De todos modos, nada de todo aquello consiguió que se me crearan más que unas primeras dudas sobre el carácter del régimen, cuestionable desde su misma base. Lo que me escandalizaba era que los jerarcas continuaran sin mostrarse dispuestos en absoluto a someterse a las mismas privaciones que esperaban que aceptara la nación; que continuaran disponiendo de las vidas de los demás sin consideración alguna; que siguieran demostrando su degradación moral y entregándose a sus banales intrigas. Es posible que todo esto influyera en mi lento distanciamiento. Poco a poco, todavía vacilante, comencé a despedirme de la vida que había llevado, de las tareas y vínculos anteriores, así como de la irreflexión que me había conducido hasta allí.
LA GUERRA, PERDIDA POR PARTIDA TRIPLE
El 8 de mayo de 1944 regresé a Berlín para reanudar mi trabajo. Siempre recordaré la fecha del 12 de mayo, cuatro días después, cuando se decidió técnicamente la guerra.
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Hasta entonces habíamos logrado suministrar a la Wehrmacht casi tantas armas como necesitaba, a pesar de las grandes pérdidas sufridas. Con el ataque lanzado por 935 bombarderos diurnos de la VIII Flota Aérea americana contra varias fábricas de carburante en el centro y el este de Alemania comenzó una nueva época de la guerra aérea; una época que significó el fin de la producción alemana de armamentos.
Al día siguiente, junto a los especialistas de las fábricas atacadas de la ciudad de Leuna, tratamos de abrirnos camino a través de un entramado de tuberías retorcidas y destrozadas. Las fábricas de productos químicos resultaron muy dañadas por las bombas; ni siquiera los mejores pronósticos permitían esperar que pudiera reemprenderse la producción antes de varias semanas. Tras este ataque, nuestra producción diaria de 5.850 toneladas de carburante para aviones quedó reducida a 4.820. Con todo, la reserva de 574.000 toneladas, aunque sólo constituía algo más de tres meses de producción, pudo compensar este déficit durante más de diecinueve meses.
Después de hacerme una idea de las consecuencias del ataque, el 19 de mayo de 1944 volé al Obersalzberg, donde Hitler me recibió en presencia de Keitel. Le anuncié la catástrofe que se avecinaba:
—El enemigo nos ha golpeado en uno de nuestros puntos más débiles. Si esta vez insiste, dentro de poco no podremos producir el carburante que necesitamos. ¡Sólo nos queda la esperanza de que el enemigo cuente con un Estado Mayor del Aire que piense de manera tan poco planificada como nosotros!
Keitel, en cambio, que siempre se esforzaba por agradar a Hitler, trivializó la situación alegando que disponía de suficientes reservas para afrontar aquellas dificultades, y concluyó con el argumento estándar de Hitler:
—¡Cuántas situaciones difíciles no habremos superado ya! —Y después, volviéndose a Hitler, añadió: —¡También superaremos esta,
mein Führer
!
Pero Hitler no parecía compartir el optimismo de Keitel: convocó a los industriales Krauch, Pleiger, Bütefisch y E. R. Fischer, así como al jefe del Departamento de Planificación y Materias Primas, Kehrl, además de a Göring, Keitel y Milch, para estudiar la situación.
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Göring se opuso a que los delegados de la industria asistieran a la reunión, pues, según dijo, en temas de tanta importancia era mejor que todo quedara entre nosotros. Pero Hitler ya estaba decidido.
Cuatro días después, todos nosotros esperábamos a Hitler, que estaba celebrando una entrevista en la sala de estar, en la poco acogedora escalera del Berghof. Aunque yo había rogado a los representantes de la industria de carburantes que dijeran la verdad tal cual era, Göring aprovechó los últimos minutos para instar a los industriales a no expresarse con excesivo pesimismo. Probablemente temía que los reproches de Hitler se dirigieran sobre todo contra él.
Los oficiales de alta graduación que habían estado conferenciando con Hitler pasaron apresuradamente ante nosotros; acto seguido, uno de los asistentes nos invitó a entrar. Hitler, con aire ausente, nos saludó a todos con un apretón de manos. A continuación nos rogó que tomáramos asiento, explicó que nos había convocado para informarse de las consecuencias de los últimos ataques y pidió a los delegados de la industria que expusieran su opinión. Entonces estos, acostumbrados a considerar los hechos con frialdad, demostraron sin ambages lo desesperado de la situación en caso de que los ataques continuaran de forma sistemática. Al principio Hitler intentó hacer frente a su pesimismo con argumentos estereotipados, tales como «ustedes lo conseguirán» o «hemos pasado por situaciones más difíciles», y desde luego Keitel y Göring se agarraron de inmediato a estas consignas para aumentar la fe de Hitler en el futuro y debilitar la impresión que hubieran podido causarle nuestras explicaciones; Keitel no dejaba de referirse a sus reservas de carburante. Pero los industriales estaban hechos de un material más duro que el entorno de Hitler: sin dejarse influir, prosiguieron con las mismas advertencias, fundamentándolas en datos y cifras comparativas. De pronto Hitler pareció animarlos a analizar la situación de forma totalmente objetiva: era como si, de una vez por todas, quisiera escuchar la desagradable verdad, como si estuviera cansado de tanto ocultamiento, falso optimismo y servilismo hipócrita. Él mismo resumió así el resultado de la reunión:
—Al parecer, las fábricas de carburante, buna y nitrógeno constituyen un punto clave para la guerra, ya que en un pequeño número de fábricas se producen las materias primas imprescindibles para los armamentos.
