Albert Speer (18 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Poco después del almuerzo se formaba una comitiva que se dirigía a la casa de té. El camino era tan estrecho que sólo podíamos ir de dos en dos, por lo que aquello parecía una procesión. A la cabeza, y a cierta distancia, iban dos funcionarios del Servicio de Seguridad, Hitler los seguía con su interlocutor y tras ellos caminaba el resto de los comensales, seguidos a su vez por otros vigilantes. Los dos perros pastores de Hitler se dedicaban a retozar y no hacían ningún caso de las órdenes de su amo; eran los únicos que se oponían a él en toda la corte. Para enojo de Bormann, no había día en que Hitler no utilizara ese camino, por el que había que andar una media hora, despreciando los senderos asfaltados del bosque.

La casa de té había sido construida en uno de los miradores favoritos de Hitler, desde el que se podía ver todo el valle del Berchtesgaden. El séquito elogiaba el panorama utilizando una y otra vez las mismas expresiones. Hitler asentía con palabras siempre parecidas. La casa de té disponía de una habitación circular de unos ocho metros de diámetro, de proporciones agradables, provista de chimenea y de varias ventanas. La gente se reunía en cómodos sillones alrededor de una mesa redonda, y de nuevo se sentaban Eva Braun y otra de las señoras a cada lado de Hitler. Los comensales que no encontraban sitio se dirigían a un pequeño cuarto contiguo. Se servía té, café o chocolate, según las preferencias de cada cual, así como diversas clases de tartas, pasteles y bollos, y después alguna copa. Allí, en la mesa del café, Hitler gustaba de perderse en monólogos interminables sobre temas que los presentes ya solían conocer, por lo que se limitaban a simular atención. El mismo Hitler se dormía a veces durante sus monólogos; entonces los demás conversaban en voz baja, esperando que se despertara a tiempo para cenar. Todo quedaba en casa.

Al cabo de aproximadamente unas dos horas —es decir, hacia las seis—, la hora del té se daba por concluida. Entonces Hitler se ponía en pie y el cortejo de peregrinos se dirigía al lugar donde los esperaba una columna de automóviles, a unos veinte minutos de allí. De nuevo en el Berghof, Hitler solía dirigirse enseguida a las habitaciones del piso superior, y el séquito se disolvía. Bormann, seguido por los malignos comentarios de Eva Braun, desaparecía muchas veces en la habitación de una de las secretarias más jóvenes.

La cena tenía lugar dos horas más tarde, y en ella se observaba exactamente el mismo ritual que al mediodía. Hitler se dirigía después a la sala de estar, seguido una vez más por la misma compañía, siempre invariable.

La sala había sido decorada por el estudio de Troost con sobriedad, aunque los muebles eran de grandes dimensiones: un armario de más de tres metros de alto y cinco de ancho en el que se guardaban los documentos que declaraban a Hitler ciudadano honorario de uno u otro sitio y los discos; una gran vitrina de cristal de estilo clasicista; un enorme reloj de péndulo, rematado por un águila de bronce que parecía protegerlo. Ante el gran ventanal había una mesa de seis metros de largo en la que Hitler acostumbraba sentarse a firmar documentos y, más tarde, a estudiar los mapas de la situación militar. Había dos grupos de asientos tapizados de rojo: uno de ellos estaba dispuesto en torno a una chimenea, en una parte del aposento que quedaba separada del resto por tres escalones; el otro, cerca de la ventana, rodeaba una mesa redonda cubierta con un cristal que protegía el tablero de madera. La cabina de proyección, cuyos orificios quedaban ocultos por un gobelino, estaba detrás de este grupo de asientos; en la pared de enfrente había una enorme cómoda sobre la cual se erigía un gran busto de bronce de Richard Wagner, obra de Amo Breker, y otro gobelino, que aquí ocultaba la pantalla cinematográfica. Las paredes estaban cubiertas por grandes cuadros al óleo: una dama con el pecho descubierto atribuida a Bordone, discípulo de Tiziano; un desnudo en posición yacente que se suponía obra del propio Tiziano; la Nana de Feuerbach en una versión especialmente hermosa; un paisaje primitivo de Spitzweg; unas ruinas romanas pintadas por Pannini y, sorprendentemente, una especie de retablo del nazareno Eduard von Steinle que representaba al rey Enrique, el fundador de ciudades. Sin embargo, no se veía ningún Grützner. De vez en cuando Hitler dejaba caer que había pagado todos aquellos cuadros de su propio bolsillo.

