Albert Speer (54 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Lo ocurrido en Hamburgo me alarmó en extremo. Al reunirse la Central de Planificación en la tarde del 29 de julio, expuse lo siguiente:

—Si los ataques aéreos prosiguen al mismo ritmo que hasta ahora, dentro de doce semanas nos veremos libres de un montón de los problemas con que nos enfrentamos ahora, pues caeremos con bastante rapidez por la pendiente… ¡Y entonces podremos celebrar la sesión de clausura de la Central de Planificación!

Tres días después comuniqué a Hitler que la producción de armamentos se había visto seriamente afectada por aquellos ataques y que, si seguían y se ampliaban a otras seis grandes ciudades, quedaría paralizada en toda Alemania.
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Hitler me escuchó sin mostrar ninguna emoción.

—Usted lo arreglará —fue lo único que dijo.

Y, en efecto, Hitler tenía razón: conseguimos arreglarlo. Pero no gracias a nuestra organización, que, aun con toda su buena voluntad, no podía hacer otra cosa que dar directrices generales, sino por los tremendos esfuerzos que hicieron los afectados, sobre todo los propios trabajadores. Afortunadamente, la serie de ataques lanzados contra Hamburgo no se repitió con la misma dureza en otras ciudades. De ese modo, el enemigo volvió a darnos ocasión de adaptarnos a sus ataques.

El 17 de agosto de 1943, sólo quince días después de lo de Hamburgo, recibimos un nuevo golpe. La flota aérea americana lanzó el primero de sus ataques estratégicos. Lo dirigió contra Schweinfurt, donde se concentraban grandes industrias de fabricación de rodamientos, ámbito que ya de por sí constituía un escollo en nuestros esfuerzos para acrecentar la producción armamentista.

Ahora bien, ya en aquel primer ataque el enemigo cometió un error decisivo: en lugar de concentrar sus bombas sobre las fábricas de producción de cojinetes, dividió la respetable cantidad de 376 Fortalezas Volantes atacando simultáneamente una fábrica de montaje de aviones en Ratisbona con 146 aparatos; a pesar del éxito de aquella acción, tuvo pocas consecuencias. Y resultó aún más decisivo que las fuerzas aéreas británicas prosiguieran con sus ataques dispersos sobre otras ciudades.

Después de aquella ofensiva, la producción de rodamientos de 6,4 a 24 cm de diámetro, especialmente importante, disminuyó en un 38%.
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A pesar del riesgo que corría la ciudad de Schweinfurt, tuvimos que reactivar en ella la mayor parte de la producción, pues un traslado de las fábricas habría supuesto paralizarla durante tres o cuatro meses. Nuestra situación de emergencia hizo también imposible trasladar las fábricas de rodamientos de Berlín-Erkner, Cannstatt o Steyr, a pesar de que el enemigo debía de conocer su ubicación.

En junio de 1945, el Estado Mayor de la RAF me preguntó qué consecuencias habrían podido tener los ataques contra las fábricas de rodamientos.

—La producción de armamentos habría estado muy debilitada a los dos meses —contesté—, y habría quedado paralizada por completo al cabo de unos cuatro, si: 1) se hubieran atacado al mismo tiempo todas las fábricas de rodamientos (en Schweinfurt, Steyr, Erkner, Cannstatt, Francia e Italia), 2) estos ataques se hubiesen repetido tres o cuatro veces cada quince días, y 3) se hubiera impedido después cualquier trabajo de reconstrucción lanzando dos fuertes ataques aéreos cada ocho semanas durante seis meses.
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Tras aquel primer golpe, conseguimos resolver las mayores dificultades empleando los rodamientos que la Wehrmacht había almacenado para reparaciones. Además, se consumieron las existencias que se encontraban en el llamado período de prueba del proceso de fabricación. Una vez terminado este período, que duraba de seis a ocho semanas, la escasa producción se llevaba desde las fábricas a los talleres de montaje, muchas veces en simples mochilas. Por aquellos días nos preguntábamos, muy preocupados, si la estrategia aérea del enemigo se dirigía a paralizar miles de fábricas de armamentos destruyendo tan solo cinco o seis objetivos relativamente pequeños.

Sin embargo, el segundo golpe no se produjo hasta dos meses más tarde. El 14 de octubre de 1943, mientras se celebraba una reunión con Hitler en el cuartel general de la Prusia Oriental para tratar cuestiones de armamento, Schaub nos interrumpió diciendo:

—El mariscal del Reich desea hablar con usted urgentemente. ¡Esta vez trae una buena noticia!

Según nos comunicó Hitler, un nuevo ataque contra Schweinfurt había terminado con una gran victoria de la artillería antiaérea.
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Al parecer, el campo estaba cubierto de bombarderos americanos derribados. Las novedades me intranquilizaron y pedí a Hitler que me permitiera suspender la reunión, pues quería ponerme en contacto telefónico con Schweinfurt. Sin embargo, las líneas estaban cortadas; por fin, con ayuda de la policía, logré hablar con el jefe de taller de una de las fábricas de rodamientos: me dijo que todas habían sufrido graves destrozos; los baños de aceite habían ocasionado graves incendios en las naves donde estaba la maquinaria y, por lo tanto, la devastación era mucho peor que tras el primer ataque. Esta vez, la producción de rodamientos (de 6,3 a 24 cm de diámetro) se redujo un 67%.

