—Ahora sabemos quién estaba detrás del atentado.
Y dicho esto me dejó plantado. No logré averiguar nada más. Saur y Dorsch incluso fueron invitados sin mí al té nocturno del entorno íntimo. Todo era inquietante y yo me sentía muy intranquilo.
Keitel, en cambio, había vencido definitivamente las sospechas que quienes rodeaban a Hitler habían expresado en las últimas semanas. Según contaba Hitler, tras levantarse del polvo inmediatamente después del atentado y ver que este se encontraba en pie, ileso, se precipitó hacia él exclamando: «¡
Mein Führer
, está vivo, está vivo!», y lo abrazó con vehemencia sin respetar ninguna convención. Estaba claro que después de esto Hitler ya no lo dejaría de su mano, sobre todo teniendo en cuenta que Keitel le parecía el hombre apropiado para tomar dura venganza de los conjurados.
—Keitel ha estado a punto de morir. No va a tener compasión.
Al día siguiente Hitler volvió a mostrarse más amable conmigo y su entorno hizo lo mismo. Presidida por él, se celebró en la casa de té una reunión en la que participé al lado de Keitel, Himmler, Bormann y Goebbels. Aunque sin declararlo así, Hitler había hecho suya la idea que yo le había propuesto por escrito quince días antes y nombró a Goebbels «apoderado del Reich para la guerra total».
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Su salvación lo empujaba a tomar decisiones. En pocos minutos se alcanzaron objetivos por los que Goebbels y yo habíamos luchado durante más de un año.
Acto seguido, Hitler se centró en los acontecimientos de los últimos días y dijo con expresión de triunfo que había llegado por fin el gran giro positivo de la guerra. Según él, había quedado atrás la época de la traición; unos generales nuevos y mejores iban a tomar el mando. Prosiguió diciendo que ahora se daba cuenta de que Stalin, con su proceso contra Tujachevski, había dado un paso decisivo para llevar adelante la guerra con éxito. Al liquidar al Estado Mayor, había dejado sitio a gente fresca que ya no procedía de la época de los zares. Siempre había tenido por falsas las acusaciones formuladas en el año 1937, durante los procesos de Moscú; sin embargo, después de la experiencia del 20 de julio, se preguntaba si no habría habido algo de verdad en todo aquello. Aunque seguía sin tener pruebas concretas, siguió diciendo, no podía excluir la posibilidad de que los dos Estados Mayores hubieran conspirado conjuntamente.
Todos dijeron estar de acuerdo. Goebbels se dedicó entonces a verter frases despectivas y burlas sobre el generalato. Cuando traté de matizar su postura, enseguida se encaró conmigo con dureza y hostilidad. Hitler escuchaba en silencio.
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El hecho de que el general Fellgiebel, jefe de transmisiones, fuera también uno de los conjurados dio ocasión a Hitler para un exabrupto en el que se mezclaban la satisfacción, la cólera y el triunfo con la conciencia de su propia justificación:
—Ahora sé por qué en los últimos años han fracasado todos mis grandes planes en Rusia. ¡Todo era traición! ¡Sin esos traidores, hace mucho tiempo que habríamos vencido! ¡Esta es mi justificación ante la Historia! ¡Ahora hay que comprobar sin falta si Fellgiebel tenía contacto directo con Suiza para comunicar desde allí todos mis planes a los rusos! Hay que emplear todos los medios para interrogarlo… ¡He vuelto a tener razón! ¿Quién quería creerme cuando me oponía a todo intento de unificar la jefatura de la Wehrmacht? ¡Gobernada por una sola mano, la Wehrmacht es un peligro! ¿Siguen pensando que fue casualidad que hiciera organizar la mayor cantidad posible de divisiones de las Waffen-SS? Yo sé por qué he dado esa orden contra toda resistencia… Por eso nombré a un inspector general de las tropas acorazadas: todo lo hice única y exclusivamente para dividir aún más al Ejército de Tierra.
Luego montó en cólera al hablar de los conjurados; iba a «exterminarlos y aniquilarlos» a todos. Entonces se le ocurrieron varios nombres de personas que se le habían enfrentado de algún modo y a las que ahora incluía en el círculo de los conjurados. Schacht, por ejemplo, había sido un saboteador en el campo de los armamentos. Por desgracia, él siempre se había mostrado demasiado tolerante. Ordenó que se detuviera enseguida a Schacht.
—También Hess será ahorcado sin miramientos, exactamente igual que esos cerdos, esos oficiales criminales. Fue él quien dio el primer ejemplo de traición.
Después de esos exabruptos, Hitler se tranquilizaba. Con el alivio de alguien que acaba de superar un tremendo peligro, habló de las circunstancias que habían originado el atentado, del giro que este había dado a la situación y de la victoria, ahora ya cercana. Lleno de euforia, extrajo una nueva confianza del fracaso del atentado y también nosotros nos dejamos convencer demasiado fácilmente por su optimismo.