Nos sentábamos en el sofá o en los sillones de uno de los grupos de asientos; entonces se levantaban los dos gobelinos y con las películas, que en los días de Berlín ocupaban la totalidad de la velada, comenzaba la segunda parte de la noche. Después nos reuníamos alrededor de la gigantesca chimenea. Seis u ocho personas, como si estuviéramos en fila, nos sentábamos en un largo, incómodo y profundo sofá, mientras que Hitler, flanqueado de nuevo por Eva Braun y alguna de las señoras, tomaba asiento en cómodos sillones. La inadecuada disposición de los muebles hacía que el grupo quedara tan extendido que era imposible mantener una conversación general. Cada cual se dirigía en voz baja a su vecino. Hitler hablaba de cosas intrascendentes con las dos mujeres que lo acompañaban o bien cuchicheaba con Eva Braun, a la que a veces cogía de la mano. Sin embargo, a menudo permanecía en silencio, con la mirada pensativa fija en el fuego de la chimenea; entonces los invitados enmudecían, para no estorbar sus importantes reflexiones.

A veces se comentaban las películas. Hitler solía juzgar las interpretaciones femeninas, mientras que Eva Braun opinaba sobre las masculinas. Nadie se tomaba el esfuerzo de elevar el nivel de aquella charla trivial para, por ejemplo, decir algo sobre las nuevas formas de expresión del director. Bien es verdad que las películas tampoco daban ocasión de hacerlo, pues eran sobre todo de entretenimiento, mientras que los experimentos cinematográficos de la época, como la película sobre Miguel Ángel de Curt Ortel, no se exhibieron nunca, al menos en mi presencia. A veces Bormann se dedicaba a menoscabar discretamente el prestigio de Goebbels, responsable de la producción cinematográfica alemana. Por ejemplo, hizo observaciones burlonas sobre el hecho de que hubiera puesto trabas a la película
El jarrón roto
, en la que el papel del cojo juez rural Adam que interpretaba Emil Jannings lo parodiaba. Hitler la vio con sarcástico placer y mandó que se repusiera en el mayor cine de Berlín. Sin embargo, y eso era típico de la falta de autoridad a menudo sorprendente de Hitler, durante mucho tiempo aquella orden no se cumplió, aunque Bormann no cejó en su empeño hasta que Hitler mostró su enojo e hizo ver claramente a Goebbels que sus órdenes debían ser obedecidas.

Hitler suprimió más tarde, durante la guerra, aquellas sesiones cinematográficas nocturnas, pues, según dijo, quería renunciar a su distracción favorita para «solidarizarse con los sacrificios de los soldados». En su lugar se pusieron discos. Sin embargo, y a pesar de la magnífica colección que poseía, el interés de Hitler siempre se inclinaba por la misma música. No le decía nada lo barroco ni lo clásico, la música de cámara ni las sinfonías. En su lugar, siguiendo un orden que pronto quedó firmemente establecido, gustaba de oír algunos fragmentos brillantes de las óperas de Wagner y, a continuación, operetas. Y nada más. Hitler cifraba su ambición en adivinar las cantantes y se alegraba cuando, como solía suceder, daba con el nombre correcto.

