Albert Speer (51 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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En la segunda quincena de mayo de 1943, Göring me comunicó que deseaba pronunciar un discurso sobre armamento en el Palacio de Deportes conmigo. Acepté. Para mi sorpresa, Hitler determinó unos días después que el orador sería Goebbels y, cuando nos dispusimos a concertar los textos de nuestros discursos, el ministro de Propaganda me aconsejó que acortara el mío, pues el suyo duraría una hora.

—Si su discurso dura más de media hora, el público perderá el interés.

Como de costumbre, enviamos a Hitler el texto de ambos discursos, con la observación de que el mío se acortaría bastante. Hitler me hizo acudir al Obersalzberg. Leyó en mi presencia los manuscritos que le había entregado Bormann y, sin ninguna consideración y con aparente deleite, en unos minutos redujo el de Goebbels a la mitad.

—Tenga, Bormann, comunique esto al doctor y dígale que el discurso de Speer me parece magnífico.

Hitler me había hecho ganar prestigio sobre Goebbels ante el intrigante Bormann. Después de este incidente, los dos supieron que yo continuaba gozando de su aprecio. Por mi parte podía contar con que, llegado el caso, también me apoyaría frente a sus colaboradores más cercanos.

Mi discurso del 5 de junio de 1943, en el que di a conocer por primera vez los notables progresos en la producción de armamentos, fue un fracaso por partida doble. Las jerarquías del Partido opinaban que «la cosa también marcha sin necesidad de tanto sacrificio, así que ¿para qué inquietar al pueblo adoptando medidas drásticas?», mientras que el generalato y el frente pusieron en duda la veracidad de mis afirmaciones a causa de las dificultades que hallaban para obtener armas o municiones.

• • •

La ofensiva rusa de invierno se había estancado. El aumento de nuestra producción no sólo contribuyó a cerrar las brechas abiertas en el frente del Este, sino que los suministros de armamento permitieron a Hitler preparar una nueva ofensiva para realizar un ataque en tenaza en la región de Kursk a pesar de las grandes pérdidas sufridas durante el invierno. El comienzo de esta ofensiva, preparada bajo el nombre clave de «operación ciudadela», fue demorado una y otra vez, pues Hitler daba gran importancia al empleo de los nuevos tanques. Sobre todo, esperaba milagros de un tanque de propulsión eléctrica construido por el profesor Porsche.

Durante una sencilla cena en un cuarto trasero, rústicamente amueblado, de la Cancillería del Reich, oí por casualidad que Sepp Dietrich decía que Hitler pensaba dar la orden de que esta vez no se tomaran prisioneros. Al parecer, las avanzadillas de las SS habían comprobado que las tropas rusas asesinaban a los prisioneros, por lo que Hitler anunció de forma espontánea que se tomaría un desquite mil veces más sangriento.

Me quedé consternado, pero también me alarmó ver cómo nos perjudicábamos a nosotros mismos. Hitler calculaba que se harían cientos de miles de prisioneros; hacía meses que tratábamos en vano de cerrar una brecha de igual envergadura en la oferta de mano de obra. Por eso aproveché la primera ocasión que tuve para presentar a Hitler mis objeciones respecto a aquella orden. No resultó difícil hacerle cambiar de idea; incluso creo que se sintió aliviado al poder retirar la promesa que había hecho a las SS. Aquel mismo día, 8 de julio de 1943, ordenó a Keitel que promulgara un decreto en virtud del cual todos los prisioneros de guerra habrían de ser puestos al servicio de la producción de armamentos.
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Estas consideraciones sobre el trato que había que dar a los prisioneros resultaron superfluas. La ofensiva comenzó el 5 de julio, pero, a pesar del empleo masivo de nuestras armas más modernas, no se logró formar un cerco; la confianza de Hitler resultó ilusoria. Tras dos semanas de combate, decidió abandonar. Aquel fracaso indicaba que también en las estaciones favorables era el enemigo soviético quien imponía las reglas.

