La enfermedad me había alejado demasiado de Hitler, el polo de poder que todo lo decidía. No reaccionó negativa ni positivamente a mis propuestas, peticiones y quejas: estuve hablando en el vacío, pues no me hizo llegar ninguna respuesta. Yo ya no era el ministro favorito de Hitler y uno de sus posibles sucesores; unas cuantas insinuaciones de Bormann y algunas semanas de enfermedad me habían apartado por completo de la escena política. También tuvo algo que ver en ello la peculiar manera de ser de Hitler, tantas veces observada, de borrar sin más de su lista a cualquiera que hubiera desaparecido por cierto tiempo de su esfera visual. Si después el afectado volvía a aparecer cerca de él, su imagen podía cambiar otra vez. Durante mi enfermedad pude vivir varias veces esta experiencia, que me defraudó y me alejó íntimamente de Hitler. Con todo, durante aquellos días no me sentí furioso ni desesperado por mi nueva situación. Estaba muy débil y lo único que sentía era cansancio y resignación.
Tuve que darme cuenta de que Hitler no tenía ninguna intención de renunciar a Dorsch, compañero de Partido de los años veinte. Durante aquellas semanas lo distinguió de forma casi ostentosa concediéndole entrevistas en privado que fortalecían su posición. Göring, Bormann y Himmler comprendieron enseguida que se había desplazado el centro de gravedad e intentaron aprovechar la situación para acabar, por fin, con mi autoridad como ministro. Estoy seguro de que los tres actuaron de forma independiente, por motivos distintos y sin haberse puesto de acuerdo. No podía seguir pensando en destituir a Dorsch.
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Pasé veinte días tendido boca arriba, con la pierna inmovilizada por la escayola, y tuve tiempo de sobra para reflexionar sobre mi enojo y mis desengaños. Unas horas después de levantarme por primera vez sentí vivos dolores en la espalda y en la caja torácica, y una expectoración sanguinolenta indicó una posible embolia pulmonar. Sin embargo, el profesor Gebhardt me diagnosticó reumatismo muscular, me dio masajes en el tórax con veneno de abejas (Forapin) y me administró sulfamidas, quinina y narcóticos.
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Dos días después sufrí un segundo ataque, muy fuerte. Mi estado empezó a ser preocupante; sin embargo, Gebhardt continuó insistiendo en su diagnóstico de reumatismo muscular. Entonces mi esposa comunicó lo ocurrido al doctor Brandt, quien envió aquella misma noche a Hohenlychen al profesor Friedrich Koch, internista de la Universidad de Berlín y colaborador de Sauerbruch. Brandt, médico de cabecera de Hitler y «delegado de Sanidad», transfirió expresamente a Koch la responsabilidad única de mi tratamiento, al tiempo que prohibía al profesor Gebhardt adoptar ninguna disposición médica. Por orden del doctor Brandt, al profesor Koch le fue asignada una habitación contigua a la mía y se le encargó no abandonarme ni de noche ni de día.
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Según hizo constar el profesor Koch en su informe médico, permanecí tres días en un estado «extremadamente grave. Máxima disnea, fuerte amoratamiento, notable aceleración del pulso, altas temperaturas, molesta tos irritativa, dolores y expectoración sanguinolenta. De acuerdo con estos síntomas, el cuadro de la enfermedad sólo puede ser interpretado como un infarto». Los médicos prepararon a mi esposa diciéndole que cabía esperar lo peor. En cambio, a mí aquella situación transitoria me sumió en una euforia casi dichosa: la pequeña habitación se amplió hasta convertirse en una sala grande y maravillosa; un pobre armario de madera que había estado tres semanas ante mi vista se tornó una pieza suntuosa, ricamente tallada en maderas preciosas; me sentí alegre y a gusto como pocas veces en mi vida.
Cuando me hube recuperado un poco, mi amigo Robert Frank me habló de la conversación que había tenido una noche con el profesor Koch. Desde luego, lo que me contó sonaba novelesco: estando yo grave, Gebhardt pidió al profesor que me practicara una pequeña intervención que habría puesto en peligro mi vida. Al principio, el profesor Koch pretendió no comprenderlo, y después se negó en redondo a efectuar la intervención. Entonces el profesor Gebhardt desvió el golpe alegando que sólo había querido ponerlo a prueba.
Frank me suplicó que no tomara ninguna medida, pues el profesor Koch temía acabar en un campo de concentración, mientras que mi propio informador habría tenido serias dificultades con la Gestapo. Tuve que guardar silencio, pues ni siquiera podía recurrir a Hitler. Su reacción era previsible: en un acceso de cólera, lo habría tachado todo de sencillamente imposible, habría pulsado el timbre que siempre tenía a mano para llamar a Bormann y habría ordenado detener a los difamadores de Himmler.