La primera medida que adopté después del segundo ataque fue la de nombrar comisario especial para la producción de rodamientos a uno de mis colaboradores más enérgicos, el director general Kessler. Las reservas estaban agotadas, y los esfuerzos para traer cojinetes de Suiza o de Suecia apenas habían dado resultado. No obstante, logramos evitar una catástrofe sustituyendo los rodamientos por cojinetes deslizantes
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siempre que era posible. Pero también contribuyó a evitarla el hecho de que el enemigo, para asombro nuestro, suspendiera una vez más los ataques contra la industria de rodamientos.
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Aunque el 23 de diciembre el centro de producción de Erkner resultó muy dañado, no pudimos esclarecer si se había tratado de un ataque premeditado contra este lugar, pues las bombas habían caído diseminadas por todo Berlín. La situación no cambió hasta febrero de 1944: en cuatro días, Schweinfurt, Steyr y Cannstatt fueron objeto de dos duros ataques. Luego Erkner y, de nuevo, Schweinfurt y Steyr. Nuestra producción (de más de 6,3 cm de diámetro) descendió al 29% en sólo seis semanas.
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Sin embargo, a comienzos de abril de 1944 los ataques contra la industria de rodamientos cesaron repentinamente. Por culpa de su inconsecuencia, los aliados dejaron escapar de nuevo el éxito. Si hubiesen proseguido con la misma energía sus ataques de marzo y abril, pronto habríamos llegado al final;
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sin embargo, ni un solo tanque, avión o aparato dejó de funcionar por falta de rodamientos, a pesar de que la producción armamentista se había incrementado en un 17% desde julio de 1943 hasta abril de 1944.
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En cualquier caso, al menos por lo que se refiere a los armamentos parecía hacerse realidad la teoría de Hitler de que se podía hacer posible lo imposible y de que todos los pronósticos y temores eran excesivamente pesimistas.

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No supe hasta después de la guerra a qué se había debido el fallo del enemigo: el Alto Mando de sus ejércitos supuso que en el Estado autoritario de Hitler las producciones más importantes serían evacuadas con rapidez y energía de las ciudades amenazadas. El 20 de diciembre de 1943, Harris estaba convencido de que «en esta fase de la guerra, los alemanes ya hace tiempo que han hecho todos los esfuerzos posibles para repartir por el país una producción tan importante como la de los rodamientos». Harris sobrevaloraba la efectividad de un sistema que desde el exterior parecía muy compacto.

El 19 de diciembre de 1942, es decir, ocho meses antes del primer ataque contra Schweinfurt, publiqué un decreto dirigido a toda la industria armamentista: «La creciente intensidad de los ataques aéreos del enemigo obliga a adoptar rápidamente medidas para trasladar las industrias de armamento más importantes». Sin embargo, tropecé con toda clase de resistencias. Los jefes regionales no querían que se instalaran nuevas fábricas en su territorio, pues temían ver perturbada la calma de sus villas rurales, casi propia de tiempos de paz, y los responsables de la producción no deseaban exponerse a dificultades políticas. Así pues, no cambió casi nada.

Tras el segundo gran ataque contra Schweinfurt, que tuvo lugar el 14 de octubre de 1943, volvió a decidirse diseminar por los pueblos circundantes una parte de la producción y trasladar el resto a otras ciudades del este de Alemania que todavía parecían seguras.
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Con está «política de dispersión» se pretendía evitar nuevos desastres; sin embargo, el proyecto tropezó con toda clase de resistencias. En enero de 1944 se seguía discutiendo sobre el traslado de la producción de rodamientos al interior de cuevas,
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y en agosto del mismo año mi delegado se lamentó de las dificultades que hallaba para «realizar las obras necesarias para trasladar la producción de rodamientos».
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En vez de paralizar sectores técnicos de la producción, la Royal Air Forcé comenzó una ofensiva aérea contra Berlín. El 22 de noviembre de 1943, durante una reunión en mi despacho, sonó la alarma a las siete y media de la tarde: se anunció que una gran flota de bombarderos volaba hacia nosotros. Suspendí la reunión cuando los atacantes llegaron a Potsdam y me dirigí en coche, como solía hacer, a una cercana torre de defensa antiaérea desde donde deseaba observar el bombardeo. En cuanto llegué arriba tuve que refugiarme en el interior de la torre, pues los violentos impactos hacían temblar su estructura a pesar de que los muros eran muy gruesos. Numerosos soldados de la defensa antiaérea que habían sufrido el impacto de la onda expansiva pugnaban por bajar. Las bombas cayeron sin interrupción durante veinte minutos. En la entrada de la torre había una multitud apiñada, envuelta por el polvo cada vez más denso que caía de las paredes de hormigón. Cuando la lluvia de bombas cesó, salí de nuevo a la plataforma superior; mi cercano Ministerio era una hoguera gigantesca. Corrí hacia allí. Algunas secretarias, provistas de cascos de acero que hacían que parecieran amazonas, se esforzaban por salvar expedientes, y en las inmediaciones seguía estallando alguna que otra bomba. Donde antes estaba mi despacho no hallé más que un gran cráter.

