A medida que trabajábamos en él, el primitivo proyecto de Hitler de una grandiosa avenida había ido generando un nuevo concepto de urbanismo. Comparada con aquella amplia reordenación, la idea inicial resultaba insignificante. Al menos en lo que se refiere a los planes urbanísticos, yo había superado con creces las ideas de grandeza de Hitler, y eso era algo que debió de ocurrirle muy pocas veces en su vida. Aceptaba sin vacilar todas las ampliaciones y me dejaba las manos libres, pero no era capaz de entusiasmarse por esta parte de la planificación. Es verdad que lo examinaba todo, aunque muy por encima, y al cabo de unos minutos preguntaba, aburrido:
—¿Dónde tiene usted los nuevos planos de la gran avenida?
Con ello seguía refiriéndose a la parte central de la magnífica avenida que había exigido inicialmente. Después disfrutaba hablando de los Ministerios, de los edificios administrativos de las grandes firmas alemanas, de un nuevo teatro de ópera, de hoteles de lujo y de grandes centros recreativos, y yo disfrutaba con él. Sin embargo, para mí la planificación general estaba al mismo nivel que los edificios representativos; para Hitler, no. Su pasión por las construcciones eternas lo llevaba a desinteresarse por completo de las infraestructuras viarias y de las zonas residenciales y verdes: la dimensión social le era indiferente.
Hess, por el contrario, únicamente se interesaba por la construcción de viviendas y apenas prestaba atención a la parte representativa de nuestra planificación. Al final de una de sus visitas me manifestó sus reservas a ese respecto. Le prometí que por cada ladrillo que pusiera para la construcción de los edificios representativos pondría otro para las viviendas. Cuando Hitler se enteró, se mostró desagradablemente sorprendido y habló de la urgencia de lo que él pretendía; sin embargo, no anuló nuestro acuerdo.
• • •
Al contrario de lo que se suele suponer, yo no era el arquitecto en jefe de Hitler, a quien debieran subordinarse todos los demás. A los arquitectos encargados de la reforma de Munich y Linz se les otorgaron poderes semejantes a los míos. Con el tiempo, Hitler fue empleando a un número cada vez mayor de arquitectos, a los que encargaba cometidos especiales; antes de la guerra debieron de ser diez o doce.
Durante nuestras deliberaciones se ponía de manifiesto la capacidad de Hitler para comprender rápidamente un proyecto y hacerse una idea espacial a partir de la planta y los alzados. A pesar de todos los asuntos de Estado, y aunque muchas veces se ocupaba de más de diez grandes obras en distintas ciudades, se familiarizaba enseguida con los planos y lograba recordar los cambios que había exigido; los que contaban con que Hitler habría olvidado alguna sugerencia o petición se llevaban un desengaño.
Por lo general, en las entrevistas se mostraba reservado y discreto. Cuando proponía alguna modificación, lo hacía siempre con gran amabilidad y sin ningún matiz hiriente: nunca recurría al tono autoritario que empleaba con sus colaboradores políticos. Convencido de la responsabilidad de los arquitectos respecto a su obra, procuraba que fuera el arquitecto y no el jefe regional o nacional que lo acompañaba quien tomara la palabra. No quería que ninguna autoridad incompetente se entrometiera en las explicaciones. Cuando se oponía a alguna idea de Hitler otra distinta, no insistía en absoluto en que prevaleciera su voluntad:
—Sí, tiene usted razón, así está mejor.
Así, también yo tuve la sensación de ser el responsable de todo lo que diseñaba bajo las órdenes de Hitler. A menudo teníamos diferencias de opinión, pero no puedo recordar ningún caso en que a mí, como arquitecto, me obligara a aceptar su criterio. A esta relación relativamente igualitaria entre arquitecto y constructor se debe que más adelante, siendo ministro de Armamentos, actuara con mayor independencia que la mayoría de ministros y mariscales.
