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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (61 page)

BOOK: Albert Speer
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Al parecer, Bormann había preparado a Hitler para estos problemas del mismo modo que yo lo había hecho con Himmler y Keitel. Ya cuando nos saludamos demostró a todos los asistentes, con su frialdad y descortesía, que estaba de mal humor. Viéndolo así, todos los que lo conocían, sabiendo que era un mal momento, procuraban evitar las decisiones. También yo habría dejado reposar en el fondo de mi cartera de mano lo más importante y me habría limitado a tratar cuestiones inocuas, pero no había forma de eludir el tema de la reunión. Cuando comencé mi exposición, Hitler me cortó la palabra irritado:

—Le prohibo, señor Speer, que intente adelantarse otra vez al resultado de una reunión. Soy yo quien preside ésta y seré yo quien decida al final lo que va a pasar. ¡No usted! ¡Téngalo en cuenta!

Nadie plantó cara a aquel Hitler malhumorado y colérico. Tampoco mis aliados Keitel y Himmler pensaron ya en exponer sus opiniones. Al contrario, aseguraron que harían todo lo que estuviera en su mano para apoyar el programa de Sauckel. Hitler comenzó a preguntar a los ministros presentes por el número de trabajadores que necesitaban para el año 1944, anotó con cuidado todas las peticiones, sumó él mismo las cifras y se dirigió después a Sauckel.
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—Camarada Sauckel, ¿puede usted proporcionarnos cuatro millones de trabajadores este año? ¿Sí o no? Sauckel se lanzó al ruedo:

—¡Naturalmente,
mein Führer
, se lo prometo! Puede estar seguro de que lo haré, pero necesito tener por fin las manos libres en los territorios ocupados.

Hitler interrumpió con dureza mis objeciones de que creía posible movilizar a una buena parte de aquellos obreros en la propia Alemania:

—¿Quién es el responsable de buscar la mano de obra, usted o el camarada Sauckel?

En un tono que impedía toda réplica, Hitler ordenó a Keitel y a Himmler que crearan los organismos necesarios para impulsar el programa de reclutamiento de trabajadores. Keitel sólo decía: «Sí,
mein Führer
», y Himmler permaneció mudo. La batalla parecía perdida. Intentando salvar algo, pregunté a Sauckel si, a pesar de los reclutamientos, podía garantizar que se cubrirían las demandas de personal de las empresas de los países occidentales consideradas intocables. Sauckel contestó con fanfarronería que eso no suponía ninguna dificultad. A continuación traté de establecer prioridades y de conseguir que Sauckel se comprometiera a no enviar trabajadores a Alemania hasta que quedaran cubiertas las necesidades de aquellas empresas, petición a la que Sauckel accedió con un simple gesto. Hitler intervino al instante:

—¿Qué más quiere, señor Speer? ¿No se lo está asegurando el camarada Sauckel? Con eso, sus reparos en relación con la industria francesa ya no tienen razón de ser.

De seguir con aquello, no habría hecho más que fortalecer la posición de Sauckel. Terminada la reunión, Hitler se volvió a mostrar accesible e intercambió también conmigo unas palabras amables. Por otra parte, las deportaciones de Sauckel nunca se reemprendieron, aunque debo admitir que esto tuvo muy poco que ver con mis intentos, realizados a través de mis delegaciones francesas y con ayuda de las autoridades de la Wehrmacht, de obstaculizar sus planes,
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cuya ejecución resultó impedida tanto por la pérdida de autoridad en los territorios ocupados y por El resultado de la reunión celebrada en el cuartel general del
Führer
sólo tuvo consecuencias para mí. El trato que me había dado Hitler mostró a todo el mundo que había caído en desgracia. El vencedor de la disputa entre Sauckel y yo se llamaba Bormann. A partir de aquel momento, mis colaboradores en la industria se vieron expuestos a ataques que, aunque al principio eran disimulados, no tardaron en ser cada vez más claros. Tuve que defenderlos con frecuencia en la cancillería del Partido de distintas sospechas e incluso me vi obligado a intervenir en su favor frente al Servicio de Seguridad.
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• • •

Tampoco la última reunión de la flor y nata del Reich, que tuvo lugar en un escenario espléndido, pudo distraerme de mis preocupaciones. Fue la fiesta de gala organizada por Göring en Karinhall el 12 de enero de 1944 para celebrar su cumpleaños. Todos acudimos con los valiosos regalos que él esperaba: cigarros de Holanda, lingotes de oro de los Balcanes y cuadros y esculturas de gran valor. Göring me había hecho saber que le gustaría tener un busto monumental de Hitler en mármol hecho por Breker. La mesa de regalos había sido instalada en la gran biblioteca y Göring se complacía en mostrarla a sus distinguidos invitados. Extendió también sobre ella los planos que había preparado su arquitecto para ese día: la residencia palaciega de Göring debía duplicar su tamaño.

