Albert Speer (47 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Es posible que también cierto cansancio permanente haya contribuido a la sumisión del generalato. El horario de trabajo de Hitler no guardaba relación con la jornada habitual de trabajo del Alto Mando de la Wehrmacht, lo que muchas veces impedía a sus componentes dormir a horas regulares. Puede que esta clase de sobreesfuerzos desempeñe un papel más importante del que se suele admitir, sobre todo cuando se exige un rendimiento máximo a largo plazo. También en el trato privado tanto Keitel como Jodl daban la impresión de estar siempre cansados. Con el fin de romper este círculo de agotamiento, además de a Fromm quise introducir en el cuartel general también a mi amigo el mariscal Milch, que ya me había acompañado en varias ocasiones con el pretexto de exponer asuntos de la Central de Planificación. Algunas veces salió bien y Milch pudo ganar terreno frente a Hitler con su plan de imponer un programa de producción de cazas en lugar de la flota prevista de grandes bombarderos. Pero entonces Göring le prohibió volver a presentarse en el cuartel general.

Cuando me reuní con él a fines de 1942 en el pabellón que se había construido para sus breves estancias en el cuartel general, Göring me pareció exhausto. Disponía de sillones cómodos y no tenía que sufrir una instalación tan espartana como la de Hitler en su bunker de trabajo. Me dijo con voz apesadumbrada:

—Nos podremos dar por satisfechos si después de esta guerra Alemania conserva las fronteras de 1933.

Aunque trató de corregir inmediatamente esta observación con unas cuantas banalidades, tuve la impresión de que veía acercarse la derrota, a pesar de la desfachatez con que siempre seguía la corriente a Hitler.

Cuando llegaba al cuartel general del
Führer
, acostumbraba retirarse unos minutos a su pabellón particular, mientras que Bodenschatz, el general de enlace entre Hitler y Göring, abandonaba la reunión estratégica para, según suponíamos, informar por teléfono a Göring de las cuestiones más conflictivas. Un cuarto de hora después este entraba en la sala y defendía con el mayor énfasis, sin necesidad de que se le invitara a hacerlo, precisamente el mismo punto de vista que Hitler acababa de intentar imponer a su generalato. Entonces Hitler miraba significativamente en derredor suyo y decía:

—¿Lo ven? El mariscal del Reich opina exactamente lo mismo.

• • •

La tarde del 7 de noviembre de 1942 acompañé a Hitler en su tren especial a Munich; durante estos viajes, liberado de la rutina del cuartel general, era más accesible a las prolijas discusiones sobre asuntos armamentistas de carácter general. El tren disponía de radio, teletipo y centralita telefónica. Jodl y algunos oficiales del Estado Mayor acompañaban a Hitler.

El ambiente era tenso. Llevábamos ya un retraso de muchas horas, pues en cada estación importante se hacía una larga parada para conectar el cable telefónico a la red de los ferrocarriles y obtener así las últimas noticias. Desde primera hora de la mañana, un impresionante convoy, escoltado por una gran formación naval, estaba entrando en el Mediterráneo por el estrecho de Gibraltar.

Años atrás, Hitler solía mostrarse al pueblo por la ventanilla de su tren especial en cada parada. Sin embargo, ahora no deseaba hacerlo, por lo que las cortinas que daban al andén se bajaban en cada estación. Por la noche, cuando nos sentamos a cenar con Hitler a la mesa ricamente servida del vagón comedor revestido de palisandro, ninguno de nosotros se dio cuenta al principio de que en la vía contigua a la nuestra se había detenido un tren de mercancías: desde los vagones de transporte de ganado, las caras de los soldados alemanes que llegaban del Este derrotados, hambrientos y heridos miraban fijamente la comida. Al alzar la vista, Hitler vio la siniestra escena a dos metros de su ventana. Sin saludar, sin manifestar la menor reacción, ordenó enseguida a su criado que bajara las cortinas. Así fue como, en la segunda mitad de la guerra, terminó uno de los raros encuentros de Hitler con simples soldados del frente entre los que él mismo se contaba tiempo atrás.

En cada estación se comprobaba que el número de unidades navales avistadas había aumentado. Se estaba iniciando una operación sin igual. Por fin se terminó el paso del estrecho. Todos los barcos de los que habían informado los aviones de reconocimiento navegaban ahora por el Mediterráneo rumbo al Este.

—Es la operación de desembarco más grande de la Historia —declaró Hitler con respeto, a pesar de que quizá se daba cuenta de que se dirigía contra él.

La flota de desembarco se mantuvo al norte de las costas de Argelia y Marruecos hasta la mañana siguiente.