Hitler sólo reaccionaba con terquedad y sin compasión cuando percibía una oposición muda y fundamental. Así, el profesor Bonatz, maestro de toda una generación de arquitectos, no volvió a recibir ningún encargo después de criticar las obras de Troost en la Königsplatz de Munich. Ni siquiera Todt se atrevió a sugerir que Bonatz construyera algunos puentes en la autopista. Sólo cuando pedí a la señora Troost, la viuda del respetado profesor, que intercediera por él, Bonatz recuperó la gracia de Hitler.
—¿Por qué no va a construir puentes? —dijo aquella dama—. Al fin y al cabo, para las construcciones técnicas es muy bueno.
Sus palabras tuvieron peso suficiente y Bonatz construyó puentes en la autopista.
Hitler aseguraba una y otra vez:
—¡Cuánto me habría gustado ser arquitecto! —Pero entonces yo no tendría contratista —le respondía a veces.
—¡Bah! Usted se habría impuesto siempre —replicaba.
A veces me pregunto si Hitler no habría interrumpido su carrera política en el caso de haber encontrado a un contratista acaudalado a principios de los años veinte. Sin embargo, creo que en el fondo su conciencia de tener una misión política y su pasión por la arquitectura eran inseparables. Esto lo demuestran precisamente los dos bocetos que dibujó hacia 1925 el político casi fracasado que era entonces, a los treinta y seis años de edad, y que conservó con la intención, al parecer absurda, de coronar algún día sus éxitos como estadista con arcos de triunfo y grandes cúpulas.
El Comité Olímpico Alemán se encontró en una situación desagradable cuando Hitler hizo que el secretario de Estado del Ministerio del Interior, Pfundtner, le mostrara los primeros planos del nuevo estadio. Otto March, el arquitecto, había proyectado una construcción de hormigón armado y cristal, parecida al estadio de Viena. Después de la visita, Hitler regresó colérico y excitado a su domicilio, donde me había citado para examinar algunos planos. Sin más preámbulos, hizo comunicar al secretario de Estado que había que cancelar los Juegos Olímpicos. Después de todo, no podían celebrarse sin su presencia, pues el jefe del Estado tenía que inaugurarlos, pero él no iba a pisar jamás semejante caja moderna de cristal. Durante la noche hice un diseño para revestir la estructura con piedra natural y suprimir el acristalamiento, y Hitler quedó satisfecho. El se ocupó de financiar el gasto suplementario, el profesor March aprobó la reforma, y la celebración de los Juegos Olímpicos de Berlín quedó a salvo. Con todo, no me quedó muy claro si habría llegado a cumplir su amenaza o si esta era sólo la expresión de aquélla terquedad con la que solía imponer su voluntad.
Hitler también rechazó bruscamente participar en la Exposición Universal de París de 1937, a pesar de que la invitación ya había sido aceptada y ya estaba decidido el lugar en que se construiría el pabellón alemán, porque no le agradó ninguno de los anteproyectos. En vista de ello, el Ministerio de Economía me pidió que realizara uno. El pabellón alemán y el soviético debían levantarse uno frente al otro, lo que constituía una agudeza intencionada de la dirección francesa de la exposición. Casualmente, durante una visita por París me extravié y fui a entrar en el sitio donde estaba expuesto el proyecto del pabellón soviético, que se mantenía en secreto: sobre un podio de gran altura, un grupo de figuras de diez metros de alto parecía encaminarse triunfalmente hacia el pabellón alemán. En consecuencia, diseñé una masa cúbica, estructurada en pesados pilares, que parecía hacer frente al asalto, mientras que desde la cornisa de la torre un águila con la esvástica entre las garras miraba con desprecio al grupo ruso. Aquella construcción me procuró una medalla de oro, al igual que a mi colega soviético.