Para animar aquellas insípidas veladas nocturnas se escanciaba champaña, que tras la ocupación de Francia fue de una marca barata procedente del saqueo; las mejores se las quedaron Göring y sus oficiales de la Luftwaffe. A partir de la una de la madrugada siempre había alguien que, aun haciendo grandes esfuerzos por contenerse, no podía reprimir los bostezos. No obstante, la velada se prolongaba al menos otra hora, con toda su monótona y fatigosa vacuidad, hasta que, por fin, Eva Braun intercambiaba unas palabras con Adolf Hitler y se retiraba al piso de arriba. El propio Hitler no se ponía en pie para despedirse hasta un cuarto de hora después. Aquellas horas paralizantes solían ir seguidas de un rato de relajada reunión de quienes, como si se sintieran liberados, se quedaban todavía con el champaña y el coñac.

Regresábamos a casa a primeras horas de la madrugada, muertos de cansancio de tanto no hacer nada. Al cabo de algunos días me acometía lo que yo llamaba entonces el «mal de montaña»; es decir, me sentía agotado y vacío a causa de la continua pérdida de tiempo. Sólo podía ocuparme de los planos con mis colaboradores cuando alguna reunión interrumpía la ociosidad de Hitler. Como huésped permanente y habitante del Obersalzberg, no podía zafarme de las veladas nocturnas sin parecer descortés, por molesto que me resultara participar en ellas. El doctor Dietrich, jefe de Prensa del Reich, tuvo algunas veces el atrevimiento de asistir a las representaciones del Festival de Salzburgo, pero eso le valió el enojo de Hitler. Si uno no quería descuidar su trabajo, no le quedaba más remedio que huir a Berlín.

De vez en cuando venían conocidos de Hitler de los viejos círculos de Munich o de Berlín, como Schwarz, Goebbels o Hermann Esser. Sin embargo, eso ocurría en raras ocasiones y nunca se quedaban más de uno o dos días. Tampoco a Hess, que habría tenido toda clase de motivos para poner freno a la actividad de su lugarteniente Bormann, lo vi más de dos o tres veces. Incluso sus colaboradores más íntimos, a los que uno podía encontrar muy a menudo en la mesa del almuerzo de la Cancillería del Reich, evitaban el Obersalzberg. Aquello resultaba particularmente chocante, dado que Hitler acostumbraba alegrarse de sus visitas y solía rogarles que fueran a verlo con más frecuencia y que se quedaran más tiempo a descansar. Para ellos, que se habían convertido en el centro de sus propios círculos, suponía una gran incomodidad modificar sus costumbres cotidianas y supeditarse a la manera de ser de Hitler, que aun con todo su encanto actuaba con una prepotencia muy poco alentadora. En cambio, a los viejos camaradas de lucha, a los que ya eludía en Munich y que habrían aceptado encantados una invitación al Berghof, Hitler tampoco quería verlos allí.

A Eva Braun se le permitía estar presente durante las visitas de los antiguos colaboradores del Partido. No obstante, era desterrada cuando asistía a las comidas un ministro u algún otro dignatario del Reich. Incluso si los que venían eran Göring y su esposa, Eva Braun tenía que quedarse en su habitación. Era evidente que Hitler sólo la consideraba presentable hasta cierto punto. A veces yo le hacía compañía en su exilio, en una habitación junto al dormitorio de Hitler. En aquellos momentos se sentía tan intimidada que ni siquiera se atrevía a salir de la casa para dar un paseo:

—Me podría encontrar con los Göring en el pasillo.

De hecho, Hitler no la trataba con demasiada consideración. Decía lo que opinaba de las mujeres sin el menor reparo, aunque ella estuviera delante:

—Los hombres muy inteligentes deben elegir a una mujer primitiva y tonta. ¡Imagínense que mi esposa se entrometiera en mi trabajo! En mi tiempo libre quiero que me dejen tranquilo… No podría casarme nunca. ¡Y menudo problema si tuviera hijos! Aún tratarían de convertir a mi hijo en mi sucesor. ¡Sólo faltaría! Es imposible que alguien como yo tenga un hijo competente. Por lo general eso no pasa casi nunca. ¡Fíjense en el hijo de Goethe, un perfecto inútil…! Muchas mujeres están pendientes de mí porque sigo soltero, y eso me ayudó mucho durante los años difíciles; pero es lo que les pasa a los actores de cine: en cuanto se casan pierden para siempre ese algo que hace que las mujeres los adoren.

