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En septiembre de 1944, los generales del frente, los industriales y los jefes regionales del sector occidental esperaban que los ejércitos ingleses y americanos aprovecharían al máximo su superioridad y arrollarían a nuestras fuerzas, cansadas y casi sin armas, en una ofensiva sin tregua.
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Nadie contaba ya con poderlos detener, nadie que conservara el sentido de la realidad confiaba en un «milagro del Mame» a favor nuestro.
Competía a mi Ministerio preparar la destrucción de todo tipo de instalaciones industriales, incluso en los territorios ocupados. En nuestras retiradas de la Unión Soviética, Hitler había dado la orden de amargar en cierto modo al enemigo la recuperación de territorio recurriendo al procedimiento de la «tierra quemada». Tampoco vaciló en dar instrucciones análogas para los territorios ocupados occidentales en cuanto los ejércitos de invasión empezaron a avanzar desde la cabeza de puente de Normandía. En un principio, esta política de destrucción se fundaba en frías razones operativas. Había que impedir que el enemigo consolidara sus posiciones, que obtuviera refuerzos en los territorios liberados, que utilizara los servicios técnicos de reparación y los suministros de gas y electricidad y que, más a largo plazo, pudiera levantar una industria armamentista. Mientras el final de la guerra fue imprevisible, estos procedimientos me parecieron justificados, pero perdieron sentido desde el momento en que la derrota pareció ineluctable y próxima.
Ante lo desesperado de la situación, era natural que yo tratara de evitar innecesarios destrozos que harían más difícil la futura reconstrucción; el espíritu apocalíptico que iba impregnando a ojos vistas al séquito de Hitler no se apoderó de mí. Por medio de un ardid asombrosamente sencillo, conseguía una y otra vez vencer con sus propios argumentos a Hitler, que cada día se mostraba más brutal y obstinado en la organización de la catástrofe. Puesto que hasta en las situaciones más calamitosas insistía en que los territorios perdidos serían reconquistados enseguida, no tenía más que hacer hincapié en que entonces volveríamos a necesitar las industrias que allí había para mantener nuestros suministros de armamento.
Al comienzo de la invasión, el 20 de junio, cuando los americanos rompieron el frente defensivo alemán y cercaron Cherburgo, este argumento hizo que Hitler decidiera que «a pesar de las actuales dificultades de transporte en el frente», de ningún modo había que pensar en «renunciar al potencial industrial de la zona».
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Al mismo tiempo, esto permitió al comandante militar eludir una orden anterior de Hitler para que, en el caso de que se produjera una invasión, fueran deportados a Alemania un millón de obreros franceses de las industrias protegidas.
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Sin embargo, ahora Hitler volvía a hablar de la necesidad de destruir por completo la industria francesa. A pesar de ello, el 19 de agosto, cuando las tropas aliadas todavía estaban al noroeste de París, obtuve su consentimiento para que las industrias y centrales eléctricas que cayeran en manos del enemigo fueran únicamente paralizadas, no destruidas.
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Con todo, me fue imposible conseguir que Hitler tomara una decisión general a este respecto; tenía que servirme en cada caso del argumento, de peor gusto cada vez, de que nuestras retiradas sólo eran transitorias.
Cuando, a fines de agosto, las tropas enemigas se aproximaban a la cuenca minera de Longwy y Brie, la situación tomó un cariz distinto porque, como el territorio de Lorena ya había sido prácticamente anexionado por el Reich en 1940, tuve que vérmelas por primera vez con la jurisdicción de un jefe regional. Era inútil que tratara de convencerlo de que cediera al adversario el territorio intacto, así que me dirigí directamente a Hitler y fui autorizado a conservar las minas de hierro y las industrias e informar de ello al jefe regional competente.
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A mediados de septiembre de 1944, Röchling me comunicó en Sarrebruck que habíamos entregado las minas francesas en perfecto estado de explotación. Pero, casualmente, la central eléctrica que alimentaba las bombas de las minas estaba en nuestro lado del frente. Röchling me preguntó cautelosamente si podría suministrar energía a las bombas por la línea de alta tensión, que permanecía intacta. Yo accedí, como había accedido también a la proposición de un comandante de enviar fluido eléctrico a Lieja, ya en manos del enemigo, con destino a los hospitales y centros sanitarios de la zona, dado que el desplazamiento del frente había aislado a la ciudad de sus fuentes de suministro.
Pocas semanas después, en la segunda mitad de septiembre, tuve que tomar una decisión sobre lo que debía ocurrir con la industria alemana. Por supuesto, los industriales no estaban dispuestos a permitir que se destruyeran sus fábricas; por asombroso que pueda parecer, algunos jefes regionales de los territorios amenazados se solidarizaron con ellos. Empezó entonces una etapa singular. En aquellas conversaciones de doble intención, llenas de trampas y de evasivas, cada uno exploraba las intenciones del otro, se establecían complicidades y, por fin, cada cual se ponía en manos del otro.