Durante la comida inaugural de nuestro pabellón me encontré con el embajador francés en Berlín, André François-Poncet. Me propuso que mostrara mis trabajos en París y que a cambio se realizara en Berlín una exposición dedicada a la moderna pintura francesa. La arquitectura francesa se había quedado rezagada, me dijo, «pero en pintura ustedes aún pueden aprender de nosotros». En la primera ocasión que tuve, informé a Hitler de aquella propuesta, que me ofrecía la posibilidad de darme a conocer internacionalmente. Hitler guardó silencio ante lo que para él era una observación desagradable, lo cual en principio no implicaba rechazo ni asentimiento, pero excluía la posibilidad de volver a hablarle jamás del asunto.
Durante los días que permanecí en París vi el Palais de Chaillot y el Palais des Musées d'Art Moderne, así como el Musée des Travaux Publiques, todavía en construcción, que había sido diseñado por el célebre vanguardista Auguste Perret. Me dejó perplejo que también Francia tendiera hacia el neoclasicismo en sus construcciones representativas. Posteriormente se ha afirmado con frecuencia que este es el estilo característico de la construcción oficial de los Estados totalitarios, pero eso no es verdad en absoluto. Es, más bien, una característica de la época, que marcó tanto las ciudades de Washington, Londres o París como las de Roma, Moscú o nuestros proyectos para Berlín.
{27}
Tras procurarnos algunas divisas francesas, mi esposa y yo viajamos por Francia en automóvil en compañía de algunos amigos. Avanzábamos despacio en dirección sur, visitando palacios y catedrales, y llegamos a la enorme fortificación de Carcasona, que nos hizo sentir románticos, a pesar de que sólo se trataba de una de las instalaciones bélicas más funcionales de la Edad Media, el equivalente de la época a los refugios atómicos actuales. En el hotel del castillo descubrimos un vino tinto francés añejo y nos propusimos disfrutar unos días más de la paz de la región, pero esa misma noche me llamaron por teléfono. En aquel apartado rincón, y teniendo en cuenta que nadie conocía nuestra ruta, me había sentido a resguardo de las llamadas de los asistentes de Hitler.
Sin embargo, la policía francesa, por razones de seguridad y control, había seguido nuestro itinerario. En cualquier caso, enseguida pudo responder a la consulta que se le hacía desde el Obersalzberg y comunicó dónde nos encontrábamos. El asistente Brückner estaba al aparato:
—Mañana al mediodía tiene que ir a ver al
Führer
.
A mi objeción de que sólo para el viaje de regreso ya necesitaba dos días y medio, contestó:
—Mañana por la tarde se celebrará aquí una conferencia, y el
Führer
exige que esté usted presente.
Insinué una vez más una débil protesta.
—Un momento… El
Führer
sabe dónde se encuentra usted, pero aun así tiene que estar aquí mañana.
Me sentí desgraciado, enojado y perplejo. Hablé por teléfono con el piloto de Hitler, quien me hizo saber que su avión especial no podía aterrizar en Francia, aunque me dijo que se ocuparía de reservarme una plaza en un avión de carga alemán que, procedente de África, haría escala en Marsella a las seis de la mañana; el avión especial de Hitler me llevaría desde Stuttgart al aeropuerto de Ainring, cerca de Berchtesgaden.
Aquella misma noche nos pusimos en camino hacia Marsella, vimos durante algunos minutos, a la luz de la luna, las construcciones romanas de Arles, que habían sido el verdadero objeto de nuestro viaje, y a las dos de la madrugada llegamos a un hotel de Marsella. Tres horas después nos dirigimos al aeropuerto, y por la tarde, tal como me habían ordenado, me presenté ante Hitler en el Obersalzberg.
—No sabe cuánto lo siento, señor Speer, pero he aplazado la conferencia. Quería saber su opinión sobre la construcción de un puente colgante cerca de Hamburgo.