En aquel tiempo este asunto no me sonó tan novelesco como pueda parecer hoy. Incluso en los círculos del Partido, Himmler tenía fama de ser un hombre cruel, frío y consecuente; nadie se atrevía a enfrentarse seriamente a él. Además, la ocasión que se le ofrecía era demasiado favorable: yo no habría podido resistir la menor complicación, por lo que no habría habido sospechas. Mi caso era una lucha de diadocos; era un indicio de que mi posición seguía siendo poderosa, aunque ya estaba tan debilitada que después de aquel fracaso se podían urdir nuevas intrigas.
Funk no me contó los detalles de un asunto sobre el que en 1944 sólo se atrevió a hacer vagas alusiones hasta que nos encontramos en Spandau: hacia otoño de 1943 el Estado Mayor del Ejército de las SS de Sepp Dietrich había celebrado una francachela en la que, además de Gebhardt, participó también Horst Walter, asistente y amigo de Funk durante muchos años y entonces asistente de Dietrich. Gebhardt declaró en aquel círculo de jefes de las SS que, en opinión de Himmler, Speer era un peligro y tenía que desaparecer.
Empecé a sentir prisa por salir de aquel hospital, que me empezaba a parecer siniestro, aunque seguramente mi estado de salud no hiciera recomendable mi traslado. El 19 de febrero ordené que se me encontrara una nueva residencia urgentemente. Al principio, Gebhardt se opuso con argumentos médicos; pero cuando a comienzos de marzo pude levantarme de la cama siguió resistiéndose a que me trasladara. Ocho días más tarde, un hospital cercano fue alcanzado por las bombas de la VIII Flota Aérea americana; Gerbhardt creyó que el ataque se dirigía contra mí y entonces cambió de opinión de la noche a la mañana. El 17 de marzo pude abandonar por fin aquel deprimente lugar.
Poco antes de que terminara la guerra le pregunté a Koch qué había ocurrido en realidad. Pero ni siquiera entonces quiso aclarármelo. Sólo me confirmó que había tenido una fuerte disputa sobre mi caso con Gebhardt, quien le había dicho que él no era un simple médico, sino un «médico político». Desde luego, Gebhardt hizo grandes esfuerzos para retenerme en su clínica el mayor tiempo posible.
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El 23 de febrero de 1944, Milch me hizo una visita en el hospital. Me dijo que las flotas aéreas americanas VIII y XV habían concentrado sus bombardeos sobre la industria alemana de aviación, por lo que al mes siguiente sólo podríamos fabricar un tercio de los aviones terminados en los meses anteriores. Milch trajo consigo una propuesta escrita: del mismo modo que el llamado Estado Mayor del Ruhr trabajaba con gran éxito reparando los daños causados por las bombas en aquella región, debería constituirse un Estado Mayor de Cazas para, en un esfuerzo común de ambos Ministerios, superar las dificultades que atravesaba el armamento aéreo. Quizá habría sido más inteligente responderle con evasivas, pero yo quería intentar todo lo posible para ayudar a la apurada Luftwaffe y di mi conformidad a su propuesta. Tanto Milch como yo teníamos plena conciencia de que el Estado Mayor de Cazas sería el primer paso para que las armas, incluso las del último ejército de la Wehrmacht, se fusionaran con mi Ministerio.
Lo primero que hice fue telefonear a Göring desde la cama; se negó a suscribir nuestra iniciativa para trabajar en colaboración diciendo que me estaba entrometiendo en sus competencias. No acepté sus objeciones y llamé por teléfono a Hitler, quien encontró buena la idea, aunque se mostró distante y frío cuando le comuniqué que habíamos pensado en el jefe regional Hanke para desempeñar el cargo de jefe del Estado Mayor de Cazas:
—Cometí un gran error cuando encargué a Sauckel el reclutamiento de trabajadores —respondió Hitler por teléfono—. A su posición como jefe regional sólo corresponden disposiciones irrevocables, y sin embargo tiene que andar continuamente negociando y buscando fórmulas de compromiso. No volveré a encargar nunca más a un jefe regional esta clase de tareas. —Hitler se había ido enojando gradualmente—. El ejemplo de Sauckel ha mermado la autoridad de todos los jefes regionales. ¡Saur se ocupará de esta misión!
Hitler terminó abruptamente la conversación con estas palabras; por segunda vez en poco tiempo se había entrometido en mi política personal. Mientras hablábamos, su voz fue fría y hostil; pensé que quizá otro asunto lo había puesto de mal humor. Pero como también Milch prefirió para el cargo a Saur, cuyo poder había aumentado aún más durante mi enfermedad, acepté sin reservas la orden de Hitler.
