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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (68 page)

BOOK: Albert Speer
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Aproximadamente tres meses después, el 7 de enero de 1944, Milch y yo fuimos llamados urgentemente al cuartel general. Un recorte de la prensa inglesa en el que se informaba de que las pruebas hechas en aquel país para fabricar aviones a reacción estaban muy adelantadas impuso un cambio de rumbo, y ahora Hitler exigía con impaciencia que se produjera un gran número de aviones de este tipo en el tiempo más breve posible. Sin embargo, como habíamos negligido todos los preparativos, sólo pudimos prometer que a partir de julio de 1944 entregaríamos 60 unidades mensuales; en enero de 1945 ya serían 210.
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En el transcurso de la entrevista Hitler insinuó que pensaba emplear este avión como bombardero rápido en vez de como caza. Los especialistas de la Luftwaffe se sintieron defraudados, aunque esperaban hacerle cambiar de opinión con sus argumentos respecto al peso del aparato. Sin embargo, el resultado fue el contrario: Hitler ordenó tercamente que se quitaran todas las armas de a bordo para poder transportar más bombas. Decía que los aviones a reacción no necesitaban defenderse, puesto que su velocidad hacía imposible que los atacaran los cazas enemigos. No confiaba demasiado en aquel invento y determinó que, con el fin de proteger la cabina y el motor, de momento realizara sobre todo vuelos rectos a gran altura, y que por lo pronto se disminuyera la velocidad para reducir los esfuerzos a que se sometía un sistema todavía poco ensayado.
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Con una carga de unos quinientos kilos de bombas y un primitivo dispositivo de puntería, el efecto de estos pequeños bombarderos resultó ridículo e insignificante. Sin embargo, utilizados como cazas, estos aviones a reacción, gracias a su superioridad, habrían estado en condiciones de abatir varios de los cuatrimotores americanos que, operación tras operación, arrojaban miles de toneladas de explosivos sobre las ciudades alemanas.

A fines de junio de 1944, Göring y yo volvimos a intentar persuadir a Hitler, aunque fue otra vez en vano. Los pilotos de la flota de cazas habían probado los nuevos aparatos y pedían emplearlos contra los bombarderos americanos. Hitler no nos hizo caso: aprovechando cualquier cosa como argumento, alegaba que la velocidad de giro y la rapidez con que estos aparatos cambiaban de altitud expondrían a los pilotos a un esfuerzo físico excesivo, y que precisamente la mayor velocidad de los nuevos cazas supondría una desventaja en el combate aéreo, debido a que los del enemigo podrían maniobrar mejor porque eran más lentos.
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Que estos nuevos aparatos pudieran volar a mayor altura que los cazas de escolta americanos y que, por su mayor velocidad, pudieran atacar a las lentas agrupaciones americanas de bombardeo no fueron argumentos que convencieran al empecinado Hitler. Cuanto más intentábamos disuadirlo de sus ideas, más tercamente se aferraba a ellas, y trató de consolarnos prometiéndonos que en un futuro lejano ordenaría que estos aparatos fueran empleados en algunas misiones de caza.

Los aviones sobre cuyo posible destino ya discutíamos en junio sólo existían de momento en forma de prototipos. Aun así, la orden de Hitler tuvo que influir a la fuerza en la táctica militar a largo plazo, porque el Estado Mayor esperaba que precisamente gracias a estos aparatos la guerra aérea diera un giro decisivo. Dado lo desesperado de nuestra situación en este frente, todos los que tenían cierta autoridad en este tema intentaron que cambiara de parecer: Jodl, Guderian, Model, Sepp Dietrich y, por supuesto, los generales que estaban al mando de la Luftwaffe se pronunciaron insistentemente contra esta diletante decisión de Hitler. Sin embargo, lo único que consiguieron fue provocar su enojo, pues en cierto modo se daba cuenta de que aquellas iniciativas ponían en duda sus conocimientos militares y técnicos. En otoño de 1944 prohibió de plano que se volviera a discutir aquel tema, con lo que se libró de la disputa y a la vez de demostrar su creciente inseguridad.

Cuando comuniqué por teléfono al general Kreipe, nuevo jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe, lo que pensaba escribir a Hitler en mi informe de mediados de septiembre sobre la cuestión de los aviones, insistió en que me abstuviera de volver a mencionar el asunto. Me dijo que si le hablaba del Me 262 Hitler se saldría de sus casillas y le pondría las cosas muy difíciles, pues, naturalmente, creería que la iniciativa había partido del jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe. Sin hacer caso al general, expuse de nuevo a Hitler que no tenía sentido emplear como bombardero aquel aparato, fabricado para misiones de caza, y que hacerlo constituía un error, dada nuestra situación militar. Le dije que no sólo los pilotos compartían aquella opinión, sino también todos los oficiales del Ejército de Tierra.
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No obstante, Hitler no atendió a razones, y yo, después de tantos esfuerzos inútiles, me retiré de nuevo a lo mío. Desde luego, el destino que se diera a los aviones me incumbía tan poco como decidir qué tipo de aparato había que fabricar.

