Después de algunas reuniones del Gabinete, Goebbels y yo vimos con claridad que no podíamos esperar que la producción de armamentos se viera activada por Bormann, Lammers o Keitel; nuestros esfuerzos se habían atascado en los detalles sin importancia.
• • •
El 18 de febrero de 1943, Goebbels pronunció su discurso sobre la «guerra total». No habló sólo a la población, sino también, indirectamente, a las capas dirigentes, que no estaban dispuestas a unirse a nuestros esfuerzos por recurrir de forma radical a todas las reservas de la nación. En el fondo, se trataba de poner a Lammers y a los demás bajo la presión de la calle.
Sólo había tenido ocasión de ver a un público tan excitado en los mejores actos de Hitler. De nuevo en su casa, Goebbels, para mi asombro, fue analizando el efecto psicológico de sus aparentes explosiones de emoción, como podría haberlo hecho un actor consumado. Aquella noche se mostró satisfecho con su auditorio.
—¿Se ha dado usted cuenta? —me preguntó—. Reaccionaban al más leve matiz y aplaudían justo en el momento adecuado. Ha sido el público políticamente mejor formado que se pueda encontrar en Alemania.
Las organizaciones del Partido habían reunido, entre otros, a intelectuales y actores populares, como Heinrich George, cuyas entusiásticas reacciones debían impresionar al pueblo cuando se transmitieran en los noticiarios. Pero el discurso también tenía un objetivo de política exterior, complementando el pensamiento militar de Hitler. Goebbels creyó que con su discurso había emitido un impresionante llamamiento a las naciones occidentales, a las que invitó a recordar el peligro que representaba para Europa entera la amenaza del Este. Unos días después se declaró muy satisfecho al comprobar que la prensa occidental comentaba precisamente estas frases de manera aprobadora.
Goebbels abrigaba en aquella época la ambición de llegar a ministro de Asuntos Exteriores. Intentó, con toda su elocuencia, predisponer a Hitler contra Ribbentrop, y al principio pareció tener éxito. Al menos Hitler escuchó en silencio sus explicaciones sin desviar, como solía, la conversación hacia temas menos desagradables. Goebbels ya se creía cerca del triunfo cuando Hitler comenzó inesperadamente a elogiar el magnífico trabajo de Ribbentrop y su habilidad para negociar con los «aliados», y terminó afirmando de forma terminante:
—Tiene usted un concepto muy equivocado de Ribbentrop. Es uno de los hombres más grandes que tenemos, y llegará el día en que la Historia lo situará por encima de Bismarck. Es más grande que Bismarck.
Al mismo tiempo, prohibió a Goebbels que continuara extendiendo sus tentáculos hacia Occidente como había hecho en su discurso del Palacio de Deportes.
No obstante, a aquel discurso lo siguió un gesto que contó con el aplauso del pueblo: Goebbels hizo cerrar todos los restaurantes de lujo y los lugares de esparcimiento más caros de Berlín. Göring acudió enseguida a proteger su restaurante favorito, el Horcher; pero cuando aparecieron algunos manifestantes enviados por Goebbels, dispuestos a destrozar los cristales del establecimiento, tuvo que ceder. El asunto originó una grave desavenencia entre ellos.
• • •
La noche después de que pronunciara su discurso sobre la guerra total hubo muchas personalidades de visita en casa de Goebbels, un palacio que había hecho levantar, poco antes de comenzar la guerra, cerca de la Puerta de Brandenburgo. Entre ellos se hallaban el mariscal Milch, el ministro de Justicia Thierack, el subsecretario del Interior Stuckart y el subsecretario Körner, además de Funk y Ley. Allí se discutió por primera vez una propuesta de Milch y mía: emplear los poderes de Göring como «presidente del Consejo de Ministros para la defensa del Reich» para fortalecer la política interior.
Nueve días después, Goebbels nos invitó de nuevo a Funk, Ley y a mí. El descomunal edificio, con su costosa decoración, causaba ahora una impresión sombría, porque, para predicar con el ejemplo en la «guerra total», Goebbels había hecho cerrar los grandes salones destinados a fines de representación y quitar la mayoría de las bombillas del resto de salas y habitaciones. Se nos invitó a entrar en una de las salas más pequeñas, de entre cuarenta y cincuenta metros cuadrados. Criados vestidos de librea sirvieron coñac francés y té; luego, Goebbels les indicó que nos dejaran solos.
—Las cosas no pueden seguir así —empezó—. Nosotros estamos en Berlín, Hitler no se entera de lo que tenemos que decir sobre la situación, y yo no puedo influir en él; ni siquiera puedo exponerle las medidas más urgentes que deben tomarse. Todo pasa a través de Bormann. Tenemos que hacer que Hitler venga a Berlín más a menudo.
Goebbels siguió diciendo que la política interior se le había escapado completamente de las manos. Ahora la dominaba Bormann, un hombre que sabía dar a Hitler la sensación de que era él quien seguía llevando las riendas. A Bormann sólo lo movía la ambición, era doctrinario y un gran peligro para toda evolución sensata. En primer lugar había que disminuir su influencia.