Después de la segunda catástrofe invernal, después de Stalingrado, el Estado Mayor del Ejército de Tierra ya había estado presionando para que se estableciera una segunda posición bastante más a retaguardia, pero no obtuvo la conformidad de Hitler. Ahora, tras el fracaso de la nueva ofensiva, también él se mostró dispuesto a establecer unas posiciones defensivas entre veinte y veinticinco kilómetros tras la línea de fuego.
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El Estado Mayor propuso establecer como línea fija la orilla occidental del Dniéper, que, con su pendiente de casi cincuenta metros, permitía dominar las llanuras que se extendían ante ella. Seguramente habría habido tiempo suficiente para construir una línea defensiva allí, pues el Dniéper se encontraba a más de 200 kilómetros del frente. Sin embargo, Hitler se negó en redondo a hacerlo. Mientras que antes, cuando las campañas eran victoriosas, solía elogiar al soldado alemán como al mejor del mundo, ahora dijo:

—Por motivos psicológicos, es preferible no establecer una posición a retaguardia. Si la tropa se entera de que hay un puesto fortificado unos cien kilómetros tras la línea de combate, nadie los moverá a luchar. Retrocederán sin resistencia a la primera ocasión.
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Hitler se enteró por Dorsch, mi lugarteniente, de que la Organización Todt, a pesar de la prohibición, había empezado a levantar en diciembre de 1943, por orden de Manstein y con la tácita aquiescencia de Zeitzler, un puesto defensivo a orillas del Bug, situado a unos 150 ó 200 kilómetros del frente ruso, y una vez más, alegando la misma razón que seis meses antes, ordenó con inusual dureza que se suspendieran inmediatamente aquellos trabajos.
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Esa posición de retaguardia, según manifestó excitado, constituía una nueva prueba de la postura derrotista de Manstein.

La testarudez de Hitler hizo que las tropas soviéticas mantuvieran a nuestros ejércitos en constante movimiento, porque en Rusia, con el suelo congelado, no se podía pensar en abrir ninguna trinchera a partir de noviembre. Por lo tanto, los soldados no disponían de ninguna protección para protegerse de las inclemencias del tiempo. Además, la mala calidad de nuestros equipos de invierno ponía a las tropas alemanas en peor posición que al enemigo, perfectamente equipado para el frío.

Esta no era la única prueba de que Hitler se resistía a aceptar el nuevo curso de los acontecimientos. En la primavera de 1943 ordenó que se construyera un puente de cinco kilómetros de largo sobre el estrecho de Kerch, con vías férreas y carretera, aunque allí ya se estaba instalando un funicular que entró en funcionamiento el 14 de junio, con un rendimiento diario de mil toneladas. Aunque este volumen de avituallamiento apenas bastaba para cubrir las necesidades del XVII Ejército, Hitler no renunciaba a su proyecto de avanzar hacia Persia a través del Cáucaso y argumentó que había que enviar refuerzos hasta la cabeza de puente del Kubán para iniciar una ofensiva.
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Sus generales, en cambio, hacía tiempo que habían abandonado esta idea y, durante una inspección de esta cabeza de puente, expresaron sus dudas incluso respecto a la posibilidad de mantener las posiciones, a la vista de las fuerzas con que contaba el enemigo. Cuando comuniqué a Hitler estos temores, dijo con desprecio:

—¡Todo son excusas! Tanto a Jänicke como al Estado Mayor les falta fe en una nueva ofensiva.

Poco después, en verano de 1943, el general Jänicke, comandante en jefe del XVII Ejército, se vio obligado a solicitar a Hitler, a través de Zeitzler, la retirada de las tropas de la desprotegida cabeza de puente del Kubán. Quería prepararse en Crimea, en una posición más favorable, para la esperada ofensiva rusa de invierno. Hitler, por el contrario, exigió con redoblada terquedad que se acelerara la construcción del puente, a pesar de que ya entonces estaba bien claro que jamás llegaría a terminarse. Las últimas unidades alemanas empezaron a desalojar la cabeza de puente de Hitler en el continente asiático el 4 de septiembre.