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El avión a reacción no era la única arma nueva y superior que habría podido abandonar el estadio experimental para ser fabricada en serie en 1944. También teníamos una bomba volante teledirigida, un avión cohete aún más rápido que los aparatos a reacción, una bomba cohete que se dirigía automáticamente contra los aviones enemigos por las ondas de calor, un torpedo que podía captar sonidos y, de esta forma, perseguir y hacer blanco en los buques aunque estos huyeran en zigzag. También se había concluido el desarrollo de un cohete tierra-aire. El constructor Lippisch había diseñado aviones a reacción, según el principio monoplano, muy avanzados para el estado de la técnica aérea de aquel tiempo.

Casi adolecíamos de un exceso de proyectos en fase de desarrollo; si nos hubiéramos concentrado en algunos con la suficiente antelación, es probable que hubiésemos podido terminar antes muchas cosas. Por este motivo se decidió, durante una conferencia con las autoridades competentes, no fomentar tanto las nuevas ideas e impulsar enérgicamente una cantidad de prototipos adecuada a nuestra capacidad de desarrollo de aquellas sobre las que ya se estaba trabajando.

Fue otra vez Hitler quien, a pesar de todos los errores tácticos de los aliados, realizó unas jugadas que contribuyeron al éxito de la ofensiva aérea enemiga en 1944: no sólo puso trabas al desarrollo del caza y después lo convirtió en un cazabombardero, sino que pretendió vengarse de Inglaterra empleando los nuevos cohetes. Por orden suya, a partir de julio de 1943 nuestra enorme capacidad industrial se orientó a la construcción de los pesados cohetes autopropulsados conocidos con el nombre de V2, de catorce metros de longitud y más de trece toneladas de peso, de los cuales quería que se produjeran 900 unidades cada mes. Resultaba absurdo querer vengarse en 1944 de las flotas de bombarderos enemigas, que con sus 4.100 trimotores arrojaron diariamente sobre Alemania un promedio de 3.000 toneladas de bombas durante varios meses, empleando para ello un arma que habría enviado a Inglaterra 24 toneladas de material explosivo al día: el equivalente a lo que arrojaban en un solo ataque seis Fortalezas Volantes.
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Es posible que uno de los errores más graves que cometí mientras dirigía el armamento alemán fue que no sólo aprobé esta decisión de Hitler, sino que incluso la apoyé, cuando habríamos hecho mejor en concentrar nuestros esfuerzos en producir cohetes defensivos tierra-aire. Este programa, que recibió el nombre de Cascada, había alcanzado ya tal desarrollo en el año 1942 que pronto habría sido posible fabricar los cohetes en serie si a partir de entonces hubiéramos concentrado en la tarea la capacidad de los técnicos y científicos que trabajaban en Peenemünde bajo la dirección de Wernher von Braun.
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El cohete tierra-aire, de ocho metros de largo, podía transportar unos 300 kilos de explosivo hasta 15.000 metros de altura y estaba dirigido por un sensor que le permitía alcanzar con absoluta seguridad los bombarderos enemigos, independientemente de que fuera de día o de noche o de que hubiera nubes o niebla. Así como más adelante pudimos producir 900 unidades del gran cohete ofensivo cada mes, sin lugar a dudas también habríamos podido fabricar unos cuantos miles de estos pequeños cohetes, menos costosos. Sigo pensando que los cohetes defensivos, junto a los cazas a reacción, habrían hecho fracasar, a partir de 1944, la ofensiva aérea de los aliados occidentales contra nuestras industrias. En cambio, se dedicó una enorme cantidad de dinero y esfuerzo al desarrollo y producción de cohetes de largo alcance, los cuales, cuando por fin estuvieron listos para su empleo en otoño de 1944, demostraron ser un fracaso casi total. El más caro de nuestros proyectos fue al mismo tiempo el más insensato. Nuestro orgullo y la que constituyó temporalmente mi meta armamentista favorita resultó la única inversión equivocada. Además, fue una de las causas de que se perdiera la guerra aérea defensiva.

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Ya desde el invierno de 1939 mantenía un estrecho contacto con la base experimental de Peenemünde, aunque al principio sólo era responsable de ejecutar sus proyectos de edificación. Me encontraba a gusto en aquel círculo de jóvenes científicos e inventores apolíticos a la cabeza del cual se encontraba Wernher von Braun, de veintisiete años, hombre de ideas claras y que pensaba en el futuro de una manera realista. Resultaba extraordinario que un equipo tan joven e inexperto tuviera la oportunidad de recibir cientos de millones de marcos para desarrollar un proyecto de tan largo plazo de ejecución. Bajo el mando del paternal coronel Walter Dornberger, estos jóvenes podían trabajar, libres de trabas burocráticas, en ideas que a veces parecían utópicas.