Durante la noche, Hitler desarrolló varias versiones distintas para explicar aquel enigmático comportamiento. En su opinión, lo más probable era que se tratara de una gran maniobra para fortalecer la ofensiva contra el apurado Afrika Korps; las unidades navales debían de estarse concentrando para cruzar el canal entre Sicilia y África al amparo de la oscuridad, que las protegería de los ataques de la aviación alemana. O bien, y esto respondía mejor a su arriesgada visión de las operaciones militares:

—El enemigo va a desembarcar esta misma noche en Italia central. Ahí no topará con ninguna resistencia. No hay tropas alemanas, los italianos echarán a correr, y así podrán separar el norte de Italia del sur. ¿Qué será de Rommel entonces? Enseguida estará perdido. No le quedan reservas y nosotros no podremos enviarle refuerzos.

Hitler se embriagaba con la posibilidad de planear operaciones de gran envergadura, lo que le estaba negado hacía tiempo, y se ponía más y más en la piel del enemigo:

—Yo ocuparía Roma inmediatamente y formaría allí un nuevo Gobierno italiano. O, y esa sería la tercera posibilidad, desembarcaría con esta gran flota en el sur de Francia. Siempre hemos sido demasiado condescendientes. ¡Miren de qué nos sirve! Allí no hay fortificaciones ni tropas alemanas. Es un error que no tengamos nada allí. ¡Naturalmente, el gobierno de Pétain no va a ofrecer resistencia!

Parecía haber olvidado que aquella amenaza mortal se dirigía contra él.

Las reflexiones de Hitler dejaban a un lado la realidad. A él nunca se le habría ocurrido no vincular semejante operación de desembarco a un gran golpe. Hacer aterrizar las tropas en posiciones seguras desde las que se pudieran extender de un modo sistemático, no arriesgar más de lo necesario: esta era una estrategia totalmente ajena a su manera de ser. Pero sí tuvo algo claro aquella noche: el segundo frente empezaba a ser una realidad.

Todavía recuerdo lo escandalizado que me sentí cuando al día siguiente Hitler pronunció un gran discurso con ocasión del aniversario de su fracasado golpe de Estado del año 1923. En vez de aludir a la gravedad de la situación y hacer un llamamiento al pueblo alemán para que extremara sus esfuerzos, se mostró banal, seguro de la victoria y lleno de confianza:

—Son bien tontos —dijo apostrofando a nuestros enemigos, cuyas operaciones seguía con cierto respeto el día anterior— si piensan que algún día podrán destruir Alemania… Nosotros no vamos a caer; así pues, caerán ellos.

A fines de otoño de 1942, Hitler constató triunfante, durante una reunión estratégica:

—Los rusos envían a combatir a sus cadetes.
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Es la prueba más segura de que están acabados. Uno sólo sacrifica a sus futuros oficiales cuando ya no le queda nada más.

Unas semanas más tarde, el 19 de noviembre de 1942, Hitler, retirado desde hacía unos días en el Obersalzberg, recibió las primeras noticias de la gran ofensiva rusa de invierno, que conduciría, nueve semanas después, a la capitulación de Stalingrado.
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Fuertes contingentes soviéticos habían abierto brecha en las posiciones que el ejército rumano defendía en Serafinov mediante violentas descargas de la artillería. Al principio, Hitler trató de explicar y minimizar la catástrofe hablando con menosprecio del valor combativo de sus aliados, pero las tropas soviéticas no tardaron en derrotar también a las divisiones alemanas. El frente comenzaba a desmoronarse.

Hitler se paseaba de un lado a otro de la gran sala del Berghof diciendo:

—Nuestros generales están volviendo a cometer sus viejos errores. Siempre sobrestiman la fuerza de los rusos. Según los informes que llegan del frente, el enemigo no dispone de bastantes hombres. Su posición es débil, ha perdido demasiada sangre. Pero, naturalmente, nadie quiere tener en cuenta estos informes. Y además, ¡qué mala formación tienen los oficiales rusos! No se puede contar con ellos para organizar ninguna ofensiva. ¡Nosotros sabemos lo que hace falta para eso! A la corta o a la larga, se van a quedar simplemente inmovilizados. Quemados por el esfuerzo. Entonces mandaremos allí a unas cuantas divisiones de refresco que se ocuparán de poner orden.

Retirado en su montaña, Hitler no comprendía lo que se le estaba viniendo encima. Sin embargo, tres días después, al ver que las malas noticias no cesaban, se puso precipitadamente en camino hacia la Prusia Oriental.

Unos días más tarde, en Rastenburg, pude ver en el mapa del Estado Mayor que cubría el sector meridional, de Voronej a Stalingrado, una extensión de 200 kilómetros marcada con gran cantidad de flechas rojas que señalaban los movimientos ofensivos de las tropas soviéticas, interrumpidas por pequeños círculos azules que designaban los reductos de resistencia de las divisiones alemanas y aliadas. Stalingrado estaba rodeada de círculos rojos. Preocupado, Hitler ordenó que unidades procedentes de todos los demás sectores del frente y de los territorios ocupados se dirigieran a toda prisa hacia allí. Y es que no había unidades de reserva, a pesar de que el general Zeitzler, mucho antes de que el frente se derrumbara, había hecho observar que las divisiones situadas en el sur de Rusia tenían que defender un sector de inusual longitud,
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por lo que no estarían en condiciones de resistir un ataque a fondo de las tropas rusas.

