—No hay nada que hacer con esta ciudad. A partir de ahora, será usted quien se ocupe de ella. Llévese este dibujo. Cuando tenga algo terminado, enséñemelo. Ya sabe que para estas cosas siempre tengo tiempo.
Hitler me explicó que la idea de una vía de gran amplitud se le había ocurrido en los años veinte, después de estudiar unos planos de Berlín que le parecieron poco satisfactorios.
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Ya entonces había adoptado la resolución de trasladar las estaciones de Anhalt y Potsdam al sur del aeródromo de Tempelhof; eso liberaría la zona que las amplias instalaciones viarias ocupaban en el centro de la ciudad y, con unos pocos derribos y partiendo de la Siegesallee, daría lugar a una magnífica vía de cinco kilómetros de longitud, flanqueada por edificios representativos.
Todas las escalas constructivas de Berlín iban a ser inmensamente superadas por dos edificaciones que Hitler pretendía levantar en la nueva calle monumental. En el extremo norte, cerca del Reichstag, preveía una gigantesca sala de reuniones, coronada por una cúpula de 250 metros de diámetro, en la que habría cabido varias veces la basílica romana de San Pedro. En el interior, la superficie abovedada libre sería de unos 38.000 m
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, que darían cabida a más de 150.000 personas de pie.
Durante las primeras conversaciones que tuvimos al respecto, cuando nuestras reflexiones urbanísticas estaban todavía en sus comienzos, Hitler creyó tener que explicarme que las dimensiones de aquel tipo de salas tenían que decidirse de acuerdo con las ideas de la Edad Media. Me dijo, por ejemplo, que la catedral de Ulm tenía una superficie de 2.500 m
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, a pesar de que cuando se comenzó a edificar, en el siglo XIV, Ulm sólo tenía 15.000 habitantes, incluidos niños y ancianos.
—Así pues, nunca pudieron llenar el sitio. En comparación, una sala en la que quepan 150.000 personas resulta incluso pequeña para una ciudad como Berlín, que cuenta con varios millones de habitantes.
A cierta distancia de la estación del sur, Hitler, como polo opuesto a esta sala, pretendía erigir un arco de triunfo cuya altura había fijado en 120 metros.
—Será un digno monumento a nuestros muertos en la Gran Guerra. Grabaremos en granito el nombre de cada uno de nuestros 1.800.000 caídos. El mísero monumento que ha levantado la República en Berlín es una vergüenza. ¡Menuda deshonra para una gran nación!
Entonces me entregó dos bocetos que había dibujado en unas tarjetas.
—Son de hace diez años. Los conservo porque siempre he estado seguro de llegar a construirlos algún día. Y eso es lo que haremos ahora.
La comparación con el tamaño de las personas dibujadas demostraba, me explicó Hitler, que ya entonces había previsto una cúpula con un diámetro de más de doscientos metros y un arco de triunfo con una altura de más de cien. Lo más asombroso de todo no eran aquellas enormes dimensiones, sino la obsesión que lo había llevado a planear aquellas monumentales construcciones cuando aún no podía tener ninguna esperanza de que pudieran hacerse realidad. Y actualmente me parece más bien intranquilizador que en plena época de paz, mientras hablaba de su voluntad de entendimiento, comenzara a hacer realidad esos proyectos, que reflejaban claramente sus aspiraciones belicistas de dominio hegemónico.
—Berlín es una gran ciudad, pero no una ciudad cosmopolita. ¡Mire usted París, la ciudad más hermosa del mundo, o la misma Viena! ¡Son verdaderas ciudades! Sin embargo, Berlín no es más que un desordenado montón de edificaciones. Tenemos que superar a París y a Viena —opinaba en las numerosas conversaciones que comenzaron entonces, que generalmente tenían lugar en la Cancillería del Reich. Antes de empezarlas, los demás tenían que alejarse.
Hitler había estudiado con detenimiento los planos de Viena y París años atrás, y durante nuestras discusiones acudían a su memoria toda clase de detalles. Admiraba de Viena la creación urbanística que había supuesto la Ringstrasse, con sus grandes edificaciones, el Ayuntamiento, el Parlamento, la Sala de Conciertos o el Palacio Imperial y los museos. Hitler era capaz de reproducir a escala esa parte de la ciudad y había aprendido que los grandes edificios representativos, al igual que los monumentos, debían proyectarse de modo que todos sus lados fueran visibles. Admiraba aquella clase de construcciones, aunque no respondieran exactamente a su gusto, como ocurría, por ejemplo, con el Ayuntamiento neogótico:
—Aquí Viena queda dignamente representada. En cambio, mire usted el Ayuntamiento de Berlín. Tendremos uno más bonito que Viena, puede usted estar seguro de ello.
Aún lo impresionaban más las grandes avenidas y los nuevos bulevares que Georges E. Haussmann construyó en París entre 1853 y 1870, que habían costado 2.500 millones de francos oro. Tenía a Haussmann por uno de los grandes urbanistas de la historia, pero esperaba que yo lo superaría. Los largos años de lucha de Haussmann hacían temer a Hitler que también sus proyectos para Berlín tropezarían con resistencias. Sólo con su autoridad, decía, conseguiría imponerse.