Lo que en 1939 no empezaba más que a perfilarse en aquel lugar ejercía sobre mí una extraña fascinación: en cierto modo parecían estar planificando un milagro. Esos técnicos con sus fantásticas visiones, esos románticos calculadores, me impresionaban profundamente en cada visita que hacía a Peenemünde y me sentí de algún modo identificado con ellos. Este sentimiento se mantuvo incluso cuando Hitler, a fines de otoño de 1939, despojó de todo carácter de urgencia al proyecto de producción de cohetes, con lo que este perdió automáticamente la mano de obra y el material que necesitaba. Mediante un acuerdo tácito con la Dirección General de Armamentos y sin autorización expresa, seguí construyendo las instalaciones de Peenemünde; una actitud que posiblemente sólo yo podía permitirme.

Por supuesto, al ser nombrado ministro de Armamentos me interesé aún más por aquel gran proyecto. Sin embargo, Hitler siguió contemplándolo con escepticismo: con la desconfianza sistemática que le inspiraba cualquier innovación que, como el avión a reacción o la bomba atómica, se encontraban más allá del horizonte técnico de la generación de la Primera Guerra Mundial y pertenecían a un mundo desconocido para él.

El 13 de junio de 1942 los jefes de Armamentos de los tres ejércitos de la Wehrmacht (mariscal Milch, almirante Witzell y capitán general Fromm) y yo volamos a la base de Peenemünde. En un claro del bosque de pinos se elevaba frente a nosotros, sin ningún apoyo, un proyectil de aspecto irreal que tenía una altura de cuatro pisos. El coronel Dornberger, Wernher von Braun y su equipo esperaban con la misma tensión que nosotros el resultado del primer lanzamiento. Yo conocía las esperanzas que el joven inventor tenía puestas en este experimento, que para él y su equipo no representaba el desarrollo de una nueva arma, sino un paso hacia la tecnología del futuro.

Unos ligeros vapores anunciaron que se estaban llenando los tanques de combustible. En el segundo previsto, como vacilante al principio, pero con el rugido de un gigante desbocado a continuación, el cohete empezó a elevarse lentamente, por una fracción de segundo pareció permanecer inmóvil sobre su cola de fuego y acto seguido desapareció, silbando, entre las nubes bajas que cubrían el cielo. Wernher von Braun estaba radiante; yo, en cambio, me quedé atónito ante la precisión de aquella maravilla técnica, así como por lo que tenía de anulación de todas las leyes de la gravedad el hecho de que trece toneladas se elevaran verticalmente hacia el cielo sin que ningún dispositivo mecánico las pilotara.

Los especialistas nos estaban explicando a qué distancia se encontraba el proyectil cuando, minuto y medio después, un silbido que se oía cada vez más fuerte nos indicó que el cohete descendía cerca de allí. Quedamos petrificados cuando el proyectil cayó a un kilómetro de donde nos encontrábamos. Más tarde supimos que el mecanismo de control del cohete había fallado; pero, a pesar de ello, los técnicos se mostraron satisfechos, ya que habían solucionado el problema más difícil, el del despegue. Hitler, por el contrario, continuó oponiendo «gravísimos reparos» al proyectil, y puso en duda que alguna vez «pudiera garantizarse» la exactitud del disparo.
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El 14 de octubre de 1942 pude comunicarle que sus reparos carecían ya de fundamento: el segundo cohete había recorrido con éxito el trayecto previsto de 190 kilómetros y había alcanzado el blanco con una desviación de sólo cuatro kilómetros. Por primera vez en la historia, un producto del ingenio humano había rozado el espacio a más de cien kilómetros de altura; era como avanzar hacia un sueño. Por fin también Hitler se mostró vivamente interesado. Y, como de costumbre, sus deseos superaron todas las posibilidades: pidió que cuando se empleara por primera vez el cohete con fines bélicos se dispararan 5.000 proyectiles, «con el fin de realizar un ataque en masa».
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Tras este éxito tuve que encargarme de adelantar el comienzo de la producción en serie. Aunque el cohete no estaba preparado todavía para ello, el 22 de diciembre de 1942 presenté a la firma de Hitler la orden correspondiente.
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Creí poder asumir el riesgo que esto implicaba, pues el nivel de desarrollo alcanzado y las promesas del equipo de Peenemünde debían permitirnos tener asentadas las bases técnicas definitivas antes de julio de 1943.

Por encargo de Hitler, en la mañana del 7 de julio de 1943 invité a Dornberger y a Von Braun a acudir al cuartel general: Hitler deseaba ser informado sobre los detalles del V2. Una vez estuvimos reunidos, nos encaminamos a la sala de proyección, donde algunos colaboradores de Wernher von Braun habían dispuesto lo necesario para mostrar el proyecto. Tras una breve introducción y con la sala a oscuras se proyectó una película en color en la que Hitler fue testigo, por primera vez, del majestuoso espectáculo de un gran cohete que despegaba del suelo por impulso propio y desaparecía en la estratosfera. Sin la menor inhibición y con un entusiasmo totalmente juvenil, Von Braun explicó sus planes, y no hay duda: se metió a Hitler definitivamente en el bolsillo. Dornberger discutió algunas cuestiones organizativas y yo propuse a Hitler que Von Braun fuera nombrado profesor.

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