Read Amadís de Gaula Online

Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (83 page)

BOOK: Amadís de Gaula
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Cuando esto oyeron moviéronse al más correr de sus caballos juntos uno con otro, que don Bruneo a su poder a él ni a otro en tal menester no daría la ventaja. Y yendo así, vieron venir a Madarque, el bravo gigante que era señor de la Ínsula y venía en un gran caballo y armado de hojas de muy fuerte acero y loriga de muy gruesa malla, y en lugar de yelmo, una capellina gruesa y limpia y reluciente como espejo, y en su mano un muy fuerte venablo tan pesado que otro cualquier caballero o persona que sea apenas y con gran trabajo lo podría levantar, y un escudo muy grande y pesado, y venía diciendo a grandes voces:

—¡Tiraos afuera, gente cautiva de poca pro, que no podéis matar dos caballeros lasos y sin poder como vos! ¡Tiraos afuera y dejadlos a este mi venablo que goce de la sangre de ellos!

¡Oh, cómo Dios se venga de los injustos y se descontenta de los que la soberbia seguir quieren, y este orgullo soberbioso cuán presto es derrotado, y tú, lector, mira cuán por experiencia se vio en aquel Nemrod que la torre de Babel edificó y otros que por escritura decirse podría, los cuales dejo por no dar causa a prolijidad! Así aconteció a mandar que en esta batalla. Y Amadís, que todo lo oyó, en gran pavor fue puesto por le ver tan grande y tan desemejado, y encomendándose a Dios, dijo:

—Ahora es tiempo de ser socorrido de vos, mi buena señora Oriana.

Y rogó a don Bruneo que hiriese él en los otros caballeros, que él quería resistir al gigante. Y apretó la lanza contra Madarque cuanto más recio pudo, y encontróle tan fuertemente en el pecho que por fuerza le hizo doblar sobre las ancas del caballo y el gigante que apretó las riendas en la mano tiró tan fuertemente que hizo enarmonar el caballo, así que cayó sobre él y le quebró la una pierna y el caballo hubo sacado la una espalda, de manera que ninguno de ellos se pudo levantar. Amadís, que así lo vio, puso mano a su espada y dio voces diciendo:

—¡A ellos, hermano Galaor, que yo soy Amadís que os socorreré!

Y fue para ellos y vio. cómo don Bruneo había muerto de un encuentro por la garganta a un sobrino del gigante y con la espada hacía cosas extrañas, de que mucho se maravilló, y dio un golpe por cima del yelmo a otro caballero que no le prestó el yelmo que no le cortase hasta el casco y dio con él en el suelo. Galaor saltó en el caballo y no se quitó de cabo el rey Cildadán mas llegó Gandalín y apeóse del suyo y diolo al rey, y él juntóse a caballo, allí pudierais ver las maravillas que hacían en derribar y matar cuantos delante se les paraban y los escuderos, por su parte, hacían gran daño en la gente de pie.

Así que, en poco rato, fueron todos los más muertos y heridos y los otros huyeron al castillo con miedo de los bravos golpes que les venían dar, y los cuatro caballeros iban en pos de ellos por los matar, hasta que llegaron a la puerta del castillo, que estaba cerrada y no la habían de abrir hasta que el gigante viniese, que así les era mandado y defendido, y los que huían, cuando se vieron sin remedio los que a caballo estaban, apeáronse y todos juntos echaron las espadas de las manos y fueron contra Amadís, que delante venía, e hincando los hinojos ante los pies de su caballo le demandaron merced que los no matase y trabáronle de la falda de la loriga por escapar de los otros que contra ellos venían. Amadís los amparó del rey Cildadán y don Galaor, que por el gran daño que de ellos recibieran, a su grado no dejaran ningún vivo y tomó fianza de ellos que harían lo que les él mandase. Entonces se fueron donde el gigante estaba muy desapoderado de su fuerza, que el caballo le yacía sobre la pierna quebrada y teníale que contra ellos venían. Amadís los amparó del rey Cildadán se apeó de su caballo y mandó a los escuderos que le ayudasen y trastornando el caballo quedó el gigante más libre de él y dejólo holgar, que aunque por su causa fueron llegados al punto de la muerte él y don Galaor, como habéis oído, no tenía en corazón de lo matar, no por el que mala cosa y soberbia era, mas por amor de su hijo Gasquilán, rey de Suecia, que era muy buen caballero, a quien él amaba y así lo rogó a Amadís que le no hiciese mal. Amadís se lo otorgó y dijo al gigante que en más acuerdo estaba:

—Madarque, ya veis vuestra hacienda cómo está, y si quisieres tomar consejo, hacerte he vivir y si no la muerte es contigo.

El gigante le dijo:

—Buen caballero, pues en mí dejas la muerte y la vida, yo haré tu voluntad por vivir y de ello te haré fianza.

Amadís le dijo:

—Pues lo que yo de ti quiero es que seas cristiano y mantengas tú y todos los tuyos esta ley, haciendo en este señorío iglesias y monasterios y que sueltes todos los presos que tienes y de aquí adelante que no mantengas esta mala costumbre que hasta aquí tuviste.

El gigante, que ál tenía en el corazón, dijo con miedo de la muerte.

—Todo lo haré como lo mandáis, que bien veo según mis fuerzas y de los míos con las de vosotros que si por mis pecados no por otra cosa no pudiera ser vencido, especialmente por un golpe sólo como lo fui, y si os pluguiere, hacedme llevar al castillo y allí holgaré y se hará lo que mandáis.

—Así se haga, dijo Amadís.

Entonces mandó llamar a sus hombres, que los había asegurado, y tomaron al gigante y lleváronlo al castillo, donde entró él y Amadís y sus compañeros, y desde que fueron desarmados, abrazáronse muchas veces Amadís y don Galaor, llorando del placer que en se ver habían, y estuvieron todos cuatro con mucho placer hasta que de parte del gigante les dijeron que tenían adelezado de comer, que ya era sazón. Amadís dijo que no comería hasta que todos los presos allí fuesen venidos, porque delante de ellos comiesen.

—Eso luego se hará —dijeron los hombres del gigante—, que ya los ha mandado soltar.

Entonces los hicieron venir y eran ciento, en que habían treinta caballeros y más cuarenta dueñas y doncellas. Todos llegaron con mucha humildad a besar las manos a Amadís, diciéndole que les mandase lo que hiciesen. Él les dijo:

—Amigos, lo que a mí me placerá es que os vayáis a la reina Brisena y le digáis cómo os envía el su caballero de la Ínsula Firme y que hallé a don Galaor, mi hermano, y besadles las manos por mí.

Ellos le dijeron que lo harían todo como lo mandaba, así aquello como todo lo otro en que le servir pudiesen. Luego se sentaron a comer y fueron muy bien servidos de muchos manjares. Amadís mandó que diesen a aquellos presos sus navíos en que se fuesen y así se hizo luego, y todos juntos tomaron la vía de donde la reina Brisena estaba por cumplir lo que les era mandado. Amadís y sus compañeros, después que hubieron comido, entráronse en la cámara del gigante por le ver y hallaron que le curaba una giganta, su hermana, que se llamaba Andandona, la más brava y esquiva que en el mundo había. Ésta nació quince años antes que Madarque y ella le ayudó a criar. Tenía todos los cabellos blancos y tan crespos que los no podía peinar. Era muy fea de rostro, que no semejaba sino diablo. Su grandeza era demasiada y su ligereza no había caballo, por bravo que fuese, ni otra bestia cualquiera, en que no cabalgase y las amansaba. Tiraba con arco y con dardos tan recio y cierto que mataba muchos osos y leones y puercos, y de las pieles de ellos andaba vestida todo lo más del tiempo. Albergaba en aquellas montañas por cazar las bestias fieras, era muy enemiga de los cristianos y hacíales mucho mal, y mucho más lo fue de allí adelante y lo hizo ser a su hermano Madarque, hasta que en la batalla que el rey Lisuarte hubo con el rey Arábigo y los otros seis reyes lo mató el rey Perión, así como adelante se dirá.

