Read Amadís de Gaula Online

Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (84 page)

BOOK: Amadís de Gaula
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Cuando Melicia esto oyó, estremeciósele el corazón, que bien sabía que por ella fue acabada aquella aventura y respondióle como aquélla que muy mesurada era, y dijo:

—Señor, yo haré en ello lo mejor que pudiere y Dios haga su querer. Esto haré porque lo mandáis y que mucho os ama.

Estando así la reina con sus hijos como oís, llegó el rey Perión y el rey Cildadán, y como lo vieron, Amadís y Galaor fueron a él hincando los hinojos. Cada uno le besó la una mano, y él los besó viniéndole las lágrimas a los ojos de placer que en sí había. El rey Cildadán les dijo:

—Buenos amigos, acuérdeseos de don Bruneo.

Entonces, habiendo ya el rey Cildadán hablado a la reina y a su hija, fueron todos juntos a don Bruneo que lo traían de la galera caballeros en sus brazos por mandado del rey Perión, y pusiéronlo en un lecho asaz rico, en una cámara del aposentamiento de la reina que salía una finiestra de ella a una huerta de muchas rosas y flores. Allí fue la reina y su hija a lo ver, mostrando la reina mucho sentimiento de su mal, y él teniéndoselo en gran merced, y desde que allí una pieza estuvo, díjole:

—Don Bruneo, yo os veré lo que más pudiera, y cuando otra cosa me impidiere será con vos Melicia, vuestra amiga, que os curará de la herida.

Y él besó las manos por ello y la reina se fue, y Melicia y las doncellas que la guardaban quedaron allí y ella se sentó delante de la cama donde él podía muy bien ver el su hermoso rostro, que tan ledo le hacía que si así lo pudiese tener no desearía ser sano, porque aquella vista le curaba y sanaba otra llaga más cruel y peligrosa para su vida. Ella le desató la herida y viola grande, más en estar abierta de ambas partes tuvo esperanza de lo presto sanar, y díjole:

—Don Bruneo, yo os cuido sanar de esta llaga, mas es menester que se no salgáis de mandado por ninguna guisa que de ello os podría recrecer gran peligro.

—Señora —dijo don Bruneo—, nunca Dios quiera que demandado os salga, que cierto soy que si lo hiciese que ninguno me podría poner consejo.

Esta palabra entendió ella a la fin, que dio mejor que ninguna de las doncellas que ahí estaban. Entonces le puso un tal ungüento en la pierna y en la herida que le quitó todo lo más de la hinchazón y dolor que tenía, y dióle de comer con aquéllas sus muy hermosas manos, y díjole:

—Asosegad ahora, que cuando tiempo fuere yo os veré.

Y saliendo de la cámara encontró con Lasindo, escudero de don Bruneo, que sabía su hacienda de cómo se amaban, y díjole Melicia:

—Lasindo, vos sois aquí más conocido; demandad lo que a vuestro señor cumpliré.

—Señora —dijo él— plega a Dios de le llegar a tiempo que os sirva esta merced que le hacéis.

Y llegándose más a ella sin que lo oyesen, le dijo:

—Señora, quien ha gana de guarecer alguno, hale de acorrer a la llaga más peligrosa, do más cuita le viene. Por Dios, señora, habed de él merced, pues que tanto menester la tiene, no del mal que padece de la herida, mas de aquel que por vos con tanta crudeza sufre y sostiene.

Cuando esto le oyó Melicia, díjole:

—Amigo, a esto que veo pondré yo remedio si puedo, que de lo otro no sé ninguna cosa.

—Señora —dijo él—, conocido es a vos que las mortales cuitas y dolores que por vos pasa, tuvieron tanta fuerza de le poner ante las imágenes de Apolidón y Grimanesa.

—Lasindo —dijo ella—, muchas veces acaece sanar las personas de tales dolencias como ésta que dices que tu señor ha tenido con la dilación del tiempo, sin que otro remedio se les ponga, y así puede haber acaecido a tu señor, y por eso no es menester demandar remedio para él a quien no se le puede dar.