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A pesar de lo embotado y ausente que pudiera haber parecido al principio, Hitler dio entonces la impresión dé ser un hombre concentrado, práctico y capaz de comprender la situación; sin embargo, unos meses después, cuando la catástrofe ya era una realidad, no quiso admitir lo que ahora había comprendido. Göring, por su parte, en cuanto nos hallamos de nuevo en la antesala nos reprochó haber descargado sobre Hitler tantas preocupaciones y futilidades pesimistas.
Llegaron los automóviles y los congregados se dirigieron al Berchtesgadener Hof para tomar un refresco, pues en tales ocasiones el Berghof no era para Hitler más que un lugar para celebrar reuniones y no se sentía obligado como anfitrión. Por otra parte, cuando aquellos se hubieron marchado, salieron de las habitaciones del piso de arriba los miembros del círculo privado de Hitler. Este, que se había retirado unos minutos mientras nosotros lo esperábamos en la escalera, cogió un bastón, el sombrero y su abrigo negro: comenzaba el paseo diario hasta la casa de té, donde nos esperaban café y bollos. El fuego crepitaba en la chimenea y hablamos de cosas intrascendentes. Hitler se dejó apartar de las preocupaciones para sumergirse en un mundo más agradable: resultaba ostensible lo mucho que lo estaba necesitando y no volvió a hablar del peligro que se cernía sobre nosotros, ni siquiera conmigo.
Cuando, tras diecisiete días de febriles reparaciones, acabábamos de alcanzar de nuevo unas cifras de producción elevadas, el 28 y el 29 de mayo de 1944 nos alcanzó la segunda oleada de bombardeos. Esta vez, sólo 400 bombarderos de la VIII Flota Aérea americana nos causaron más daños que en el primer ataque, en el que tomaron parte el doble de aparatos. Al mismo tiempo, la XV Flota Aérea americana atacó las importantes refinerías de los campos petrolíferos rumanos de Ploesti. Ahora la producción quedó reducida a la mitad.
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Con ello, el pesimismo que manifestamos en el Obersalzberg quedó plenamente justificado al cabo de sólo cinco días, al tiempo que los hechos rebatían las palabras tranquilizadoras de Göring. Alguna que otra observación de Hitler nos permitió deducir que el prestigio de este había vuelto a descender mucho.
No tardé en aprovechar la debilidad de la posición de Göring, y no únicamente por razones de oportunismo. Aunque nuestros éxitos en la fabricación de cazas eran razón más que suficiente para proponer a Hitler que mi Ministerio se hiciera cargo de todo el armamento aéreo,
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me seducía mucho la idea de devolver a Göring el golpe que había intentado darme durante mi enfermedad. El 4 de junio pedí a Hitler, que seguía dirigiendo la guerra desde el Obersalzberg, «que influyera en el mariscal del Reich para que partiera de él la propuesta de invitarme a una entrevista y de poner bajo mi autoridad todo el armamento de la aviación». Hitler aceptó este desafío sin replicar; al contrario, se mostró comprensivo, dado que mi táctica respetaba de forma evidente el orgullo y el prestigio de Göring. Y añadió, no sin mordacidad:
—El armamento aéreo tiene que quedar integrado en su Ministerio, sobre eso no cabe discusión. Haré venir enseguida al mariscal del Reich y le comunicaré mis intenciones. Usted discutirá con él los detalles del traspaso.
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Sólo unos meses antes, Hitler no se atrevía a decirle su opinión a la cara a su viejo paladín. A fines del año anterior, por ejemplo, me había encomendado que fuera a verlo a las alejadas praderas del valle del Rominte para comunicarle alguna noticia desagradable no muy importante y que hace mucho que he olvidado. En contra de sus costumbres, Göring, que debía de estar enterado de la misión que me llevaba a él, me trató como a un invitado de honor, hizo preparar el coche de caballos para dar conmigo un largo paseo por el extenso coto de caza y no dejó de hablar ni un momento, por lo que regresé sin haberle dicho ni una sola palabra de lo que me había llevado a verlo. Con todo, Hitler se mostró comprensivo hacia mi postura evasiva.
Esta vez, en cambio, Göring no intentó refugiarse en una rutinaria cordialidad. Nuestra entrevista tuvo lugar en el despacho de su casa del Obersalzberg. Ya estaba informado, pues Hitler había hablado con él. Göring se quejó con palabras muy duras de su veleidad. Hacía sólo quince días, él me había querido arrebatar la construcción, todo estaba preparado, y entonces Hitler, tras hablar brevemente conmigo, se había vuelto atrás. Siempre era así, continuó lamentándose Göring, pues el
Führer
, desgraciadamente, había demostrado demasiadas veces que no era hombre de decisiones firmes. Desde luego, opinó resignado, si Hitler se empeñaba, me daría el armamento aéreo, aunque no acertaba a comprenderlo, pues poco antes le había dicho que tenía demasiadas competencias.
