados. También había quien esperaba que Hitler trataría al menos de paliar las consecuencias políticas de sus derrotas. Antes, desde la ocupación de Austria hasta el pacto con la Unión Soviética, ¿no se le habían ocurrido siempre, con aparente facilidad, nuevas artimañas, nuevos giros, nuevos refinamientos? En cambio, en las reuniones estratégicas decía cada vez con más frecuencia: «No se hagan ustedes ilusiones. Ya no podemos volver atrás. Sólo podemos seguir adelante; se han roto todos los puentes que había a nuestras espaldas». El trasfondo de estas palabras, con las que Hitler privó a su propio gobierno de toda capacidad de negociación, no se vería con claridad hasta el proceso de Nuremberg.
• • •
Una de las causas del cambio que experimentó Hitler fue, en mi opinión, la incesante sobrecarga a que lo sometía una forma de trabajar a la que no estaba acostumbrado. Desde que comenzó la campaña de Rusia, su antigua manera de solucionar los asuntos, consistente en despacharlo todo de golpe y después intercalar fases de ocio, fue sustituida por una larga jornada de trabajo que se repetía diariamente. Si antes había sabido conseguir, con gran habilidad, que otros trabajaran por él, cuando los problemas crecieron se ocupó cada vez más de los detalles. Quiso convertirse en un trabajador disciplinado, pero eso no respondía a su manera de ser y no mejoró su capacidad de tomar decisiones.
Es verdad que antes de la guerra Hitler ya había sufrido estados de agotamiento que se reflejaban en un chocante horror a tomar decisiones, en fases de ausencia o en su inclinación a pronunciar enrevesados monólogos. Entonces se quedaba sin palabras o respondía a su interlocutor con un simple «sí» o «no», y no había forma de saber si seguía prestando atención o se había sumido en cavilaciones muy alejadas del tema que se estaba tratando. Sin embargo, en aquel tiempo solía recuperarse pronto. Después de pasar unas semanas en el Obersalzberg se lo veía más despierto, la vida volvía a sus ojos, aumentaba su capacidad de reacción y recobraba las ganas de decidir.
En 1943, su entorno insistía para que se tomara unas vacaciones. A veces cambiaba de residencia y pasaba algunas semanas, incluso unos meses, en el Obersalzberg,
{224}
aunque eso no alteraba su jornada de trabajo. Bormann no dejaba de acudir a él para que decidiera sobre cuestiones de detalle y siempre tenía visitas que trataban de aprovechar su presencia en el Berghof o en la Cancillería del Reich, donde exigían verlo jefes regionales o ministros a los que no recibía en el cuartel general. Además, las largas reuniones estratégicas se mantenían, pues el Estado Mayor en pleno lo seguía a todas partes. Cuando le expresábamos nuestra preocupación por su salud, solía responder:
—Resulta muy fácil aconsejarme que me tome unas vacaciones. Pero es imposible. No puedo dejar que otros tomen las decisiones militares ni siquiera durante veinticuatro horas.
Los que componían su entorno militar estaban acostumbrados a trabajar intensamente cada día desde muy jóvenes, por lo que no se podía esperar de ellos que entendieran la sobrecarga a la que se encontraba sometido Hitler. Tampoco Bormann comprendía que le estaba exigiendo demasiado. Aparte de esto, Hitler no hacía lo que cualquier director de fábrica habría hecho: nombrar delegados capaces para dirigir cada departamento. No sólo le faltaba un presidente del Gobierno eficaz y un jefe enérgico de la Wehrmacht, sino también un buen comandante del Ejército de Tierra. No cesaba de violar la antigua regla, que antes había seguido, de que cuanto más elevada es la posición en que uno se encuentra, más tiempo libre necesita.
El sobreesfuerzo y el aislamiento lo llevaron a un peculiar estado de petrificación y endurecimiento, de torturada vacilación, de permanente irritabilidad. Tenía que exprimir su extenuado cerebro para tomar las decisiones que antes adoptaba de forma casi lúdica.
{225}
Como deportista, yo sabía lo que era el sobreentrenamiento: en esta situación, a un menor rendimiento se une el desánimo, la impaciencia y la pérdida de elasticidad, y uno se vuelve un autómata hasta el punto de no desear ningún momento de descanso y de querer prolongar el entrenamiento indefinidamente. El sobreesfuerzo intelectual puede tener las mismas consecuencias. Durante los momentos difíciles de la guerra observé en mí mismo cómo el pensamiento continúa trabajando mecánicamente al tiempo que pierde la frescura y rapidez de percepción y adopta decisiones en un estado parecido al sopor.
• • •
Que Hitler saliera sigilosamente de la oscura Cancillería del Reich en la noche del 3 de septiembre de 1939 para dirigirse al frente resultó ser un indicio de lo que ocurriría en el futuro. Su relación con el pueblo cambió: incluso aunque todavía entrara en contacto con la multitud, lo que ahora hacía muy de vez en cuando, el entusiasmo y la capacidad de las masas de apasionarse se habían extinguido en la misma medida que el afán de Hitler por convencerlas.
Al principio de los años treinta, durante las últimas batallas por el poder, Hitler se exigió casi tanto a sí mismo como en la segunda mitad de la guerra, aunque seguramente los mítines a los que acudía a pesar de su agotamiento le daban más fuerzas de las que perdía en ellos. Incluso entre 1933 y 1939, cuando la posición que había alcanzado le facilitaba la existencia, estaba claro que la procesión diaria de admiradores entusiastas que desfilaba frente a él en el Obersalzberg lo reanimaba, y las manifestaciones de la época anterior a la guerra se convirtieron para él en un estimulante del que no podía prescindir. Después se lo veía más firme y seguro de sí mismo que nunca.
Es probable que el círculo privado (secretarias, médicos y asistentes) en que se movía en el cuartel general fuera aún menos estimulante que el que lo rodeaba antes de la guerra en el Obersalzberg y la Cancillería del Reich. No tenía ante él a personas fascinadas e incapaces de hablar por la emoción. El trato diario con Hitler, y eso es algo que ya observé en la época en que nos dedicábamos a soñar juntos en nuestras obras arquitectónicas, lo bajaba del pedestal de semidiós al que lo había subido Goebbels y lo ponía al nivel de cualquier otro ser humano, con todas sus carencias y debilidades, por mucho que su autoridad siguiera intacta.
También su entorno militar tenía que resultarle agotador, pues cualquier gesto notorio de admiración habría causado un efecto desagradable en la atmósfera desapasionada del cuartel general. Al contrario, los oficiales se comportaban con completa frialdad, incluso aunque no fueran así por naturaleza, porque aquella actitud reservada formaba parte de su educación. A su lado, el servilismo de Keitel y Göring resultaba chocante y a nadie le parecía auténtico; Hitler no fomentaba la sumisión de sus colaboradores militares. En aquel círculo predominaba la objetividad.