Y dejándole se fue a su madre y comoquiera que esta respuesta se le dijo por Lasindo a don Bruneo, no fue turbado, que creído tenía él tener ella lo contrario de aquello, antes muchas veces bendecía a la giganta Andandona porque le había servido, pues que con ella gozaba de aquel placer que sin él todo lo ál del mundo le daba gran pena y soledad.

Así como oís, estaban en Gaula el rey Cildadán y Amadís y Galaor con el rey Perión de Gaula, con mucho vicio y placer de todos ellos, y don Bruneo en guarda de aquella señora que él tanto amaba y avino así que un día, apartando don Galaor al rey su padre y al rey Cildadán y a su hermano Amadís, les dijo:

—Creído tengo yo, señores, que aunque mucho me trabajase no podría hallar otros tres que me tanto amasen y mi honra quisiesen como vosotros, y por esta causa quiero que me deis consejo en aquello que después del ánima en más se debe tener, y esto es que vos, señor hermano Amadís, me pusisteis con el rey Lisuarte, mandándome con mucha afición que suyo fuese, y ahora, viéndoos con él en tan gran rotura, si ser yo despedido de su vivienda ciertamente muy atormentado me hallo, porque si a vos acudiese, mi honra mucho menoscabada sería, y si a él es para mí el estrago de la muerte pensar de ser en vuestro estorbo. Así que, buenos señores, poned remedio en esto mío, que lo propio vuestro es, y quered más mi honra que la satisfacción de vuestras voluntades.

El rey Perión le dijo:

—Hijo, no podéis vos errar en seguir a vuestro hermano contra un rey tan desconocido y tan desmesurado, que si con él quedaste fue salvando la voluntad de Amadís, y con justa causa os podéis de él despedir, pues que como enemigo quiere y procura destruir o vuestro linaje, que tanto le ha servido.

Don Galaor dijo:

—Señor, esperanza tengo yo en Dios y en la vuestra merced, en quien yo mi honra pongo, que nunca por el mundo dirán que en tiempo de tal rotura y que tanto ha menester aquel rey mi servicio, me despedí de él, no me habiendo antes despedido.

—Buen hermano —dijo Amadís—, comoquiera que tan obligados seamos de obedecer al mandamiento de nuestro padre y señor, sabiendo ser su discreción tal que muy mejor que nosotros lo sabríamos cumplir, será lo que mandare, atreviéndome a su merced digo, que en tal sazón no seáis apartado ni despedido de aquel rey si no fuese con tal causa que sin perjuicio de ninguno hacerse pudiese, que en lo que entre él y mí toca no pueden ser ningunos caballeros de su parte tan fuertes, por fuertes que sean, que no lo sea más el alto señor que sabe los grandes servicios que yo le hice y el mal galardón sin le yo merecer que de él hube, y pues él es el juez, bien creo yo que dará a cada uno lo que merece. Nota razón con dos entendimientos, la una referirlo a Dios, en quien es todo el poder, la otra, conociendo Amadís la gran afición que su hermano tenía al servicio del rey Lisuarte, no lo tener en mucho.

Determinado por todos que Galaor se fuese al rey Lisuarte, luego el rey Cildadán dijo contra Amadís y don Galaor:

—Buenos amigos, vosotros sabéis la hacienda de mi batalla y de aquel rey Lisuarte, que por la bondad de vosotros fue vencida y que quitaste aquella gran gloria que yo y mi gente alcanzáramos, y también sabéis, señores, las posturas y firmezas que tengo prometidas, que son que el que vencido fuese sirviese al otro en cierta manera, y pues mi fuerte ventura fue tal que yo vencido fuese por vosotros, conviéneme cumplirlas, aunque a mi pesar sea, todos los días de mi vida, y de la queja y pesar que de esto mi corazón tiene, anda siempre muy quebrantado, pero como todas las cosas pospongamos por la honra, y la honra sea negar la propia voluntad por seguir aquello a que hombre es obligado, forzado me es de acudir a aquel rey con el número de los caballeros que le prometí, hasta que Dios quiera, y quiérome ir con don Galaor, que hoy, saliendo de la misa, me llegó una carta suya llamándome que le acuda como debo.