Cuando Stalingrado ya estaba cercada, Zeitzler, cuya cara enrojecida reflejaba falta de sueño, insistió enérgicamente en su opinión de que el VI Ejército tenía que batirse en retirada hacia el Oeste. Expuso con todo detalle que el avituallamiento de los sitiados era insuficiente y se refirió a la falta de combustible, que impedía que los soldados que luchaban entre las ruinas o en los campos nevados, a muchos grados bajo cero, recibieran comida caliente. Hitler permaneció tranquilo y firme, como si quisiera dar a entender que la excitación de Zeitzler se debía a una psicosis.

—La contraofensiva que he ordenado lanzar desde el sur conseguirá levantar el sitio de Stalingrado, y la situación quedará restablecida. No es la primera vez que nos las vemos con algo así, y al final siempre hemos sabido imponernos.

Hitler ordenó que se estacionaran trenes de refuerzo y de avituallamiento tras las tropas que se aprestaban a la contraofensiva, con el fin de aliviar las penurias de los sitiados en cuanto se levantara el cerco. Zeitzler contradijo a Hitler: las fuerzas destinadas a la contraofensiva eran demasiado débiles. No obstante, si conseguían unirse a un VI Ejército que se hubiera retirado hacia el Oeste, estarían en situación de establecer nuevas posiciones más al sur. Hitler sostenía lo contrario, pero Zeitzler no cedía. Ya llevaban más de media hora discutiendo cuando la paciencia de Hitler llegó a su fin.

—Tenemos que conservar Stalingrado y basta. Tenemos que hacerlo, es una posición clave. Si interrumpimos el tráfico por el Volga en este punto, causaremos grandes dificultades a los rusos. ¿Cómo transportarán el trigo desde el sur de Rusia hacia el norte?

No sonaba muy convincente; yo tuve más bien la impresión de que Stalingrado era un símbolo para él. Sin embargo, por de pronto la discusión terminó con estas palabras.

Al día siguiente, la situación había empeorado. Los ruegos de Zeitzler eran más apremiantes. En la sala de reuniones reinaba un ambiente opresivo, y el propio Hitler parecía abatido y agotado. Incluso llegó a hablar de retirada, e hizo calcular de nuevo cuántas toneladas de vituallas diarias hacían falta para mantener la fuerza combativa de aquellos más de 200.000 soldados.

Veinticuatro horas más tarde, el destino del ejército sitiado quedó definitivamente decidido, pues en la sala de conferencias hizo su aparición un Göring fresco y resplandeciente como un tenor de opereta en el papel de mariscal victorioso del Reich. Hitler, deprimido, con un tonillo suplicante en la voz, le preguntó:

—¿Qué pasa con el abastecimiento de Stalingrado desde el aire?

Göring se puso firmes y contestó solemnemente:

—¡
Mein Führer
, le garantizo que el VI Ejército, sitiado en Stalingrado, será abastecido desde el aire! ¡Puede confiar en ello!

Según supe después por Milch, en realidad el Estado Mayor de la Luftwaffe había dicho que el abastecimiento aéreo de los sitiados era imposible. También Zeitzler expresó sus dudas al respecto; pero Göring le contestó con aspereza que efectuar los cálculos necesarios era asunto de la exclusiva competencia de la Luftwaffe. Ese día Hitler, que podía ser tan concienzudo en cuestión de números, ni siquiera pidió explicaciones sobre cómo se iba a disponer de los aviones necesarios. Las simples palabras de Göring lo habían hecho revivir y recuperar su antigua decisión:

—¡Pues entonces tenemos que conservar Stalingrado! ¡No tiene sentido seguir hablando de una retirada del VI Ejército! Perdería todas sus armas pesadas y se quedaría sin fuerza de combate. ¡El VI Ejército se quedará en Stalingrado!
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Aunque Göring sabía que el destino del ejército sitiado en Stalingrado dependía de su palabra, el 12 de diciembre de 1942,
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con motivo de la reinauguración de la destruida Staatsoper de Berlín, nos invitó a la representación de
Los maestros cantores de Nuremberg
de Richard Wagner. Tomamos asiento en el gran palco del
Führer
vestidos de frac o con uniforme de gala. El alegre argumento de la ópera contrastaba tanto con los acontecimientos del frente que pasé mucho tiempo reprochándome haber aceptado la invitación.

Unos días después me encontraba de nuevo en el cuartel general del
Führer
. Zeitzler informaba sobre las vituallas y municiones que se habían suministrado al VI Ejército: sólo constituían una ínfima parte de lo prometido. Aunque Hitler pedía continuamente explicaciones a Göring, este encontraba siempre una salida: que el tiempo era malo, que la niebla, las ventiscas o las nevadas habían impedido llevar a cabo la operación; enviaría las cantidades prometidas en cuanto cambiara el tiempo.

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