No obstante, al principio empleó una argucia para ganarse a la reticente administración municipal, que consideraba que los planes de Hitler, una vez quedó claro que el Ayuntamiento tendría que correr con los considerables gastos que suponía la apertura y construcción de las calles, instalaciones públicas y vías rápidas, eran un obsequio funesto.
—Vamos a dedicarnos un tiempo a hacer proyectos para construir una nueva capital a orillas del Müritzsee, en Mecklemburgo. Ya verá cómo se despiertan los berlineses, en cuanto olfateen el peligro de que el Gobierno del Reich se traslade a otro lugar —opinaba Hitler.
En efecto, bastaron algunas insinuaciones de este tipo para que los ediles de la ciudad se mostraran dispuestos a correr con los gastos de la planificación urbanística. Con todo, durante algunos meses Hitler se sintió atraído por la idea de construir un «Washington» alemán, e imaginaba el modo de construir una «ciudad ideal» a partir de la nada. Pero al final lo rechazó:
—Las capitales edificadas artificialmente siempre han estado muertas. Piense usted en Washington o en Canberra. Tampoco hay vida en Karlsruhe, pues los anquilosados funcionarios viven allí encerrados en su propio círculo.
En relación con este episodio, aún hoy no sabría decir si Hitler estaba representando una comedia ante mí o si alguna vez pensó en serio en aquel proyecto.
El punto de partida de sus ideas urbanísticas para Berlín eran los dos kilómetros de largo de los Campos Elíseos parisinos y su Are de Triomphe, de cincuenta metros de altura, construido por Napoleón I en 1805. De aquí procedía también su modelo del «Gran Arco», así como su opinión respecto a la anchura de la calle:
—Los Campos Elíseos tienen cien metros de ancho. Desde luego, nuestra calle será veinte metros mayor. Cuando el Gran Elector de Brandenburgo, un hombre de grandes miras, construyó en el siglo XVIII la avenida Unter der Linden, de sesenta metros de anchura, podía imaginar tan poco el tráfico actual como Haussmann cuando proyectó los Campos Elíseos.
Para poner en práctica sus proyectos, Hitler, a través del subsecretario Lammers, promulgó un decreto por el que se me concedían amplios poderes y se me ponía directamente bajo sus órdenes. El ministro del Interior, el alcalde de Berlín y el jefe regional Goebbels no tendrían ninguna autoridad sobre mí. Hitler me dispensó de la obligación de informar de mis proyectos a la ciudad y al Partido.
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Cuando le manifesté mi deseo de que se me permitiera realizar también este proyecto en calidad de arquitecto independiente, se mostró de acuerdo enseguida. El subsecretario Lammers dio con una figura legal que tenía en cuenta la aversión de Hitler hacia el funcionariado. Mi departamento no adquirió carácter oficial, sino que fue considerado un gran instituto de investigación independiente.
Hitler me confió oficialmente «el mayor encargo» el 30 de enero de 1937. Pasó mucho tiempo buscando una denominación altisonante que inspirara respeto, hasta que Funk encontró la solución, «Inspector General de Edificación de la Capital del Reich». Al entregarme el acta de nombramiento se mostró casi tímido, lo que resulta muy revelador respecto a su actitud hacia mí. Me la puso en la mano después del almuerzo y me dijo:
—Que le vaya bien.
Interpretando generosamente mi contrato, a partir de aquel momento me correspondía el rango de un Secretario de Estado del Gobierno del Reich. Así pues, a los treinta y dos años de edad ocupé junto al doctor Todt la tercera fila de los escaños gubernamentales, podía sentarme en el extremo de la mesa durante los banquetes oficiales y recibía automáticamente de cada visitante oficial extranjero una bonita condecoración acorde a mi categoría. Tenía asignado un sueldo de mil quinientos marcos mensuales, lo que era una suma insignificante en comparación con los honorarios que recibía como arquitecto.
En febrero de aquel mismo año, Hitler ordenó sin ambages al ministro de Educación que cediera a mi departamento —abreviado con las siglas GBI, correspondientes a la primera parte de mi título,
Generalbauinspektor
— el venerable edificio de la Academia de Bellas Artes, sito en la Pariser Platz, al que podía acceder sin ser visto pasando por los jardines ministeriales. No tardó en frecuentar ese camino.
La idea urbanizadora de Hitler tenía una desventaja considerable: no la había pensado hasta el final. Estaba empeñado en su proyecto de unos «Campos Elíseos berlineses» que tuvieran dos veces y media la longitud del original parisino y no tenía en absoluto en cuenta la estructura de una ciudad de cuatro millones de habitantes. Para un urbanista, una calle de tal naturaleza sólo tendría sentido como núcleo de una nueva ordenación. Para Hitler, en cambio, era un elemento de esplendor decorativo y constituía un fin en sí mismo. Tampoco solucionaba el problema de los ferrocarriles berlineses. La gigantesca cuña que formaba el trazado de las vías, que dividía la ciudad en dos, tan solo se desplazaría algunos kilómetros al sur.