Hitler creía tener un gran atractivo erótico para las mujeres. Sin embargo, también en esto se mostraba lleno de recelos: acostumbraba decir que no sabía nunca si les gustaba en su calidad de «canciller del Reich» o porque era «Adolf Hitler»; además, como solía observar sin la menor galantería, de ningún modo quería tener cerca a una mujer inteligente. Desde luego, no pensaba en lo ofensivas que tenían que resultar sus palabras para las damas que lo oían hablar así. Con todo, Hitler también podía mostrarse como un buen «marido». Una vez, por ejemplo, Eva Braun estaba esquiando y se hacía tarde para el té, y Hitler, intranquilo, miraba nervioso el reloj, claramente preocupado por si le había ocurrido algo.

Eva Braun procedía de un ambiente humilde: su padre era maestro de escuela. No llegué a conocer a sus parientes; no aparecieron nunca y vivieron modestamente hasta el final. También Eva Braun siguió llevando una vida sencilla; vestía de forma discreta y llevaba joyas baratas
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que Hitler le regalaba por Navidad o por su cumpleaños: por lo general eran pequeñas piedras semipreciosas, que en el mejor de los casos valdrían algunos cientos de marcos y que, en realidad, resultaban de una pobreza ofensiva. Bormann era el encargado de presentarle un surtido de regalos y, según me pareció, Hitler elegía alhajas de gusto pequeñoburgués.

Eva Braun no sentía ningún interés por la política y casi nunca intentó influir en Hitler. Sin embargo, estaba dotada de un sano sentido práctico y hacía alguna que otra observación sobre pequeños inconvenientes de la vida muniquesa. Bormann no veía esto con buenos ojos, puesto que en tales casos se le pedían siempre todo tipo de explicaciones. Era buena deportista y una esquiadora de gran resistencia, y hacíamos frecuentes excursiones con ella más allá del recinto cercado. Una vez Hitler llegó a concederle ocho días de vacaciones; desde luego, en una época en que de todos modos él no iba a estar en la montaña. Estuvo con nosotros en Zürs, donde, sin que nadie la reconociera, bailó apasionadamente con jóvenes oficiales hasta altas horas de la madrugada. A pesar de ello, se hallaba muy lejos de ser una moderna Madame Pompadour; para el historiador, esta mujer sólo resulta interesante para conocer el carácter de Hitler.

Movido por una cierta compasión por la situación de Eva Braun, pronto comencé a sentir simpatía por aquella infeliz que tanto quería a Hitler. Además, también nos unía nuestra común aversión hacia Bormann, debida a su forma tosca y arrogante de violentar la naturaleza y engañar a su mujer. Cuando en los procesos de Nuremberg me enteré de que Hitler había contraído matrimonio con Eva Braun un día y medio antes de morir, me alegré por ella, aunque probablemente también ese acto reflejara el cinismo con que Hitler la trató.

Muchas veces me he preguntado si Hitler sentía por los niños algo parecido al cariño. Al menos intentaba aparentarlo cuando los tenía cerca, tanto si los conocía como si no; incluso procuraba, aunque sin resultar convincente, ocuparse de ellos de una forma entre amistosa y paternal. Nunca encontró el modo de tratar con los niños sin reservas; después de algunas palabras elogiosas, pronto centraba su atención en otra cosa. Juzgaba a los niños como descendencia, como representantes de la generación futura, y por ello lo complacía más su aspecto exterior (rubio, de ojos azules), su complexión (fuerte, sana) o su inteligencia (viva, despierta) que su naturaleza infantil. Su personalidad no ejerció en mis propios hijos influencia alguna.

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