El rápido avance de las llamas nos impidió salvar gran cosa. Cerca de allí se encontraba el edificio de la Dirección General de Armamentos del Ejército de Tierra, de ocho pisos; como el fuego amenazaba con adueñarse también de él, nosotros, dominados por un nervioso afán de hacer algo, penetramos en él para salvar al menos los valiosos aparatos telefónicos especiales. Los arrancamos de sus conexiones y los amontonamos en el sótano del edificio, en un lugar seguro. El general Leeb, jefe de la Dirección General, me visitó a la mañana siguiente y me dijo:

—Hemos podido extinguir el gran incendio de mi edificio a primeras horas de la mañana. Pero, desgraciadamente —me dijo sonriendo—, no podemos trabajar. Alguien ha arrancado esta noche todos los teléfonos de las paredes.

Cuando Göring, que estaba en Karinhall, se enteró de mi visita nocturna a la torre antiaérea, ordenó que no se me permitiera volver a subir a ella. Sin embargo, los oficiales habían trabado conmigo una relación que tuvo más peso que la orden de Göring, así que no se me impidieron las visitas.

Los ataques aéreos contra Berlín ofrecían desde la torre una imagen inolvidable, y había que llamarse continuamente a la cruel realidad para no dejarse fascinar por el espectáculo: la iluminación de los paracaídas de las bombas incendiarias, llamadas «árboles de Navidad» por los berlineses; los relámpagos de las explosiones que se entremezclaban con las nubes de humo; los incontables reflectores que buscaban aviones en el cielo; el excitante juego del aparato intentando rehuir el haz luminoso al ser descubierto; una antorcha que se encendía cuando era alcanzado por el proyectil antiaéreo…: el Apocalipsis ofrecía un espectáculo grandioso.

En cuanto los aviones daban media vuelta, me dirigía en automóvil a las fábricas importantes situadas en los distritos afectados. Avanzábamos por calles recién destruidas y cubiertas de escombros; las casas ardían; quienes habían perdido su vivienda se apiñaban en torno a las ruinas; algunos muebles y pertenencias salvados de las llamas salpicaban las aceras; la atmósfera, llena de un humo acre, hollín y llamas, era sombría. Algunas personas mostraban esa singular hilaridad histérica que se observa con frecuencia como reacción ante las catástrofes. La ciudad estaba cubierta por una densa humareda de unos seis mil metros de altura que hacía que incluso a pleno día aquella escena macabra se hallara sumida en la oscuridad.

Traté varias veces de describir a Hitler mis impresiones, pero siempre me interrumpía diciendo:

—Por cierto, Speer, ¿cuántos tanques tendrá listos el mes que viene?

Cuatro días después de la destrucción de mi Ministerio, el 26 de noviembre de 1943 otro violento bombardeo de Berlín dañó seriamente nuestra principal fábrica de tanques, situada en Allkett. Puesto que la Central de Comunicaciones de Berlín estaba destrozada, a mi colaborador Saur se le ocurrió llamar al cuartel general del
Führer
por la línea directa, que estaba intacta, para que avisaran a los bomberos desde allí. Hitler se enteró así del incendio y, sin pedir más detalles, ordenó que se concentraran inmediatamente en la fábrica todos los servicios de bomberos, incluso los que había en los alrededores de la capital.

Entretanto, yo había llegado a Allkett. La mayor parte de las naves había sido destruida por el fuego, pero los bomberos de Berlín ya lo habían apagado. La orden de Hitler hizo que se presentaran ante mí, uno tras otro, los capitanes de varios regimientos de extinción de incendios, que acudían sin cesar al lugar del siniestro desde ciudades muy alejadas, como Brandenburgo, Oranienburg y Potsdam. Como habían recibido órdenes directas del
Führer
, no pude enviarlos a extinguir otros incendios, y a primeras horas de la mañana las calles que rodeaban la fábrica estaban ocupadas por una gran cantidad de unidades de extinción de incendios inactivas, mientras el fuego seguía propagándose libremente por otros barrios de la ciudad.

• • •

Milch y yo organizamos en septiembre de 1943 una reunión en el Centro de Experimentación de la Luftwaffe de Rechlin, a orillas del lago Müritz, para comentar con mis colaboradores los problemas del armamento aéreo. Milch y sus especialistas hablaron, entre otras cosas, de la futura producción de aviones enemigos. Nos mostraron imágenes de los distintos tipos y comparamos las curvas de producción americanas con las nuestras. Las cifras que más nos asustaron fueron las relacionadas con los cuatrimotores de bombardeo diurno; de acuerdo con ellas, lo que habíamos sufrido hasta entonces no era más que un preludio.

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