• • •

Del mismo modo en que habíamos discutido en casa de Göring la forma de superar la crisis de la jefatura política, Guderian, Zeitzler, Fromm y yo discutimos ahora la crisis de la jefatura militar. El capitán general Guderian, inspector general de las tropas acorazadas, me rogó en verano de 1943 que le concertara una entrevista con Zeitzler, jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra —yo mantenía una relación casi amistosa con ambos, y de ahí que actuara como mediador—, para resolver algunas diferencias respecto a los límites de sus respectivas jurisdicciones, aunque se puso de manifiesto que en aquel encuentro los objetivos de Guderian iban un poco más lejos: pretendía concertar una estrategia común que llevara a nombrar a un nuevo comandante en jefe del Ejército de Tierra. Nos reunimos en mi vivienda del Obersalzberg.

Las diferencias entre Guderian y Zeitzler pronto perdieron toda importancia. La conversación se centró en los problemas que creaba que Hitler se hubiera nombrado comandante en jefe del Ejército y que no ejerciera como tal: Zeitzler opinaba que era preciso defender con más energía los intereses del Ejército de Tierra frente a las otras dos armas de la Wehrmacht y frente a las SS, y que Hitler, en su calidad de comandante en jefe de todos los ejércitos de la Wehrmacht, debía permanecer imparcial. Guderian añadió que un comandante en jefe tenía la obligación de estar en estrecho contacto con los jefes de los ejércitos, de apoyar las necesidades de sus tropas y también de tomar las necesarias decisiones respecto al avituallamiento. Y ambos, Zeitzler y Guderian, coincidían en que Hitler no tenía tiempo ni ganas de hacer nada de aquello. Nombraba y destituía a generales a los que apenas conocía. Sólo un comandante en jefe que tuviera un trato personal con sus oficiales superiores estaría en situación de decidir sobre ellos. Pero, en opinión de Guderian, el Ejército de Tierra sabía que Hitler dejaba la gestión de personal casi por completo en manos de los comandantes en jefe de la Marina y de la Luftwaffe, así como de Himmler. Sólo en el caso del Ejército de Tierra actuaba de otro modo.

Acordamos que cada uno de nosotros intentaría persuadir a Hitler para que nombrara a un nuevo comandante en jefe del Ejército de Tierra, pero las primeras insinuaciones que le hicimos por separado Guderian y yo fracasaron por completo; Hitler se mostró muy ofendido y las rechazó de un modo inusualmente brusco. Yo no sabía que muy poco antes los mariscales Von Kluge y Von Manstein habían dado ya un paso en este sentido, por lo que debió de pensar que aquello era una conspiración.

• • •

Había quedado ya muy atrás la época en que Hitler accedía de buen grado a todos mis deseos personales y organizativos. El triunvirato que formaban Keitel, Bormann y Lammers intentó impedir que aumentara mi poder, aunque sólo quisiera dedicarlo a producir más armamento. Sin embargo, no hallaron ningún pretexto convincente para oponerse a Dönitz y a mí cuando, en un asalto conjunto, nos hicimos cargo del programa armamentista de la Marina.

A Dönitz lo conocí en el mes de junio de 1942, poco después de ser nombrado ministro de Armamentos, cuando era comandante en jefe de la división de submarinos. Me recibió en París, en un sencillo edificio de apartamentos que resultaba ultramoderno para los conceptos de entonces. Aquel ambiente sencillo me pareció muy acogedor, sobre todo porque yo venía de un opulento banquete, en el que se sirvieron muchos platos y costosos vinos, ofrecido por el mariscal Sperrle, comandante en jefe de las fuerzas aéreas estacionadas en Francia, quien había establecido su cuartel general en el Palais Luxembourg, el antiguo palacio de María de Médicis. El mariscal no se quedaba a la zaga de su comandante en jefe, Göring, ni en cuanto a necesidad de lujo y representación ni en cuanto a corpulencia.

