Albert Speer (59 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Nuestro plan era ventajoso para ambas partes: yo podía ganar en potencial armamentista y los franceses, por su parte, supieron apreciar la oportunidad de reactivar su producción de tiempos de paz en plena guerra. Con ayuda del comandante en jefe de las tropas de ocupación en Francia, se designaron empresas protegidas por todo el país y, mediante carteles que me comprometían personalmente, pues iban sellados con un facsímil de mi firma, se prometió protección frente a Sauckel a todos los obreros que trabajaran en tales fábricas. También hubo que reforzar la industria básica francesa, garantizar los transportes, asegurar el sustento de la población…, de modo que casi todas las empresas importantes, finalmente unas diez mil, se vieron a salvo de las intromisiones de Sauckel.

Bichelonne y yo pasamos el fin de semana en la casa de campo de mi amigo Arno Breker. A principios de la semana siguiente informé a los colaboradores de Sauckel de los acuerdos adoptados y los exhorté a que en el futuro encaminaran sus esfuerzos a conseguir que los obreros franceses trabajaran en las empresas francesas. Su número sería incluido en la cuota de «producción alemana de armamento».
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Diez días más tarde me encontraba en el cuartel general. Quería adelantarme a Sauckel con mi informe, pues la experiencia nos había enseñado que el primero en exponer sus argumentos llevaba siempre ventaja. Hitler se mostró satisfecho, aprobó mis acuerdos e incluso consideró soportable el posible riesgo de déficit a consecuencia de huelgas o disturbios.
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Eso puso fin en la práctica a las actuaciones de Sauckel en Francia. Los 50.000 obreros que había traído mensualmente a Alemania hasta entonces se redujeron pronto a 5.000.
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Unos meses más tarde, el 1 de marzo de 1944, Sauckel informó con enojo:

—¡Mis secciones oficiales en Francia me han dicho que allí todo se ha acabado, que no tiene sentido continuar! En todas las prefecturas se les dice que el ministro Bichelonne ha llegado a un acuerdo con el ministro Speer. Y Laval me ha dicho que no va a poner a más gente a disposición de Alemania.

Poco tiempo después procedí de la misma forma con Holanda, Bélgica e Italia.

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El 20 de agosto de 1943, Heinrich Himmler fue nombrado ministro del Interior del Reich. Aunque hasta entonces había sido el jefe nacional de las omnipotentes SS, calificadas de «Estado dentro del Estado», como jefe de policía era, curiosamente, un subordinado del ministro Frick.

Con el respaldo de Bormann, el poder de los jefes regionales había originado una descomposición de la autoridad del Reich. Entre ellos había dos categorías: por una parte los antiguos, que ya habían sido jefes regionales antes de 1933 y que eran sencillamente incapaces de gobernar un aparato administrativo, y los de una nueva clase, perteneciente a la escuela de Bormann, que había ido ascendiendo con el paso de los años. Estos últimos eran funcionarios jóvenes, por lo general con formación jurídica, capacitados para reforzar la influencia del Partido dentro del Estado.

A causa de la duplicidad de funciones que Hitler fomentaba, los jefes regionales dependían de Bormann en su calidad de funcionarios del Partido y del ministro del Interior por su condición de comisarios de Defensa del Reich; la debilidad de Frick hacía que esta reglamentación no supusiera ningún peligro para Bormann. Sin embargo, los observadores políticos conjeturaron que, con Himmler como ministro del Interior, a Bormann le había salido un serio rival.

También yo compartía esta opinión y confié en el poder de Himmler. Sobre todo tenía la esperanza de que pondría coto a Bormann y a la progresiva descomposición organizativa de la administración unificada del Reich. Himmler también me aseguró enseguida que pediría cuentas a todos los jefes regionales del Reich que fueran demasiado ineficaces en asuntos administrativos.
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El 6 de octubre de 1943 pronuncié un discurso ante los jefes nacionales del Partido y los jefes regionales. La acogida de mi discurso señalaría un punto de inflexión. Quería hacer que la jefatura política del Reich se diera cuenta del verdadero estado de cosas, disipar sus esperanzas de que pronto podríamos contar con un cohete de gran tamaño e intentar que comprendiera que ahora era el enemigo quien dictaba lo que teníamos que producir. Había que transformar de una vez por todas la estructura económica de Alemania, que en gran parte seguía como en tiempos de paz, de tal modo que, de los seis millones de personas que trabajaban en la industria de bienes de consumo, que ahora serían fabricados en Francia, un millón y medio pasaran a la fabricación de armamento. Confesé que esto daría a Francia una buena posición de partida en la posguerra.

—No obstante, soy de la opinión —expuse frente a un auditorio aparentemente petrificado— de que, si queremos ganar la guerra, vamos a tener que ser los primeros en sacrificarnos.