Poco después del 20 de julio quedó terminado el bunker cuyas obras habían obligado a Hitler a celebrar la conferencia en mi barracón el día del atentado. Si hay algo que se pueda considerar símbolo de una situación y que se exprese por medio de un edificio, eso era el bunker de Hitler: semejante por fuera a un monumento funerario del Egipto faraónico, en realidad sólo era un gran bloque de hormigón carente de ventanas, sin entrada de aire directa, cuya sección presentaba un espacio útil muchísimo menor que el que ocupaban las masas de hormigón. Hitler vivía, trabajaba y dormía en aquella tumba. Parecía como si los muros de cinco metros de espesor que lo rodeaban también lo separaran en sentido metafórico del mundo exterior y lo encerraran en su propio delirio.
Aproveché mi estancia en el cuartel general para hacer una visita de despedida al jefe del Alto Estado Mayor del Ejército de Tierra, Zeitzler, que había sido destituido de su cargo la misma noche del 20 de julio. Me dirigí a su cercano cuartel general sin poder evitar que Saur me acompañara. Durante nuestra conversación se presentó el asistente de Zeitzler, teniente coronel Günther Smend, que sería ajusticiado unas semanas más tarde. Saur concibió sospechas al instante:
—¿Se ha fijado en la mirada de complicidad que han intercambiado al saludarse?
Repliqué enojado con un «no». Poco después, cuando Zeitzler y yo nos quedamos solos, supe que Smend venía de Berchtesgaden, donde había vaciado la caja fuerte del Estado Mayor. Precisamente el hecho de que Zeitzler me hablara de ello con tanta tranquilidad confirmó mi impresión de que los conjurados no lo habían iniciado en sus intrigas. Nunca he sabido si Saur comunicó a Hitler su observación.
Regresé a Berlín a primeras horas de la mañana del 24 de julio, tras haber permanecido tres días en el cuartel general del
Führer
.
• • •
Kaltenbrunner, capitán general de las SS y jefe de la Gestapo, se presentó en mi domicilio, donde no había estado nunca antes. Lo recibí tumbado, pues la pierna volvía a dolerme. Kaltenbrunner, tan peligrosamente cordial ahora como durante la noche del 20 de julio, pareció mirarme inquisitivo. Sin mayores preámbulos, comenzó:
—En la caja fuerte de la Bendlerstrasse hemos encontrado la lista del Gobierno del 20 de julio. Figura usted en ella como ministro de Armamentos.
Me preguntó si sabía algo del cargo que me había sido asignado por los conjurados; por lo demás, se mostró correcto y con su buena educación habitual. Quizá puse una cara tan consternada ante su revelación que se convenció de que lo que yo decía era cierto. Pronto renunció a seguir haciendo pesquisas y, en vez de eso, sacó un documento del bolsillo: el plan de organización del Gobierno golpista. Parecía obra de un oficial, pues la estructuración de la Wehrmacht había sido estudiada con particular esmero. Un «Alto Estado Mayor» abarcaba las tres ramas de la Wehrmacht. Subordinado a él se encontraba el comandante en jefe del Ejército, que al mismo tiempo era el jefe supremo de todo lo relacionado con los armamentos. Dependiente de este y entre otras muchas casillas, limpiamente escrito con letra de imprenta leí: «Armamentos: Speer». Un escéptico había escrito al lado con lápiz: «Si es posible», añadiendo un signo de interrogación. Este desconocido, y el hecho de que no hubiera aceptado la invitación de Fromm para comer en la Bendlerstrasse el 20 de julio, me salvaron. Curiosamente, Hitler nunca me habló de ello.
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Por supuesto, en aquel entonces me pregunté qué habría hecho si el golpe del 20 de julio hubiera triunfado y me hubiesen invitado a seguir desempeñando mi cargo. Es posible que lo hubiese hecho durante un período de transición, aunque no sin reservas. Con todo lo que sé hoy sobre las personas y los motivos de la conjura, creo que mi colaboración con ellos me habría desligado en poco tiempo de mis vínculos con Hitler y me habría ganado para su causa. Sin embargo, precisamente esos vínculos habrían hecho muy problemático en el primer momento que yo estuviera en el Gobierno y me lo habrían imposibilitado ante mí mismo, pues una consideración moral acerca de la naturaleza del régimen y de mi posición personal en él tendría que haber comportado que en la Alemania posterior a Hitler no fuera imaginable que yo ocupara un puesto dirigente.
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Aquella misma tarde, al igual que se hizo en todos los Ministerios, organizamos un acto de adhesión que se celebró en la sala de reuniones y al que asistieron los colaboradores más relevantes. No duró más de veinte minutos. En él pronuncié el más vacilante y débil de mis discursos. Mientras que hasta entonces había solido evitar las fórmulas estereotipadas, en aquella ocasión resalté con vehemencia la grandeza de Hitler y nuestra fe en él, y acabé por primera vez un discurso con un «
Sieg Heil!
». Nunca había tenido necesidad de recurrir a esos bizantinismos, tan opuestos a mi temperamento como a mi arrogancia. Pero ahora me sentía inseguro, comprometido y, a pesar de todo, implicado en turbios procesos.