El doctor Todt se disponía a presentarle aquel mismo día el proyecto de un puente gigantesco, cuyas dimensiones superarían las del Golden Gate de San Francisco. Pero como no estaba previsto que la obra se iniciara hasta los años cuarenta, Hitler bien me habría podido conceder una semana más de vacaciones.
En otra ocasión había huido con mi esposa a Zugspitze y me vi alcanzado por la habitual llamada telefónica del asistente:
—Tiene que venir a ver al
Führer
. Comida en el Osteria mañana al mediodía.
Y cortó de manera tajante todas mis objeciones:
—No, es urgente.
En el Osteria, Hitler me saludó con estas palabras:
—Qué bien que venga usted a comer. ¿Cómo, lo han mandado a buscar? Si lo único que hice ayer fue preguntar: «Por cierto, ¿dónde está Speer?». Pero le está bien empleado, ¿sabe usted? ¿Por qué tiene que andar esquiando?
Von Neurath demostró tener más agallas. Una vez que, a altas horas de la noche, Hitler dijo a su asistente: «Quiero hablar con el ministro de Asuntos Exteriores», tras la conversación telefónica obtuvo la siguiente respuesta:
—El ministro de Asuntos Exteriores ya se ha retirado a descansar.
—Si yo quiero hablar con él, que lo despierten.
Nueva llamada, y el asistente regresó compungido:
—El señor ministro de Asuntos Exteriores me encarga que le diga que estará a su disposición mañana temprano, pero que ahora se encuentra cansado y desea dormir.
Es verdad que frente a semejante firmeza Hitler optaba por ceder, pero en tales casos no sólo estaba de mal humor durante el resto de la noche, sino que nunca olvidaba esos arranques de independencia y se vengaba a la primera ocasión.
OBERSALZBERG
Todo aquel que dispone de poder, tanto si dirige una empresa como un Gobierno —o una dictadura—, se encuentra ante un conflicto permanente. El deseo de obtener sus favores puede hacer que los que están a sus órdenes se degraden para conseguirlos. Sin embargo, los que lo rodean no corren sólo el riesgo de corromperse hasta convertirse en cortesanos, sino se hallan también expuestos a la tentación de degradar a su vez al poderoso mostrándole de forma manifiesta su sumisión.
La valía del poderoso se refleja entonces en su forma de reaccionar ante esta permanente influencia. Puedo dar fe de la conducta de una serie de industriales y militares que supieron librarse de la tentación que aquella supone. Cuando se ha ejercido el poder durante generaciones, no es raro encontrar incluso una cierta incorruptibilidad hereditaria. En el entorno de Hitler sólo unos pocos, como Fritz Todt, lograron resistirse a las tentaciones cortesanas. El propio Hitler, en cambio, no ofrecía ninguna resistencia apreciable ante ellas.
Sobre todo a partir de 1937, las limitaciones que comportaba su modo de ejercer el mando llevaron a Hitler a un aislamiento cada vez mayor. A esto había que añadir su incapacidad para establecer contactos personales. En aquella época, en su círculo íntimo comentábamos a veces cierta transformación que cada día se hacía más patente. Heinrich Hofmann acababa de reeditar su libro
El Hitler que nadie conoc
e, ha antigua edición había sido retirada de la venta a causa de una fotografía en la que se veía a Hitler en actitud amistosa con Röhm, al que había hecho asesinar. Hitler eligió personalmente las fotografías de la nueva edición, que mostraban a un hombre corriente, jovial y nada afectado. Se lo veía en pantalones cortos de cuero, en la barca de remos, tumbado en un prado, haciendo excursiones, rodeado de jóvenes entusiastas o en el estudio de algún artista. Siempre aparecía relajado, complaciente y accesible. El libro, que se convirtió en el mayor éxito de Hofmann, estaba ya superado cuando apareció, pues aquel Hitler al que también yo conocí a principios de los años treinta se había convertido en un déspota distante y solitario incluso para su entorno más cercano.