Aunque aquel súbito cambio me pareció significativo y vi también en él el mayor de los peligros para mi futuro, confieso que estimé que no era una compensación injusta que se hubieran trocado los papeles. Sin embargo, renuncié a humillar a Göring de forma ostensible. En lugar de proponer a Hitler que firmara un decreto, convine con Göring que sería él mismo quien transfiriera la responsabilidad del armamento aéreo a mi ministerio.
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La asunción del armamento aéreo constituyó un intermedio insignificante al lado de los acontecimientos que tuvieron lugar en Alemania a causa de la superioridad de la aviación enemiga. Aunque esta tuvo que concentrar sus fuerzas para apoyar la invasión, tras un respiro de dos semanas una nueva serie de ataques puso fuera de servicio numerosas fábricas de carburante. El 22 de junio se habían paralizado nueve décimas partes de la producción: ya sólo se fabricaban 632 toneladas diarias. Cuando los bombardeos menguaron nos volvimos a situar, el 17 de julio, en 2.307 toneladas, lo que suponía aproximadamente el 40% de la producción primitiva, pero solo cuatro días después, el 21 de julio, descendimos a 120 toneladas diarias. Había quedado paralizado el 98% de la producción de carburante.
Como el enemigo permitió que siguieran funcionando parcialmente las grandes empresas químicas de Leuna, a finales de julio pudimos llegar a las 609 toneladas. Ahora nos parecía un éxito haber alcanzado una décima parte de la producción. Pero los numerosos ataques habían desquiciado de tal forma los sistemas de tuberías de las empresas químicas que ya no sólo los blancos directos, sino incluso las sacudidas ocasionadas por las bombas que estallaban en las inmediaciones provocaban escapes, y las reparaciones resultaban casi imposibles. En agosto alcanzamos el 10%, el 5,5% en septiembre y, en octubre, de nuevo el 10 % de nuestra antigua capacidad. En noviembre de 1944 nos sorprendió llegar al 28% (1.633 toneladas diarias).
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«Los informes sospechosamente optimistas de los departamentos de la Wehrmacht hacen temer al ministro que no situación respecto a los carburantes; algunos párrafos concordaban casi literalmente con la del 30 de junio.
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Ambas señalaban claramente que la paralización que cabía esperar que se produjera en julio y agosto acabaría sin lugar a dudas con la mayor parte de las reservas de carburante para la aviación y de otros tipos, lo que tendría “consecuencias trágicas”».
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Al mismo tiempo, propuse a Hitler diversas medidas que debían permitirnos evitar tan graves consecuencias o al menos demorarlas; le pedí plenos poderes para movilizar todas las fuerzas necesarias para luchar contra la devastación causada por los ataques y también que diera a Edmund Geilenberg, nuestro excelente jefe de producción de municiones, autoridad para confiscar material, intervenir en otras industrias y contratar a especialistas, con el fin de restablecer en lo posible la fabricación de carburante. Al principio, Hitler rechazó la propuesta:
—Si otorgo estos poderes, en seguida nos faltarán tanques. ¡No puede ser! No puedo permitirlo.
Era evidente que aún no había comprendido la gravedad de la situación, a pesar de que ya habíamos hablado con bastante frecuencia sobre lo crítico de los acontecimientos y de que yo siempre le repetía que los tanques no tendrían ningún sentido si no conseguíamos producir el carburante suficiente. Sólo después de que le prometiera una elevada producción de tanques y de que Saur confirmara mi promesa, Hitler se avino a firmar. Dos meses más tarde, 150.000 nuevos trabajadores, entre los que se contaba un alto porcentaje de excelentes especialistas indispensables para fabricar armamentos, se dedicaban a reconstruir las plantas hidrogenadoras. A fines de otoño de 1944 eran ya 350.000.
Mientras dictaba mi memoria, me sentía escandalizado por la falta de comprensión de los altos mandos. Tenía frente a mí los informes de mi Departamento de Planificación sobre las pérdidas diarias, las paralizaciones y los plazos para reactivar la producción; sin embargo, era imprescindible impedir los ataques enemigos o, al menos, reducirlos. En mi memoria del 28 de julio de 1944 casi supliqué a Hitler «que se destinara a la defensa de la patria una cantidad de cazas mucho mayor»,
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y le pregunté si no sería mucho más adecuado «proteger de momento, como medida de emergencia, las plantas hidrogenadoras situadas en territorio alemán mediante los cazas, a fin de poder remontar la producción en agosto y septiembre, en vez de seguir con el método anterior, que conduciría con seguridad a que en septiembre u octubre la Luftwaffe, tanto la que combatía en el frente como la que lo hacía en nuestro territorio, quedara paralizada por falta de carburante».
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