Durante los meses siguientes, Dönitz y yo nos vimos con frecuencia para tratar sobre el levantamiento de grandes refugios para submarinos en el Atlántico. Raeder, el comandante en jefe de la Marina, no parecía verlo con buenos ojos y, sin mayores rodeos, prohibió a Dönitz que tratara las cuestiones técnicas directamente conmigo.

A fines de diciembre de 1942, el eficaz capitán de submarino Schütze me dijo que se habían producido serias diferencias entre Dönitz y la jefatura de la Marina, y que la división de submarinos sospechaba que su comandante en jefe iba a ser relevado al cabo de poco. Unos días después supe por el subsecretario Naumann que el censor de la Marina del Ministerio de Propaganda había tachado el nombre de Dönitz de los pies de las fotografías de un viaje de inspección que este había realizado con Raeder.

A principios de enero de 1942 me hallaba en el cuartel general; Hitler estaba irritado por las noticias aparecidas en la prensa extranjera sobre una batalla naval de la que el Alto Mando de la Marina no lo había informado con suficiente detalle.
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En nuestra siguiente entrevista, derivó la conversación hacia la posibilidad de racionalizar la construcción de submarinos, aunque pronto mostró más interés por lo insatisfactorio de mi colaboración con Raeder. Le informé de que había prohibido a Dönitz tratar conmigo las cuestiones técnicas, de que los oficiales estaban preocupados por su comandante y de la censura de las fotografías. Como ya había observado, gracias a Bormann, que era preferible despertar sus recelos de forma cautelosa y que cualquier intento de influir en él de forma directa estaba abocado al fracaso, porque no aceptaba ninguna decisión que creyera que le había sido impuesta, me limité a dejar entrever que a través de Dönitz podrían eliminarse todos los obstáculos con que tropezaba nuestro programa de submarinos, aunque lo que en realidad pretendía era que destituyera a Raeder. Sabiendo con qué tenacidad solía mantener Hitler a sus viejos colaboradores, no abrigaba demasiadas esperanzas al respecto.

El 30 de enero, Dönitz fue nombrado gran almirante y comandante en jefe de la Marina de Guerra, y Raeder fue rebajado a inspector almirante de la Marina, un cargo que tan sólo le aseguraba un entierro de Estado.

Con su argumentación técnica y su profesionalidad, Dönitz supo preservar a la Marina de la volubilidad de Hitler hasta el fin de la guerra. A partir de entonces me reuní con él a menudo para tratar de los problemas que planteaba el refugio de submarinos. No obstante, esta colaboración comenzó de una manera disonante. Sin pedir mi consejo, tras recibir un informe de Dönitz, Hitler ordenó a mediados de abril que se diera prioridad máxima a todo el armamento naval, cuando tres meses antes, el 22 de enero de 1943, había calificado de objetivo prioritario el programa de tanques, que en consecuencia fue ampliado. De aquel modo, los dos programas se hacían la competencia. No fue necesario que me quejara a Hitler, pues Dönitz, antes de que se produjera una controversia, se dio cuenta de que la colaboración con el poderoso aparato armamentista del Ejército de Tierra le resultaría más ventajoso que las promesas de Hitler, y acordamos enseguida poner bajo mi competencia la producción del armamento de la Marina. Le garanticé que se cumpliría el programa que reclamaba: en lugar del máximo mensual alcanzado hasta el momento, que era de veinte submarinos de un modelo pequeño, que en total desplazaban 16.000 toneladas, en el futuro deberían producirse cuarenta, que desplazarían más de 50.000. También se acordó doblar la fabricación de dragaminas y lanchas rápidas.

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