Muy en contra de su costumbre, Goebbels ni siquiera excluyó a Hitler de sus constataciones críticas:
—¡No sólo tenemos una «crisis de jefatura», sino, en sentido estricto, una «crisis del
Führer
»!
{181}
Para él, político nato, era incomprensible que Hitler hubiera abandonado la política, un instrumento tan importante, para ocuparse de ejercer el mando respecto al desarrollo de la guerra, una función en el fondo trivial. Nosotros no pudimos más que asentir; ninguno de los presentes se podía comparar con Goebbels en cuanto a peso político. Su crítica ponía de manifiesto lo que significaba realmente Stalingrado. Goebbels había comenzado a dudar de la buena estrella de Hitler y, por consiguiente, de la victoria…, y nosotros con él.
Repetí mi propuesta de hacer que Göring desempeñara la función que se había previsto para él al comienzo de la guerra. De hacerlo, habría dispuesto de plenos poderes; incluso tenía el derecho de promulgar leyes sin el consentimiento de Hitler. Con su ayuda podríamos quebrantar la posición de poder de Bormann y Lammers, quienes no tendrían más remedio que someterse a esta instancia, lo que abriría grandes posibilidades. Pero como Göring y Goebbels estaban enemistados por el incidente del restaurante Horcher,
{182}
los presentes me pidieron que fuera yo quien hablara con él.
La elección de este hombre, que llevaba años vegetando en la apatía y el lujo, puede resultar sorprendente para el observador actual, teniendo en cuenta que aquel constituía un último intento de movilizar todas nuestras fuerzas. Pero es que Göring, que no había sido siempre así, conservaba la fama de ser el hombre enérgico e inteligente, aunque violento, que en su día organizó la Luftwaffe y el Plan Cuatrienal. Yo no excluía que Göring, espoleado por una misión, pudiera recuperar algo de su antigua energía irreflexiva. Y si no, pensábamos, el Consejo de Ministros para la Defensa del Reich era el instrumento que nos permitiría adoptar decisiones radicales.
Sólo ahora, al echar una mirada retrospectiva, me doy cuenta de que una merma del poder de Bormann y Lammers apenas habría modificado nada, pues el cambio de rumbo a que aspirábamos no se habría podido conseguir derribando a los secretarios, sino actuando contra el propio Hitler, y eso quedaba fuera de lo imaginable. Por el contrario, es probable que nosotros —en el caso de que hubiéramos recuperado nuestras posiciones, amenazadas por Bormann— estuviéramos dispuestos a seguir a Hitler de forma aún más incondicional que el intrigante Bormann y que Lammers, en nuestra opinión demasiado precavido. El hecho de que diéramos importancia a diferencias mínimas no hace sino poner de manifiesto la estrechez del mundo en que nos movíamos todos.
Con aquella acción abandoné por primera vez la reserva en que me mantenía por mi condición de técnico y me mezclé en política. Siempre había tenido mucho cuidado en evitar ese paso, y cuando lo di me di cuenta de que me había engañado a mí mismo pensando que podía dedicarme exclusivamente a mi trabajo. En un sistema autoritario, y siempre que uno quiera seguir perteneciendo a la esfera del poder, resulta inevitable acabar tomando partido.
• • •
Göring estaba en su casa de veraneo del Obersalzberg. Supe por Milch que se había retirado a pasar unas largas vacaciones, molesto por los duros reproches que Hitler le había dirigido a causa de su forma de dirigir la Luftwaffe. Se mostró dispuesto a recibirme enseguida y al día siguiente, 28 de febrero de 1943, me entrevisté con él.
Hablamos durante varias horas en un ambiente distendido y, dentro del marco íntimo de aquella casa relativamente pequeña, bastante informal. Me parece curioso que se me haya quedado grabada en la memoria la sorpresa que me causó verle las uñas pintadas de un color rojizo y la cara ostensiblemente maquillada. En cuanto al descomunal broche de rubíes que adornaba su bata de terciopelo verde, ya estaba acostumbrado a verlo.
Göring escuchó con calma nuestra propuesta y mi informe sobre la conversación que habíamos mantenido en Berlín. Mientras tanto, sacaba a veces unas piedras preciosas sin montar de su bolsillo y jugueteaba con ellas. Pareció alegrarle que hubiéramos pensado en él. Estuvo de acuerdo en que la forma de actuar de Bormann era peligrosa y se mostró conforme con nuestros planes. Aunque seguía enojado con Goebbels, le propuse que lo invitara para seguir hablando de nuestro plan.