A fin de preparar el terreno, por si a Hitler le llegaban noticias de que en el frente alemán no se estaban llevando a cabo las destrucciones, en el informe de un viaje que efectué entre el 10 y el 14 de septiembre le comuniqué que los industriales podían seguir trabajando bastante bien a muy poca distancia del frente. Por ejemplo, en la ciudad próxima al frente de Aquisgrán había una fábrica que producía cuatro millones de proyectiles mensuales para la infantería, y traté de hacer que mis propuestas fueran creíbles para Hitler diciendo que sería muy conveniente que dicha fábrica siguiera produciendo hasta el último momento, incluso bajo el fuego enemigo, para abastecer a las tropas que combatían en el sector. Añadí que no tendría sentido paralizar las explotaciones de coque de Aquisgrán cuando estas permitían seguir asegurando el suministro de gas a Colonia al tiempo que producían varias toneladas diarias de benzol, que nos servían para cubrir las necesidades de esas tropas. Sería igualmente un error inutilizar las centrales eléctricas situadas cerca del frente, ya que tanto los servicios postales como las comunicaciones telefónicas dependían de ellas. Al mismo tiempo, amparándome en decisiones anteriores de Hitler, cursé un telegrama a todos los jefes regionales para comunicarles que las instalaciones industriales no debían sufrir daños.
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De pronto todo pareció estar de nuevo en peligro. Ya en Berlín, de regreso de aquel viaje, Liebel, jefe del Departamento Central, me recibió en la residencia de ingenieros de Wannsee con la noticia de que se habían cursado a todos los ministerios importantes órdenes de Hitler según las cuales el principio de «tierra quemada» debía aplicarse sin restricciones en todo el territorio alemán.
A fin de protegernos de posibles indiscreciones, nos sentamos en el jardín de la quinta. Era un día soleado de fines de verano. Ante nosotros navegaban lentamente los balandros. Liebel resumió los propósitos de Hitler diciendo que a ningún alemán se le debía permitir que viviera en los territorios ocupados por el enemigo. Y quien, pese a todo, se quedara, debería vegetar en un desierto sin rastro de civilización. No sólo debían ser destruidas las industrias y las centrales de agua, gas, electricidad y teléfonos, sino todo lo necesario para seguir viviendo: la documentación de las tarjetas de racionamiento, las actas del Registro Civil, las listas de empadronamiento, las relaciones de cuentas bancadas; también había que destruir las reservas de alimentos, prender fuego a las granjas y dar muerte al ganado. Ni siquiera de las obras de arte que habían resistido los ataques aéreos debía quedar nada: los edificios representativos y monumentos, castillos, palacios, iglesias y teatros estaban condenados a la destrucción. Unos días antes, el 7 de septiembre de 1944, apareció, por orden de Hitler, un artículo en el
Völkischer Beobachter
que plasmaba en palabras esta explosión de vandalismo: «Que ninguna espiga alemana aumente al enemigo, que ninguna boca alemana le dé información, que ninguna mano alemana le ofrezca ayuda. Que encuentre destruidos todos los puentes y cerrados todos los caminos. Que sólo le salgan al encuentro la muerte, la desolación y el odio».
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Traté en vano de despertar la compasión de Hitler con el informe de mi viaje: «En la región de Aquisgrán se ven las tristes columnas de evacuados que, al igual que en Francia en 1940, marchan con niños y ancianos. Si las evacuaciones aumentan, estas escenas se harán cada vez más frecuentes, lo cual aconseja proceder con prudencia al cursar las órdenes de retirada». Le instaba también a viajar «al Oeste, para comprobar por sí mismo la situación… El pueblo espera que lo haga».