Después que aquellos caballeros estuvieron una pieza con el gigante y él les prometió de se tornar cristiano, salieron a su aposentamiento donde aquella noche albergaron, y otro día, entrando en sus navíos, tomaron la vía de Gaula por un brazo de mar que de una parte y de otra cercada de grandes arboledas era, en las cuales aquella endiablada giganta Andandona aguardando estaba por les hacer algún pesar, y como los vio dentro en el agua, descendióse por la cuesta ayuso hasta se poner sobre ellos encima de una peña y escogía el mejor dardo de los que traía sin que de ellos vista fuese, y como tan cerca los vio, esgrimió el dardo y lanzólo muy fuertemente y dio a don Bruneo con él en la una pierna que se la pasó hasta dar en la galera donde fue quebrado, y con la gran fuerza que puso y la codicia de los herir, fuéronsele los pies de la peña y dio consigo en el agua tan gran caída que no semejaba sino que cayera una torre, y aquéllos que le miraban y la vieron tan desemejada y vestida de cueros negros de osos, cuidaron verdaderamente que algún diablo era y comenzáronse a santiguar y encomendarse a Dios, y luego la vieron salir nadando tan recio que era maravilla y tirábanle con saetas y con arcos, mas ella se metía so el agua hasta que salió en salvo a la ribera, y al salir en tierra la hirieron Amadís y el rey Cildadán de sendas saetas por la una espalda. Mas como salió fuera, comenzó de huir por las espesas matas, así la vio con las saetas hincadas, no pudo estar que no riese y acorrieron a don Bruneo haciéndole restañar la sangre y echándole en su cama, mas a poco rato la giganta apareció encima de un otero, y comenzó a decir a muy grandes voces:

—¡Si pensáis que soy diablo, no lo creáis: mas soy Andandona, que os haré todo el mal que pudiese, y no lo dejaré por afán ni trabajo que me venga!

Y fuese corriendo por aquellas peñas con tanta ligereza, que no había cosa que la alcanzar pudiese, de lo cual fueron todos maravillados, que bien creían que de las heridas muriera. Entonces supieron toda su hacienda de dos hombres de los presos que Gandalín allí metiera en la galera para los llevar a Gaula, donde eran naturales, de que muy maravillados fueron, y si no fuera por don Bruneo, que muy ahincadamente les rogó que lo más presto que ser pudiese lo llevasen a algún lugar donde curado de aquella llaga fuese, querían volver a la Ínsula y buscar por toda aquella endiablada giganta y hacerla quemar. Así fueron cómo oís hasta salir de aquella vía, y entraron en la alta mar y hablando en muchas cosas como aquéllos que de corazón se amaban sin cautela ninguna. Y Amadís les contó cómo era desavenido del rey Lisuarte y todos sus amigos y parientes que en la corte estaban a su causa y por cuál razón, y el casamiento de don Galvanes y de la muy hermosa Madasima, y cómo era ido con aquella gran flota a la Ínsula de Mongaza para la haber de ganar, pues que de herencia le venía, y diciéndole todos los caballeros que con él iban y el deseo grande que de le ayudar llevaban. Cuando esto oyó don Galaor, muy triste fue de estas nuevas y gran dolor su corazón sintió, que bien entendía los grandes males que se podían recrecer y en gran cuidado fue puesto, porque aunque su hermano Amadís, a quien él tanto amaba y tanto acatamiento debiese, fuese de la una parte, no pudo tanto con su corazón que no otorgase de servir al rey Lisuarte con quien él vivía como adelante se dirá. Así que, en esto pensando y acordándose cómo Amadís de él se había partido de la Ínsula Firme, apartándolo a un cabo de la nave, le dijo:

—Señor hermano, ¿qué tan grave ni tan gran cosa os pudo ocurrir que no fuese mayor el deudo y amor de entre nosotros, que así como de persona extraña de mí os encubristeis?