El doctor Leibbrand, director general del Ministerio de Transportes y proyectista en jefe de la red ferroviaria del Reich, vio en los planes de Hitler la posibilidad de llevar a cabo una gran reforma de toda la red viaria de la capital. Y juntos encontramos una solución que quizá fuera la ideal: debían añadirse dos vías a la línea de circunvalación de Berlín, para que pudiera incorporar el tráfico de largo recorrido. De ese modo, habría dos estaciones centrales, una en el norte y otra en el sur, lo que permitiría prescindir de las numerosas terminales berlinesas (las de Lehrt, Anhalt y Potsdam). Se calculó que el coste de las nuevas instalaciones ferroviarias sería de entre mil y dos mil millones de marcos.
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El nuevo trazado nos permitía continuar la nueva calle hacia el sur, a través de la antigua instalación ferroviaria, y obtener, a sólo cinco kilómetros del corazón de la ciudad, una gran superficie libre en la que podríamos construir una zona residencial para 400.000 personas.
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Hacia el norte, la eliminación de la estación de Lehrt también hacía posible prolongar el recorrido de la calle y urbanizar nuevos terrenos. Sin embargo, ni Hitler ni yo queríamos renunciar a la Gran Sala que debía rematar la magnífica avenida; la gigantesca plaza que habría ante ella permanecería cerrada al tráfico. El aspecto representativo dominó sobre las necesidades del tráfico norte-sur, cuya fluidez quedó así notablemente afectada.
Resultaba natural que la Heerstrasse, que tenía sesenta metros de anchura y se dirigía al Oeste, se alargara en dirección Este. El proyecto fue parcialmente realizado después de 1945, cuando se prolongó la antigua Frankfurter Allee. Al igual que el eje norte-sur, habría de llegar hasta su terminación natural, la autopista de circunvalación, con objeto de abrir nuevos terrenos urbanizables también al este de Berlín; de esta forma podríamos duplicar el número de habitantes de la ciudad a pesar del simultáneo saneamiento del casco antiguo.
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Ambos ejes estarían rodeados de elevados edificios comerciales y de oficinas, que se escalonarían hacia ambos lados en estructuras cada vez más bajas, hasta pasar finalmente a una zona de casas particulares rodeada de espacios verdes. Con este sistema esperaba evitar el estrangulamiento del centro de la ciudad por las tradicionales zonas urbanizadas, que lo cercan en forma de anillo. Este sistema, resultado forzoso de mi estructura axial, llevaba radialmente las zonas verdes casi hasta el mismo centro de la ciudad.
Al otro lado de la autopista, en los cuatro extremos de la cruz formada por los nuevos ejes, se reservaron terrenos para construir sendos aeropuertos comerciales. Además, estaba previsto emplear el lago Rangsdorfer como superficie de amaraje para hidroaviones, pues, según se creía entonces, estos prometían cubrir un radio de acción cada vez mayor. El aeródromo de Tempelhof, ubicado muy cerca del centro del nuevo plan urbanístico, sería clausurado y transformado en un parque de atracciones que seguiría el modelo del Tívoli de Copenhague. Pensábamos que en un futuro más lejano la cruz axial sería completada por cinco anillos de circunvalación y diecisiete calles radiales, de sesenta metros de ancho cada una; sin embargo, al principio nos limitamos a establecer nuevas alineaciones. Para enlazar la cruz axial y una parte de los anillos, proyectamos vías subterráneas rápidas que aliviarían el tráfico callejero. Al Oeste, limitando con el estadio olímpico, se levantaría un nuevo distrito universitario, pues la mayoría de las instalaciones de la antigua Universidad Friedrich-Wilhelm, situada en Unter den Linden, eran demasiado viejos y se encontraban en un estado lamentable. Al norte se extendería, a continuación, un nuevo distrito médico, provisto de hospitales, laboratorios y academias. También las orillas del río Spree entre la isla de los museos y el Reichstag, una zona muy descuidada de la ciudad, llena de depósitos de chatarra y pequeñas fábricas, habrían de ser reorganizadas para acoger las ampliaciones y los anexos de los museos de Berlín.
Al otro lado del anillo que formaba la autopista se había previsto habilitar unas zonas recreativas que ya estaban siendo reforestadas por un funcionario designado para este fin, quien estaba transformando los característicos pinares de Brandenburgo en bosques frondosos. Siguiendo el ejemplo del Bois de Boulogne, también el Grunewald habría de disponer de senderos, lugares de recreo, restaurantes e instalaciones deportivas para los millones de habitantes de la capital del Reich. Hice plantar allí decenas de miles de árboles frondosos, para recuperar el viejo bosque mixto que había talado Federico el Grande para financiar las guerras de Silesia. Lo único que ha quedado del gigantesco plan de reorganización de Berlín son estos árboles.