Con los años me había familiarizado con las diferencias que hacía Hitler cuando su asistente Schaub le recordaba un cumpleaños o le anunciaba la enfermedad de alguno de sus numerosos conocidos. Un breve «flores y carta» significaba una misiva de texto prefijado que le era presentada a la firma, quedando la elección de las flores a cargo del asistente. En tales casos, podía considerarse una distinción que Hitler añadiera algunas palabras de su puño y letra. Sin embargo, cuando se trataba de personas por las que sentía especial afecto, ordenaba que Schaub le alcanzara papel y pluma y escribía personalmente unas cuantas líneas, y a veces incluso decidía las flores que había que enviar. Antes yo había sido uno de los más distinguidos, junto a las estrellas cinematográficas y las cantantes. Por eso, cuando poco después de la crisis que puso en peligro mi vida recibí un ramo de flores acompañado de un texto convencional escrito a máquina, fui consciente de que, aunque me había convertido en uno de los miembros más importantes de su Gobierno, me hallaba en el último escalón de la jerarquía real. Como estaba enfermo, reaccioné con cierta hipersensibilidad que a lo mejor no estaba del todo justificada, pues también es verdad que Hitler me llamó por teléfono dos o tres veces para preguntarme por mi salud, aunque me daba la culpa de mi enfermedad:
—¿Por qué tuvo usted que ponerse a esquiar? Siempre he dicho que eso es una locura. ¡Pasearse con esas tablas en los pies! ¡Échelas a la hoguera cuanto antes! —añadía cada vez con la intención, torpemente expresada, de concluir la conversación con una broma.
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El internista profesor Koch no quería exponer de ningún modo mis pulmones al aire de las alturas del Obersalzberg. En el parque del palacio de Klessheim, la residencia de invitados de Hitler situada cerca de Salzburgo, los obispos electores habían hecho que el arquitecto barroco Fischer von Erlach construyera un pabellón de deliciosas líneas curvas, conocido con el nombre de Palacete de la Hoja de Trébol. El 18 de marzo se me asignó éste edificio renovado como lugar de residencia, pues el «regente» húngaro Horthy ocupaba entonces el palacio principal a causa de unas negociaciones que terminarían veinticuatro horas después con la última entrada de las tropas de Hitler en un país extranjero: Hungría. La misma noche de mi llegada, Hitler me hizo una visita durante una pausa en las conversaciones.
Al volver a verlo al cabo de diez semanas, me llamó la atención por primera vez en todos los años que nos conocíamos la anchura excesiva de su nariz, su palidez y lo repelente de su cara; un primer síntoma de que estaba empezando a ganar distancia respecto a él y a mirarlo sin prejuicios. Durante casi un trimestre no sólo había dejado de estar sometido a su influencia personal, sino que me había sentido vejado y relegado. Tras años de embriaguez y de movimiento febril, había empezado a cuestionarme por primera vez mi actuación a su lado. Mientras que antes, con algunas palabras o con un gesto, Hitler lograba hacer desaparecer mi abatimiento y liberar en mí energías extraordinarias, ahora, incluso durante este reencuentro y a pesar de la cordialidad de Hitler, mi cansancio no desaparecía. Lo único que deseaba era poder viajar lo antes posible a Meran con mi esposa y nuestros hijos, pasar allí varias semanas y recuperar fuerzas, aunque sin saber realmente para qué, pues ya no tenía ningún objetivo.
No obstante, mi voluntad de autoafirmación se despertó de nuevo cuando, durante los cinco días que permanecí en Klessheim, me vi obligado a constatar que, mediante mentiras e intrigas, estaban tratando de arrinconarme definitivamente. Al día siguiente Göring vino a verme para felicitarme por mi cumpleaños. Cuando aproveché la ocasión para informarlo, exagerando un poco, de mi buena salud, Göring me contestó, y no en tono de lamento, sino más bien con gran satisfacción:
—¡Vaya, eso no es verdad! El profesor Gebhardt me dijo ayer que está usted gravemente enfermo del corazón y que no hay perspectivas de mejora. ¡Quizá no lo sepa usted aún!
Acto seguido, y con muchas palabras de elogio hacia el trabajo que había realizado hasta entonces, Göring insinuó mi próxima sustitución. Le dije que las radiografías y los electrocardiogramas no revelaban ninguna afección.
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Repuso que estaba claro que alguien me había informado mal y se negó en redondo a escucharme. Sin embargo, era a él a quien Gebhardt había informado mal.
También Hitler, visiblemente impresionado, declaró a los que lo rodeaban, entre los que se encontraba mi mujer:
—Ya no se puede contar con Speer.
También él había hablado con Gebhardt, quien me había calificado de ruina humana incapaz de trabajar.
Quizá Hitler recordara nuestros sueños arquitectónicos comunes, cuya ejecución ya no podría emprender debido a una enfermedad cardíaca incurable, o quizá se acordara de la muerte prematura de su primer arquitecto, el profesor Troost; en cualquier caso, ese mismo día se presentó de nuevo en Klessheim para sorprenderme con un gigantesco ramo de flores que su criado le había preparado, en un gesto totalmente desacostumbrado en él. Unas horas después de que se marchara, Himmler se hizo anunciar y me comunicó oficialmente que Hitler había encargado a Gebhardt que, como general de división de las SS, respondiera de mi seguridad y que, como médico, velara por mi salud. De esta forma mi internista quedaba fuera de juego, mientras que se asignaba a las órdenes de Gebhardt una sección de escolta de las SS para protegerme.
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