En la mesa, suntuosamente dispuesta, del espléndido comedor, unos criados vestidos con librea blanca sirvieron una comida no demasiado abundante, acorde con las circunstancias. Durante el banquete, Funk pronunció como cada año el discurso de cumpleaños; este sería el último. Elogió, en tono muy elevado, la capacidad, las cualidades y las virtudes de Göring y terminó brindando por «uno de los alemanes más grandes». Las entusiastas palabras de Funk contrastaban de forma grotesca con la situación real. Una fiesta fantasmagórica se estaba celebrando sobre el trasfondo del amenazador ocaso del Reich.

Después de comer, los invitados se diseminaron por las amplias estancias de Karinhall. Milch y yo nos preguntamos de dónde podría proceder el dinero necesario para pagar todo aquel lujo. Hacía poco que Loerzer, un antiguo amigo de Göring y famoso piloto de caza de la Primera Guerra Mundial, había enviado a Milch un vagón lleno de objetos (medias, jabón y otros artículos escasos) procedentes del mercado negro italiano diciéndole que podría venderlos con facilidad; la remesa incluía una lista de precios, posiblemente para unificar los del mercado negro en el Reich, que indicaba también las ganancias de Milch, pero este ordenó que las mercancías fueran distribuidas entre los empleados de su Ministerio. Poco después oyó decir que el importe de la venta de los artículos contenidos en muchos otros vagones había ido a parar a los bolsillos de Göring. Más adelante Plagemann, intendente del Ministerio del Aire y encargado de realizar ese tipo de negocios para Göring, pasó a trabajar directamente a las órdenes de este último.

Yo tenía mi propia experiencia respecto a los cumpleaños de Göring. Desde que era miembro del Consejo de Estado de Prusia y, como tal, me correspondían seis mil marcos anuales, poco antes de la fecha del cumpleaños recibía un escrito en el que se me comunicaba que una parte importante de mis ingresos iba a ser retenida para el regalo que le haría el Consejo de Estado. Nadie me preguntó nunca si estaba de acuerdo. Tras contárselo a Milch, este me informó de que pasaba algo parecido con los fondos del Ministerio del Aire. En cada cumpleaños, una buena suma era desviada a la cuenta de Göring, y el propio mariscal del Reich determinaba qué cuadro había de comprarse con ella.

No obstante, éramos conscientes de que todo esto sólo podía cubrir una pequeña parte de los tremendos dispendios de Göring. No sabíamos exactamente qué industriales le pagaban contribuciones, pero que lo hacían es algo que Milch y yo pudimos comprobar más de una vez, siempre que Göring nos llamaba porque alguno de sus favoritos había sido tratado con poca delicadeza por alguna de nuestras organizaciones.

Mis recientes experiencias y encuentros en Laponia contrastaban de un modo casi inimaginable con la atmósfera artificial de aquel mundo corrompido e hipócrita. Seguramente la inseguridad de mi relación con Hitler me afligía más de lo que yo estaba dispuesto a admitir. Poco a poco fui notando las consecuencias de haber mantenido la tensión durante casi dos años. A mis treinta y ocho años me encontraba físicamente agotado. El dolor de la rodilla no me abandonaba casi nunca. Ya no me quedaban reservas. ¿O acaso fue una forma de evadirme?

El 18 de enero de 1944 ingresé en un hospital.

TERCERA PARTE
CAPÍTULO XXIII

ENFERMEDAD

El profesor Gebhardt, general de División de las SS y conocido en el mundo del deporte europeo como especialista en lesiones de rodilla,
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era director del Hospital Hohenlychen de la Cruz Roja, enclavado a orillas de un lago y rodeado de bosques, unos cien kilómetros al norte de Berlín. Sin saberlo, me había puesto en manos de un médico que era uno de los pocos amigos de Heinrich Himmler que lo tuteaban. Residí durante más de dos meses en una sencilla habitación de este hospital, mis secretarias ocuparon otras estancias y se instaló una línea telefónica directa con el Ministerio, pues tenía intención de continuar trabajando.

En el Tercer Reich, enfermar siendo ministro era muy problemático. Hitler había prescindido con harta frecuencia de personas que ocupaban cargos importantes por motivos de salud. Por lo tanto, la noticia de que alguien había «enfermado» despertaba gran interés en los círculos políticos. Y, como yo estaba enfermo de verdad, parecía lo más aconsejable continuar lo más activo posible. Además, no podía dejar de la mano mi aparato ministerial, pues, al igual que Hitler, no disponía de un representante apropiado. A pesar de todos los esfuerzos de mi entorno para que disfrutara de tranquilidad, las conversaciones telefónicas, entrevistas y dictados hechos desde la cama no solían cesar antes de medianoche.