Con esto se despidieron de su habla, y otro día, despedidos de la reina y de su hija Melicia, entraron en una nave para pasar en la Gran Bretaña, donde sin entrevalo alguno arribaron, y salidos en tierra fueron derechamente donde supieron que el rey Lisuarte era, el cual tenía muy gran saña de lo que a su gente aviniera en la Ínsula de Mongaza, y el gran destrozo que sobre ellos fue, y acordó de no esperar la mucha gente que mandara llamar, antes ir con aquellos caballeros que más presto se hallasen, y tres días antes que en las barcas entrasen dijo a la reina que tomase a Oriana, su hija, y dueñas y doncellas, porque quería ir a caza a la floresta y holgar allí con ellas, y ella así lo hizo, que otro día, llevando tiendas y lo que menester habían, partieron con mucho placer y fueron aposentados en una vega cubierta de árboles que en la floresta estaba, y allí holgó el rey aquel día, y hubo gran suma de venados y otras maneras de caza con que hizo mucha fiesta a todos los que allí había. Y cierto comoquiera que allí estaba su corazón y pensamiento, más estaba puesto en el destrozo que sus gentes recibido habían en la isla, y pasada la fiesta y caza hizo aderezar las cosas que había menester para su pasaje.

Capítulo 66

Cómo el rey Cildadán y don Galaor, yendo su camino para la corte del rey Lisuarte encontraron una dueña que traía un hermoso doncel acompañado de doce caballeros y fueles rogado por la dueña que suplicasen al rey que lo armase caballero, lo cual fue hecho, y después el mismo rey reconoció ser su hijo.

Andando por sus jornadas el rey Cildadán y don Galaor donde el rey Lisuarte estaba, dijéronle cómo se aparejaba para pasar a la Ínsula de Mongaza, y por esta causa se dieron prisa en su camino por llegar a tiempo de pasar con él, y acaecióles que habiendo dormido en una floresta, al alba del día oyeron una campana que a misa tañía, y fueron allá para la oír, y entrando en la ermita vieron doce escudos muy hermosos alrededor del altar, ricamente pintados, el campo cárdeno y los castillos de oro por él, y en medio de ellos estaba un escudo blanco, muy hermoso, orlado con oro y piedras preciosas, y desde que hicieron su oración preguntaron a unos escuderos que allí estaban cuyos eran aquellos escudos, y ellos les dijeron que en ninguna manera lo podían decir, mas si iban a casa del rey Lisuarte, que cedo lo sabrían, y ellos así estando vieron venir por el corral dos caballeros señores de los escudos con sendas doncellas por las manos, y tras ellos venía el novel caballero hablando con una dueña- que no era muy moza, y él era de muy buen talle y muy hermoso y apuesto, que a duro se hallaría quien lo tanto fuese. Mucho se maravillaron el rey Cildadán y don Galaor de ver hombre tan extraño y bien pensaron que de lejos tierra vendría, pues que en aquélla hasta entonces no hubo de él memoria. Pasaron hasta el mar, donde todos oyeron la misa, y desde que fue dicha, la dueña les preguntó si eran de casa del rey Lisuarte.

—¿Por qué lo preguntáis?, dijeron ellos.

—Porque querríamos, si os pluguiese, vuestra compañía; que el rey está en aquella floresta cerca de aquí con la reina y muchas de sus compañas en tiendas, cazando y holgando.

—Pues, ¿qué queréis de nosotros —dijeron ellos— que vuestro placer sea?

—Queremos —dijo la dueña— por cortesía que reguéis al rey y a la reina y su hija Oriana que se lleguen aquí y nos hagan a este escudero caballero, que él es tal que merece bien toda la honra que le fuere hecha.

—Dueña —dijeron ellos—, muy de grado haremos esto que nos decís, y creemos que el rey lo hará según en todas las cosas es comedido y mesurado.