Los jefes regionales se sintieron más alterados cuando seguí diciendo, con cierto exceso de franqueza:

—Les ruego que tengan en cuenta lo siguiente: algunas regiones se han librado hasta ahora del cierre de la industria de bienes de consumo, pero eso no podrá seguir tolerándose, y si las regiones en cuestión no obedecen mis instrucciones en un plazo de quince días, tomaré medidas al respecto. ¡Puedo asegurarles que tengo la intención de imponer la autoridad del Reich, cueste lo que cueste! He hablado del asunto con el jefe nacional de las SS y, a partir de ahora, trataré como es debido a las regiones que no ejecuten estas medidas.

Probablemente, el hecho de que yo fuera partidario de una línea dura no debió de irritar tanto a los jefes regionales como estas dos últimas frases. En cuanto terminé mi discurso, algunos de ellos se precipitaron coléricos hacia mí. A gritos y gesticulando, liderados por uno de los más antiguos, Bürkel, me echaron en cara que los había amenazado con el campo de concentración. Para poner en claro al menos este punto, pedí a Bormann que me cediera de nuevo la palabra, pero este rechazó mi petición. Con hipócrita amabilidad, opinó que no era necesario, pues no le parecía que hubiera ningún malentendido.

La noche después de la reunión, debido a sus excesos alcohólicos, muchos de los jefes regionales necesitaron ayuda para llegar al tren especial que debía trasladarlos al cuartel general. A la mañana siguiente pedí a Hitler que pronunciara algunas palabras a favor de la templanza de sus colaboradores políticos; pero, como siempre, respetó a sus camaradas de los viejos tiempos. Por otra parte, Bormann lo informó de mi enfrentamiento con los jefes regionales.
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Hitler me dio a entender que estos estaban muy agitados, pero no me indicó los motivos. Se vio pronto que Bormann había logrado minar, al menos en parte, mi prestigio frente a él, y siguió machacando sobre el asunto hasta lograr cierto éxito por primera vez. Yo mismo le había facilitado la palanca que necesitaba. A partir de entonces no pude seguir dando por sobreentendida la lealtad de Hitler.

Tampoco tardé en comprender lo que cabía esperar de la promesa de Himmler de que en el futuro impondría las disposiciones de las autoridades del Reich. Le envié cierta documentación relativa a graves enfrentamientos con jefes regionales y pasé varias semanas sin recibir respuesta hasta que el subsecretario de Himmler, Stuckart, me comunicó, con visible embarazo, que el ministro del Interior había remitido las actas a Bormann, y que su contestación había llegado hacía poco: todos los casos habían sido revisados por los jefes regionales y se había visto, tal como se esperaba, que mis disposiciones eran equivocadas y que sus resistencias frente a mí estaban completamente justificadas. Himmler había aceptado este informe. Así pues, el esperado fortalecimiento de la autoridad del Reich fue un absoluto fracaso, al igual que la alianza Speer-Himmler. Unos meses más tarde conseguí averiguar por qué aquel plan estaba abocado al fracaso: me enteré por Hanke, jefe regional de la Baja Silesia, de que Himmler había intentado atacar la soberanía de algunos jefes regionales. Les había transmitido órdenes a través de sus subordinados de las SS en la región, lo que equivalía a una afrenta, y posteriormente se había visto obligado a reconocer que los jefes regionales contaban con toda clase de apoyos en la jefatura del Partido, regida por Bormann; unos días después, este último consiguió que Hitler prohibiera las intromisiones de Himmler: si había que elegir, siempre terminaba imponiéndose la relación de compañerismo que existía entre Hitler y los camaradas que lo habían ayudado a ascender en los años veinte, a pesar del desprecio que sentía por ellos. Ni siquiera Himmler y las SS eran capaces de quebrantar aquel sentimiento. Tras su derrota en una acción tan torpe, el jefe de las SS renunció definitivamente a poner la autoridad del Reich contra la de los jefes regionales. Aunque Himmler había pretendido que los «comisarios de Defensa del Reich» fueran convocados a las reuniones de Berlín, tuvo que contentarse con reunir a los alcaldes y gobernadores civiles, políticamente menos señalados, y a establecer una alianza con ellos. Bormann y Himmler, que ya se tuteaban antes de aquello, volvieron a ser buenos amigos. Mi discurso evidenció el juego de intereses, dio a conocer las relaciones de poder existentes y minó mi posición.