Apenas ingresé en el hospital, Bohr, mi recién nombrado jefe de personal, me llamó muy afligido. En su despacho había un archivador cerrado; Dorsch había ordenado transportarlo enseguida a la jefatura de la Organización Todt. Dispuse que el archivador se quedara donde estaba. Unos días después aparecieron unos representantes de la Jefatura Regional de Berlín acompañados de varios empleados de mudanzas. Bohr me dijo que tenían el encargo de llevarse el archivador y que sostenían que tanto el mueble como su contenido eran propiedad del Partido. Bohr no sabía qué hacer. Gracias a una conversación telefónica con Naumann, uno de los más íntimos colaboradores de Goebbels, se pudo demorar la acción: los funcionarios del Partido se limitaron a sellar la puerta del archivador. Acto seguido, ordené que se desatornillara la parte posterior. Al día siguiente se presentó Bohr con un paquete de fotocopias de expedientes sobre varios de mis antiguos colaboradores; casi todos expresaban juicios negativos sobre ellos. La mayoría eran acusados de observar una conducta hostil al Partido, e incluso se recomendaba que la Gestapo vigilara a algunos. Leí también que el Partido tenía un hombre de confianza en el Ministerio: Xaver Dorsch. El hecho en sí me sorprendió menos que saber quién era la persona elegida.

Yo había estado tratando de ascender a un funcionario de mi Ministerio desde otoño. Sin embargo, este empleado no era bien visto por la camarilla que últimamente se había formado en el Ministerio y mi primer jefe de personal presentó excusas de toda clase hasta que finalmente le obligué a tramitar la propuesta de ascenso. Poco antes de caer enfermo recibí una negativa brusca y hostil de Bormann. Entre los expedientes encontramos el borrador de la carta de Bormann, que resultó haber sido redactado por el mismo Dorsch y por mi antiguo jefe de personal, Haasemann, y que Bormann había copiado literalmente en la carta que me dirigió.
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Desde la cama del hospital llamé por teléfono a Goebbels, pues, como jefe regional de Berlín, los delegados del Partido en los Ministerios estaban a sus órdenes. Sin la menor vacilación, se mostró conforme con que mi antiguo colaborador Frank ocupara el cargo:

—Es intolerable que haya un gobierno paralelo. Actualmente, todos los ministros son camaradas del Partido. ¡O podemos confiar en él, o que se largue!

Sin embargo, me quedé sin saber qué personas de confianza tenía la Gestapo dentro de mi Ministerio.

Más difícil todavía me resultó mantener mi posición mientras estuve enfermo. Tuve que pedir a Klopfer, secretario de Bormann, que mantuviera a raya a las autoridades del Partido, e hice especial hincapié en que no se pusieran dificultades a los industriales. Inmediatamente después de caer enfermo, los consejeros económicos regionales del Partido se arrogaron atribuciones que afectaban al núcleo de mi actividad. Pedí a Funk y a su colaborador Ohlendorf, que le había sido cedido por Himmler, que mostraran una actitud positiva respecto al concepto de autorresponsabilización de la industria y que me apoyaran frente a los consejeros económicos regionales de Bormann. También Sauckel aprovechó mi ausencia para «en un llamamiento nacional, pedir a los operarios de armamentos que trabajaran hasta sus últimas fuerzas». A la vista de los intentos de mis enemigos para sacar provecho de mi ausencia y menoscabar mi posición, me dirigí por escrito a Hitler para comunicarle mis preocupaciones y solicitar su ayuda. Veintitrés páginas mecanografiadas en cuatro días son señal del nerviosismo que se había apoderado de mí. Me quejé de las pretensiones de Sauckel y de la actuación de los consejeros regionales de Bormann y le rogué que confirmara mi autoridad incondicional respecto a todas las cuestiones relacionadas con mi cometido. En el fondo, mis peticiones no hacían sino repetir exactamente lo que había exigido sin éxito, y para enojo de los jefes regionales, con las drásticas palabras de la reunión de Pozna. Seguía diciendo que sólo sería posible dirigir de forma planificada el conjunto de la producción si se reunían bajo mi mando «la gran cantidad de departamentos oficiales que establecen disposiciones y reglamentos, formulan reparos y dan consejos a la dirección de las empresas».
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Cuatro días después volví a dirigirme a Hitler por escrito. Con una franqueza que en realidad ya no respondía a nuestra relación, lo informé sobre la camarilla del Ministerio que, a mis espaldas, se dedicaba a obstaculizar que se ejecutaran mis órdenes. Lo informé de que había sido engañado y de que un pequeño círculo de antiguos colaboradores de Todt, encabezado por Dorsch, había quebrantado la lealtad que me debía. Y que por ello me veía obligado a sustituir a Dorsch por un hombre de mi confianza.
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No hay duda de que esta última carta, en la que comunicaba a Hitler, sin haberle consultado, la destitución de uno de sus favoritos, fue particularmente torpe, porque olvidaba una de las reglas del régimen: insinuar a Hitler con habilidad y en el momento apropiado los asuntos personales. Yo, en cambio, le expuse sin rodeos que un colaborador había quebrantado la lealtad debida y no era de fiar. El hecho de que, además, enviara a Bormann una copia de mis quejas sólo podía deberse a un ataque de locura o entenderse como una provocación. Al hacerlo daba la espalda a toda la experiencia adquirida como diplomático hábil en el intrigante entorno de Hitler. Es posible que dictara mi conducta cierta terquedad a la que me inducía mi aislamiento.

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