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Pero Hitler no fue. Cuando se enteró de que el jefe comarcal de Aquisgrán, Schmeer, no había empleado todos los medios coercitivos de que disponía para efectuar la evacuación, lo desposeyó de su cargo, lo expulsó del Partido y lo envió al frente como soldado raso. Habría sido inútil tratar de convencerlo para que revocara su decisión y mi autoridad no me permitía actuar por mi cuenta. Movido por la inquietud y la preocupación, dicté de improviso un telegrama que, una vez autorizado por Hitler, debía ser cursado por Bormann a los ocho jefes regionales del sector occidental. Quería obligar a Hitler a desmentirse a sí mismo: haciendo caso omiso de las radicales disposiciones de los últimos días y resumiendo las decisiones particulares aplicadas hasta entonces, lo invitaba a dar instrucciones generales. Psicológicamente, mi texto volvía a apoyarse en la fe de Hitler, auténtica o simulada, en la victoria final: traté de atraparlo alegando que, si no rectificaba sus órdenes de destrucción, estaba reconociendo que daba la guerra por perdida y desproveía de fuerza a la exigencia de resistir hasta el final. Lapidariamente, empezaba diciendo: «El
Führer
ha comprobado que en breve podrá reconquistar los territorios perdidos. Dado que los territorios del Oeste tienen gran importancia para la producción de armamentos y de material de guerra en general, durante las retiradas se tomarán las medidas necesarias para que las industrias de la zona puedan volver a trabajar a pleno rendimiento. […] Las instalaciones industriales no deberán ser “paralizadas” hasta el último momento, y lo serán de forma que queden inutilizadas durante bastante tiempo. […] Las centrales eléctricas de las cuencas mineras deberán seguir en funcionamiento, a fin de que el nivel del agua permita mantener los pozos en las debidas condiciones. Si dejan de funcionar las bombas y se inundan los pozos, las minas no podrán volver a explotarse en varios meses». Poco después llamé por teléfono al cuartel general para preguntar si se le había presentado el telegrama a Hitler. Efectivamente, ya había sido cursado, aunque con una rectificación. Supuse que se habría hecho alguna tachadura aquí y allá y se habría enfatizado el pasaje que se refería a las medidas de paralización. En realidad, Hitler había dejado intacto el cuerpo del telegrama y sólo había hecho una añadidura respecto a su seguridad en la victoria. Ahora, la segunda frase decía: «La reconquista de una parte de los territorios perdidos en el Oeste no queda de ningún modo descartada».
Bormann cursó el telegrama a los jefes regionales con la siguiente nota: «Por encargo del
Führer
, adjunto le remito un escrito del ministro del Reich, Speer, que deberá ser obedecido sin falta».
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El propio Bormann había colaborado. Parecía comprender mejor que Hitler las devastadoras consecuencias que podía tener la total destrucción de los territorios que había que abandonar.
Pero, en el fondo, Hitler ya sólo trataba de salvar la cara cuando hablaba de «la reconquista de una parte de los territorios perdidos en el Oeste», porque hacía más de una semana que sabía que, incluso si se lograba estabilizar el frente, la guerra acabaría en algunos meses por falta de material. Entretanto, Jodl corroboró con datos estratégicos mis pronósticos del año anterior relativos a la política de armamentos, expuso que el ejército ocupaba un área demasiado extensa e ilustró sus argumentos con la imagen de la serpiente inmovilizada por haber devorado una presa demasiado grande. Por lo tanto, proponía abandonar Finlandia, el norte de Noruega, la Italia septentrional y la mayor parte de los Balcanes, a fin de que, a costa de reducir los territorios ocupados, pudiéramos elegir posiciones defensivas geográficamente favorables junto a los ríos Tisza y Sava y en las estribaciones meridionales de los Alpes. Esperaba poder liberar así numerosas divisiones. Al principio, Hitler se resistió a la idea de autoliquidación que implicaba aquel plan, pero, finalmente, el 20 de agosto de 1944 me autorizó a estudiar los efectos que podría tener renunciar a las materias primas de aquellos territorios.
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Sin embargo, tres días antes de terminar mi informe, el 2 de septiembre de 1944, Finlandia y la Unión Soviética concertaron un alto el fuego y conminaron a las tropas alemanas a abandonar el territorio antes del día 15. Jodl me llamó enseguida y me preguntó cuál era el resultado de mis cálculos. Hitler había cambiado de parecer. No quería ni oír hablar de una retirada voluntaria. Jodl, por el contrario, insistía más que nunca en retirarse de inmediato de Laponia, aprovechando el buen tiempo: todas las armas se perderían irremisiblemente si durante la retirada las tropas eran sorprendidas por las tormentas de nieve que solían producirse a principios de otoño. Hitler esgrimió el mismo argumento de un año antes, durante la disputa sobre el abandono de los yacimientos de manganeso del sur de Rusia:
—Si perdemos las minas de níquel del norte de Laponia, en unos meses quedará paralizada la producción de armamentos.
Este argumento no resistió mucho tiempo. Tres días después, el 5 de septiembre, cursé mi informe a Hitler y a Jodl a través de un mensajero. En él demostraba que no era sólo la pérdida de los yacimientos de níquel fineses, sino también el cese de los suministros de mineral de cromo de Turquía, lo que nos iba a hacer perder materialmente la guerra. Suponiendo que la producción de armamentos siguiera marchando a pleno rendimiento —lo cual, teniendo en cuenta los bombardeos, no era más que una hipótesis—, la última entrega de cromo a la industria tendría lugar el 1 de junio de 1945. «Habida cuenta del plazo de almacenaje y elaboración de la industria manufacturera, toda la producción que dependa del cromo, es decir, la producción total de armamentos, cesará irremediablemente el 1 de enero de 1946».
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