Entonces luego cabalgaron la dueña y las doncellas y ellos de consuno, y fuéronse poner en un otero que cerca del camino por donde el rey había de venir estaba, y no tardó mucho que le vieron venir y a la reina y su compaña, y el rey venía delante, y vio las doncellas y los dos caballeros armados, y pensando que querían justar, mandó a don Grumedán, que con él venía, con treinta caballeros que le aguardaban, que fuese a ellos y les dijese que no se trabajasen de querer justar, sino que se viniesen para él. Don Grumedán se fue a ellos y el rey se detuvo, y como él rey Cildadán y don Galaor vieron que se detenía, descendieron del otero con las doncellas y fuéronse contra él. Cuando alguna pieza anduvieron, conoció don Galaor a Grumedán y dijo al rey Cildadán:

—Señor, veis, allí viene uno de los buenos hombres del mundo.

—¿Quién es?, dijo el rey.

—Don Grumedán —dijo Galaor—, aquel que tuvo la seña del rey Lisuarte en la batalla contra vos.

—Eso podéis vos decir con verdad —dijo el rey—, que yo fui el que le trabé de la seña y nunca de sus manos la pude sacar hasta que la asta quebró y vile hacer tanto en armas en mí y en los míos que por ninguna guisa se la quisiera haber quebrado.

Desde que se quitaron los yelmos porque los conociesen, don Grumedán, que ya más cerca era, conoció a don Galaor y dijo en una voz alta, como él había manera de hablar:

—¡Ay, mi amigo don Galaor!, vos seáis tan bien venido como los ángeles del paraíso—, y fue cuanto más pudo contra él, y como llegó díjole Galaor:

—Señor don Grumedán, llegad al rey Cildadán.

Y fue por le besar las manos y el rey lo recibió muy bien y tornó luego a don Galaor, y abrazáronse muchas veces, como aquéllos que de corazón se amaban, y díjoles:

—Señores, venid vuestro paso y haré saber al rey vuestra venida.

Y partido de ellos llegó al rey y díjole:

—Señor, nuevas os traigo con que seréis alegre, que allí viene vuestro vasallo y amigo don Galaor, que os nunca faltó en el tiempo del menester, y el otro es el rey Cildadán.

—Mucho soy alegre —dijo el rey— con su venida, que bien sabía yo que siendo él sano y en su libre poder no faltaría de se venir a mí, así como lo yo haría en lo que su honra fuese.

En esto llegaron los caballeros. El rey los recibió con mucho amor. Don Galaor le quiso besar las manos, mas él no quiso, antes lo abrazó de tal forma que bien dio a entender a los que lo miraban que de corazón le amaba. Entonces le dijeron lo que la dueña y las doncellas querían, y como vieran aquel novel que caballero quería ser que era muy hermoso y de buen talle, el rey, que estuvo pensando una pieza, porque no acostumbraba hacer caballero sino a hombre de gran valor, y preguntó cuyo hijo era. La dueña dijo:

—Eso no sabréis ahora, pero yo os juro por la fe que a Dios debo que de ambas partes viene de reyes lindos.

El rey dijo a don Galaor:

—¿Qué os parece que se hará en esto?

—Paréceme, señor, que lo debéis hacer y no poner en ello excusa, que el novel es muy extraño en su donaire y hermosura y no puede errar de ser buen caballero.

—Pues así os parece —dijo el rey—, hágase.

Y mandó a don Grumedán que llevase al rey Cildadán y a don Galaor a la reina y le dijese que se viniese con ellos a aquella ermita donde él iba. Ellos se fueron luego y cómo de la reina y de Oriana y de todas las otras fueron recibidos no es necesario decirlo, que nunca otros mejor ni con más amor lo fueron, y sabido la reina lo que el rey mandaba, fuéronse todas tras él hasta que a la ermita llegaron y cuando vieron aquellos escudos y el blanco tan hermoso y tan rico entre ellos, maravilláronse de ello, mas mucho más de la gran hermosura del novel, y no podían pensar quién fuese, pues que hasta entonces nunca de él oyeron decir. El novel besó las manos al rey con gran humildad y la reina no se las quiso dar, ni Oriana, por ser hombre de alto lugar. El rey le hizo caballero y díjole:

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