—Buen hermano —dijo Amadís—, pues la causa de ello tuvo tal fuerza de romper aquellas fuertes ataduras de ese deudo y amor que decías, bien podéis creer que sería muy más peligrosa que la misma muerte, y ruégoos mucho que no lo queráis esta vez saber.

Galaor, tornando en mejor semblante, que algo estaba sañudo, viendo que todavía era su voluntad de se encubrir, se dejó de ello y hablaron en otras cosas.

Así anduvieron cuatro días navegando, en cabo de los cuales aportaron a una villa de Gaula que había nombre Mostrol, y allí estaba a la sazón su padre el rey Perión y la reina su madre, porque era puerto de mar descontra la Gran Bretaña, donde mejor podían saber nuevas de aquéllos sus hijos, y como vieron la galera, enviaron a saber quién eran los que allí venían, y llegando el mensajero, mandó Amadís que le respondiesen que dijese al rey cómo venía el rey Cildadán y don Bruneo de Bonamar, que de sí ni su hermano no quiso que por entonces nada supiesen. Cuando el rey Perión esto oyó, fue mucho alegre, porque el rey Cildadán le diría nuevas de don Galaor, que Amadís le hizo saber cómo entrambos eran en casa de Urganda, y mandó cabalgar toda su compaña, y saliólos a recibir, que a don Bruneo amaba él mucho porque había estado algunas veces en su corte y sabía que aguardaba a sus hijos. Amadís y don Galaor cabalgaron en sus caballos ricamente vestidos y fueron por otra parte al palacio de la reina, y como a su aposentamiento llegaron, dijeron al portero:

—Decid a la reina que están aquí dos caballeros de su linaje que la quieren hablar.

La reina mandó que entrasen, y como los vio conoció a Amadís y a don Galaor por él, que mucho se parecían, y no lo viera desde que el gigante se lo hurtó, y dijo en una voz:

—¡Ay, Virgen María Señora! ¿Y qué es esto, que mis hijos veo ante mí?

Y cerrándosele la palabra, cayó en el estrado como fuera de sentido, y ellos hincaron los hinojos y besáronle las manos muy humildosamente, y la reina se descendió del estrado y tomólos entre sus brazos y llególos a sí y besaba al uno y al otro muchas veces sin que se pudiesen hablar, hasta que entró su hermana Melicia, que la reina los dejó porque la hablasen, que de su gran hermosura fueron mucho maravillados. Quien podría contar el placer de aquella noble reina en ver delante de sí aquellos caballeros sus hijos, tan hermosos, considerando las grandes angustias y dolores de que siempre su ánimo atormentado era, sabiendo los peligros en que Amadís andaba, esperando de su vida o muerte a ella venir lo semejante, y haber perdido por tal ventura a don Galaor, cuando el gigante se lo llevó, y viéndolo todo reparado con tanta honra, con tanta fama, por cierto ninguno podría bastar a lo decir si no fuese ella u otra que en lo semejante estuviese. Amadís dijo a la reina:

—Señora, aquí traemos mal herido a don Bruneo de Bonamar; mandadle hacer honra como a uno de los mejores caballeros del mundo.

—Hijo mío —dijo ella—, así se hará porque lo queréis vos y porque mucho nos ha servido, y cuando yo no le pudiere ver, verlo ha vuestra hermana Melicia.

—Así lo haced, señora hermana —dijo don Galaor—, que sois doncella que vos y todas las que sois le debéis honrar mucho como a aquél que las sirve y honra más que otro alguno, y por muy bienaventurada se debe tener aquélla que él ama, pues que sin entrevalo pudo ir so el arco encantado de los leales amadores, que fue cierta señal de la nunca haber errado.

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