Al día siguiente Goebbels se trasladó a Berchtesgaden, donde lo informé del resultado de la entrevista. Fuimos juntos a ver a Göring y me retiré, y entonces estos dos hombres, entre los cuales siempre había existido tirantez, pudieron desahogarse. Cuando se me invitó a entrar de nuevo, encontré a Göring frotándose las manos de contento al pensar en la lucha que se avecinaba y mostrando su faceta más encantadora. Lo primero que tenía que hacer, dijo, era constituir el Consejo de Ministros para la Defensa del Reich. Goebbels y yo formaríamos parte de él. También se habló de la necesidad de sustituir a Ribbentrop: el ministro de Asuntos Exteriores, que era quien tenía que conseguir que Hitler adoptara una política sensata, era sólo un simple portavoz suyo, por lo que no estaba capacitado para dar una salida política a la complicada situación militar en que nos encontrábamos.
Goebbels, cada vez más excitado, prosiguió:
—En cuanto a Lammers, el
Führer
lo ha calado tan poco como a Ribbentrop.
—¡Siempre se entromete en todo!—saltó entonces Göring—. ¡Pero eso se va a acabar! ¡Yo mismo voy a ocuparme de ello, señores!
Aunque Goebbels disfrutaba a las claras con el enojo de Göring y procuraba enardecerlo, al mismo tiempo temía la impulsividad del mariscal del Reich, torpe en cuestiones estratégicas:
—Cuente con ello, señor Göring; haremos que el
Führer
se dé cuenta de quiénes son en realidad Bormann y Lammers. Pero tampoco debemos exagerar. Tenemos que proceder despacio. Ya conoce usted al
Führer
. —Y agregó, cauteloso: —De ningún modo debemos hablar con demasiada claridad a los demás miembros del Consejo de Ministros. Es mejor que no sepan que nos proponemos bloquear poco a poco al triunvirato. Simplemente seremos unos aliados leales al
Führer
, sin ninguna ambición personal. Pero si cada uno de nosotros habla del otro en términos positivos ante el
Führer
, podremos levantar una sólida muralla a su alrededor.
Durante el viaje de regreso, Goebbels se mostró muy contento.
—¡Lo conseguiremos! ¿No le parece que Göring está de lo más animado?
Tampoco yo había visto a Göring tan fresco, decidido y osado en los últimos años. Durante el largo paseo que dimos por el pacífico Obersalzberg, Göring y yo hablamos de Bormann. Le declaré abiertamente que a lo que aspiraba era a suceder a Hitler y que no retrocedería ante ningún medio para ponernos a todos fuera de combate, y le conté que no dejaba escapar la menor ocasión de socavar el prestigio del mariscal del Reich. Göring me había estado escuchando con una tensión creciente. Le hablé también de las tertulias del Obersalzberg, de las que él estaba excluido. Le dije que allí había podido observar muy de cerca la táctica de Bormann:
Nunca hacía ataques directos, sino que iba intercalando con cautela pequeños sucesos que sólo resultaban efectivos en conjunto. Así, por ejemplo, Bormann, para perjudicar a Schirach, contaba anécdotas negativas sobre él a la hora del té, pero evitaba cuidadosamente unirse a las observaciones con que Hitler le respondía. Al contrario, a continuación estimaba más prudente aplaudirlo, aunque la índole de sus elogios tenía que provocar a la fuerza un cierto disgusto en Hitler. Al cabo de un año, Bormann había conseguido que Hitler rechazara a Schirach y que muchas veces le mostrara una franca hostilidad. Entonces —cuando Hitler no estaba presente— podía avanzar despectivamente un paso más y afirmar, como sin dar importancia a sus palabras, de las que se servía como de un arma destructiva, que resultaba muy adecuado que Schirach estuviera en Viena, donde todos intrigaban contra todos. Finalmente, añadí que Bormann iba minando del mismo modo el nombre de Göring.
Es verdad que en eso Bormann lo tenía fácil, pues Göring daba motivos de crítica más que suficientes. Por aquellos días el propio Goebbels, disculpándolo un poco, aludió a sus «ropajes barrocos», que podían parecer cómicos a quien no lo conociera. Por otra parte, Göring tendía a olvidar sus propios fallos como comandante en jefe de la Luftwaffe. Mucho más tarde —en la primavera de 1945—, cuando Hitler ofendió con su desprecio al mariscal del Reich ante todos los asistentes a una reunión estratégica, Göring le dijo a Below, el asistente de Hitler en la Luftwaffe:
—Speer tenía toda la razón. Bormann ya lo ha conseguido.
Pero Göring estaba equivocado: Bormann lo había conseguido ya en la primavera de 1943.
Unos días después, el 5 de marzo de 1943, me dirigí en avión al cuartel general para tratar algunas cuestiones de armamento, aunque mi objetivo principal era preparar el camino a mi alianza con Goebbels y Göring. No me costó conseguir que Hitler concediera una audiencia a Goebbels. Le gustó la idea de que el divertido ministro de Propaganda pasara un día haciéndole compañía en la soledad del cuartel general.
Goebbels se presentó tres días después que yo. Lo primero que hizo fue llamarme aparte:
—¿De qué humor está el
Führer
, señor Speer? —me preguntó.