Desde luego, mis temores no carecían de fundamento. Circulaban rumores de que me habían detenido, mientras que otros pretendían saberme ya ajusticiado; era un síntoma de que la opinión pública, que subsistía a pesar de todo, veía peligrar mi posición.
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Todos estos temores se disiparon cuando Bormann me transmitió la invitación a dar una nueva charla sobre armamento el 3 de agosto, durante una reunión de jefes regionales en Poznan. Los asistentes todavía estaban bajo la impresión del 20 de julio; a pesar de que la invitación me rehabilitaba de forma oficial, tropecé desde el principio con una helada reserva. Me hallé solo entre los numerosos jefes regionales que se habían reunido allí. Nada podía definir mejor la situación que unas palabras que dijo Goebbels aquella mañana a los jefes regionales y nacionales del Partido que lo rodeaban:
—Ahora sabemos por fin dónde está Speer.
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Precisamente en julio de 1944 nuestra producción de armamentos había alcanzado su punto culminante. Para no irritar de nuevo a los jefes del Partido y perjudicar aún más mi posición, esta vez me mostré muy cauteloso con las observaciones genéricas y en cambio volqué sobre ellos un alud de cifras que demostraban el éxito alcanzado hasta entonces con nuestra actividad y el cumplimiento de los nuevos programas que Hitler había confiado a mi Ministerio. Todo aquello se dirigía a demostrar incluso a los jefes del Partido que mi aparato y yo éramos insustituibles. Logré relajar un poco la tensión reinante cuando, recurriendo a numerosos ejemplos, demostré que la Wehrmacht disponía de grandes reservas que no estaban siendo utilizadas. Goebbels gritó: «¡Sabotaje, sabotaje!», evidenciando así hasta qué punto, desde el 20 de julio, la dirección del Partido veía traiciones, conjuras y perfidias por todas partes. Con todo, los jefes regionales quedaron impresionados por mi informe de rendimiento.
Después, los asistentes fueron desde Poznan al cuartel general, donde al día siguiente Hitler les dirigió la palabra en la sala de proyecciones. Me invitó expresamente a participar en la reunión, aunque, de acuerdo con mi categoría oficial, no pertenecía a aquel círculo.
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Tomé asiento en la última fila.
Hitler habló sobre las consecuencias del 20 de julio, atribuyó de nuevo los fracasos que había sufrido hasta entonces a la traición de los oficiales del ejército y se mostró lleno de esperanza ante el futuro: dijo haber adquirido ahora una confianza «como jamás la he sentido en mi vida».
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Añadió que hasta aquel momento todos sus esfuerzos habían sido saboteados, pero ahora se había descubierto y eliminado por fin la camarilla de criminales, por lo que quizá esta intentona fuera un acontecimiento prometedor para nuestro futuro. Hitler, por lo tanto, no hizo sino repetir casi palabra por palabra lo que había dicho ya, ante un círculo más reducido, justo después del fracaso del golpe. Yo ya estaba a punto, a pesar de todas mis reservas, de dejarme prender por la magia de sus palabras cuando pronunció unas frases que, como si hubiera recibido un latigazo, me despertaron de mi autoengaño:
—Si el pueblo alemán sucumbe en esta lucha, será que ha sido demasiado débil. En ese caso, no habrá superado su prueba ante la Historia y únicamente estará destinado al hundimiento.
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Sorprendentemente, en aquel discurso Hitler, rompiendo su costumbre de no destacar a ningún colaborador, hizo alusión a mi trabajo y a mis méritos. Es posible que supiera o sospechara que, teniendo en cuenta la postura hostil de los jefes regionales, era necesario que me rehabilitara si quería que continuara teniendo éxito en mi trabajo en el futuro, y de aquel modo demostró de una forma inequívoca a los dirigentes del Partido que sus relaciones conmigo no se habían enfriado después del 20 de julio.
Aproveché la renovada firmeza de mi posición para ayudar a conocidos y colaboradores que se habían visto afectados por la ola de persecuciones provocada por el atentado del 20 de julio.
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Saur, en cambio, denunció a dos altos oficiales de la Dirección General de Armamentos del Ejército de Tierra, el general Schneider y el coronel Fichtner, cuya detención fue ordenada por Hitler inmediatamente. A pesar de todo, Saur sólo le había hablado de unas supuestas declaraciones de Schneider en las cuales este habría dicho que él, Hitler, no estaba capacitado para juzgar sobre cuestiones técnicas; para detener a Fichtner bastó que no hubiese impulsado con toda energía la fabricación del nuevo tipo de tanques que le solicitó al principio de la guerra, lo cual lo hizo sospechoso de sabotaje. Sin embargo, la inseguridad de Hitler hizo que se manifestara conforme de inmediato en poner en libertad a aquellos dos oficiales cuando intercedí por ellos,
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si bien puso la condición de que no volvieran a trabajar en la Dirección General de Armamentos del Ejército de Tierra.