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Mi intento de desarrollar el poder y las posibilidades del régimen había fracasado tres veces en pocos meses. Aquello me planteaba un dilema que traté de resolver pasando a la ofensiva. Sólo cinco días después de pronunciar el discurso mencionado, conseguí que Hitler incluyera entre mis competencias la futura planificación de todas las ciudades dañadas por los bombardeos. Obtuve así plenos poderes en un campo que muchos de mis rivales, entre ellos Bormann, tenían más en cuenta que los problemas de la guerra. Ya entonces consideraban que la reconstrucción de las ciudades sería su principal misión en el futuro, y el decreto de Hitler les recordó que dependerían de mí para llevarla a cabo.

Por lo demás, al hacer esto intentaba también salir al paso del peligro que implicaba el radicalismo ideológico de los jefes regionales: la destrucción de las ciudades les daba una excusa para demoler edificios históricos, incluso aunque todavía pudieran ser restaurados. Por ejemplo, cuando, después de un duro bombardeo, contemplé desde la terraza de un edificio las ruinas de Essen junto al jefe regional, este me comentó que habría que demoler la catedral, muy dañada por las bombas, porque era un obstáculo para la modernización de la ciudad. El alcalde de Mannheim me pidió que lo ayudara a impedir la demolición del palacio y el Teatro Nacional, devastados por el fuego. También me enteré de que el jefe regional de Stuttgart se proponía derribar el palacio de su ciudad, que también se había incendiado.
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En todos los casos, el argumento era siempre el mismo: ¡Fuera palacios e iglesias! ¡Después de la guerra levantaremos nuestros propios monumentos! Con esto se hacía patente el complejo de inferioridad de los grandes del Partido respecto al pasado, y también resultó reveladora la razón que me dio uno de los jefes regionales para justificar la demolición de un edificio: los palacios e iglesias eran reductos de un pasado reaccionario y no hacían más que obstaculizar nuestra revolución. Aquí se hacía patente el fanatismo de la primera época del Partido, que se había ido perdiendo debido a los compromisos con el poder.

Consideré tan importante conservar la sustancia histórica de las ciudades alemanas y preparar una reconstrucción razonable que yo mismo, en el momento crucial de la guerra, en noviembre y diciembre de 1943, dirigí a todos los jefes regionales una circular cuyas directrices quedaban muy lejos de los planes que tenía antes de la guerra: nada de ideas altamente artísticas, sino ahorro; una planificación generosa del tráfico que impidiera la asfixia de las ciudades; saneamiento del casco antiguo, construcción industrial de viviendas y casas comerciales en el centro de las ciudades.
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Nadie hablaba ya de obras monumentales. A mí se me habían pasado las ganas, y a Hitler, con quien estudié las líneas generales de la nueva concepción urbanística, seguramente también.

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A comienzos de noviembre, las tropas soviéticas se aproximaron a Níkopol, centro de las minas de manganeso. En aquella época ocurrió algo que puso a Hitler bajo una luz no menos singular que a Göring cuando ordenó a su general en jefe de los cazas que mintiera.

A primeros de noviembre de 1943, Zeitzler, jefe del Estado Mayor, me comunicó excitado por teléfono que acababa de tener una fuerte disputa con Hitler. Este había insistido en convocar a todas las divisiones que estuvieran disponibles en las proximidades de Níkopol para defender esta posición y había manifestado acaloradamente que, sin manganeso, la guerra se perdería en muy poco tiempo, porque Speer tendría que suspender a los tres meses la producción de armamento por falta de materias primas.
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Zeitzler me suplicó encarecidamente que lo ayudara: en vez de concentrar a las tropas, sería mejor iniciar la retirada, a no ser que quisiéramos repetir lo de Stalingrado.

Inmediatamente después de esta conversación me reuní con Röchling y Rohland, los especialistas de la industria del hierro, para esclarecer nuestra situación respecto al manganeso, uno de los principales aditivos en el proceso de fabricación del acero; después de hablar con el jefe del Estado Mayor tuve claro que había que dar por perdidas las minas de la Rusia meridional. Mis entrevistas dieron un resultado sorprendentemente positivo. El 11 de noviembre envié a Zeitzler y a Hitler sendos telegramas con el siguiente texto: «Manteniendo el procedimiento de fabricación seguido hasta la fecha, el Reich tiene asegurada la provisión de manganeso durante diez o doce meses. La industria alemana del hierro garantiza que, en el caso de perder Níkopol, las existencias de manganeso podrían durar hasta dieciocho meses gracias a la introducción de otros procedimientos que no supondrán ningún perjuicio para otras aleaciones».
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Añadía que, aunque se perdiera también el cercano centro de Krivói Rog, que Hitler pretendía sostener a toda costa, la producción alemana de acero podría continuar sin problemas.

Cuando, dos días más tarde, llegué al cuartel general del
Führer
, este se dirigió a mí con malos modos y me dijo con desacostumbrada brutalidad:

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