Rhys cogió a su amigo por el brazo y lo levantó por encima de otro escalón.
—Lo que dices es acertado, como siempre, Beleño. Y no te equivocas. El viaje va a ser largo y quizá también peligroso. Tú y yo ya tuvimos esta charla, pero ahora ya entiendes lo peligroso que puede llegar a ser. Si quieres seguir tu camino y que nosotros sigamos el nuestro, lo entenderé.
-Me iría en un abrir y cerrar de ojos, si no fuera por la comida gratis.
Rhys suspiró.
—Beleño...
—¡Rhys, Mina puede hacer pasteles de carne por arte de magia! ¡Así sin más! —El kender chasqueó los dedos—. Estaría loco si me alejara de alguien que puede hacer eso, aunque sea una diosa y esté más loca que una cabra. Hablando del pastel, ya ha debido de pasar la hora de la cena.
Doblaron una curva de la escalera y vieron el último escalón, pero no había rastro de Mina ni de la perra. Rhys se detuvo e hizo callar a Beleño cuando éste se disponía a hablar. Ambos se quedaron escuchando.
—Los Predilectos —dijo Beleño.
—Eso me temo. —Rhys agarró al kender y le hizo subir a buen paso.
—Quizá Majere nos ayude a escapar.
—No estoy muy seguro de que pueda hacerlo.
-¿Y qué me dices de Zeboim? Me encantaría verla aparecer ahora mismo. ¡Nunca creí que podría decir algo así! -dijo Beleño, intentando recuperar el aliento.
-No creo que ninguno de los dioses pueda ayudarnos. Ya fuimos testigos de su fracaso en Solace. ¿Te acuerdas? El paladín de Kiri-Jolith no pudo matar a los Predilectos, ni tampoco lo consiguió la magia de la señora Jen- na. Los Predilectos están unidos a Mina.
—Pero ¡si ella no los recuerda! —Beleño agitó los brazos y estuvo a punto de caer escaleras abajo—. ¡Les tiene pavor!
-Sí -convino Rhys, mientras lo sujetaba-, es verdad.
Beleño lo miró con dureza.
-Lo siento, amigo mío -dijo Rhys, sin poder hacer otra cosa-. No sé qué decirte. Excepto que debemos tener fe...
—¿En qué? —preguntó Beleño-, ¿En Mina?
Rhys dio una palmadita al kender en el hombro.
—Uno en el otro.
—«Limítate a tus problemas», solía decir mi padre —murmuró Beleño-, aunque mi pobre papá no se ponía límites a la hora de hacerse con todo lo que estuviera a mano...
Los interrumpió un grito agudo y el murmullo de voces suplicantes. Mina bajó la escalera rodando.
—¡Señor monje! ¡Allí arriba están esos muertos horripilantes! Alguien abrió la puerta...
—¿«Alguien»? —gruñó Beleño.
-Supongo que fui yo quien la abrió -admitió Mina. Tenía la cara pálida y los ojos muy abiertos. Lanzó una mirada lastimera a Rhys—. Ya sé que me dijiste que no me separara de vosotros. Siento no haberte obedecido. -Lo tomó de la mano y la agarró con firmeza-. Ya no me separaré de vosotros. Lo prometo. Pero no creo que la gente muerta vaya a dejarnos salir —añadió con voz temblorosa—. Me parece que quieren hacerme daño.
—¡Eso tendrías que haberlo pensado antes de convertirlos en muertos! —gritó Beleño.
Mina se quedó mirándolo perpleja.
—¿Por qué me gritas? Yo no sé nada de ellos. ¡No los soporto! —Rompió a llorar y, echando los brazos a Rhys, escondió el rostro en su túnica.
—Mina, Mina... -llamaban los Predilectos.
Acudían a la entrada y se agolpaban bajo la bóveda. Eran tantos que Rhys ni siquiera podía contarlos. Ninguno lo miraba a él. Ninguno se fijaba en Beleño o en Atta. Los ojos sin vida de los Predilectos no se despegaban de Mina. Sus bocas inertes pronunciaban su nombre.
Mina se asomó entre los pliegues de la túnica de Rhys y, al ver que los Predilectos no apartaban la mirada de ella, se encogió y gimoteó.
-¡No dejes que me cojan!
—Claro que no. No tengas miedo. Tenemos que seguir moviéndonos —dijo Rhys, intentando que su voz sonara tranquila.
-¡No quiero! -Mina se aferraba a Rhys y tiraba de él hacia atrás-. ¡No me hagas subir ahí!
—Beleño, coge mi cayado —pidió Rhys. Se agachó y levantó a la pequeña—. Sujétate fuerte.
Mina le rodeó el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, y escondió la cara en el hombro.
—¡No voy a mirar! -exclamó la pequeña.
—Ojalá yo no tuviera que mirar —murmuró Beleño-, ¿Te importaría mucho llevarme en brazos a mí también?
—Sigue caminando —repuso Rhys.
Subieron por la escalera, avanzando con pasos lentos pero seguros. Uno de los Predilectos se adelantó hacia ellos. Beleño se quedó paralizado y se protegió detrás de Rhys. Atta ladró y se abalanzó sobre él, con la boca abierta para mostrar sus amenazadores colmillos. Mina lanzó un grito y se aferró a Rhys con tanta fuerza que estuvo a punto de ahogarlo.
—¡Atta! ¡Déjalo! —ordenó Rhys con aspereza.
Atta retrocedió y avanzó sigilosamente a su lado. Gruñía en señal de advertencia y no dejaba de enseñar los colmillos.
—Sigue avanzando -dijo Rhys al kender.
Beleño obedeció, pegado a los talones de Rhys. Los Predilectos no prestaban atención al monje, al kender ni a la perra.
-¡Mina! —gritaban los Predilectos, alargando las manos hacia ella-. Mina.
Ella sacudía la cabeza y no dejaba que se le viera la cara. Rhys puso el pie en el último escalón. Lo subió despacio. Al ascender el último peldaño, llegaría al rellano de debajo de la bóveda.
Los Predilectos le cerraban el paso.
Beleño cerró los ojos y con una mano se aferraba a la túnica de Rhys y con la otra al emmide.
—Estamos muertos -anunció Beleño—. No puedo mirar. Estamos muertos. No puedo mirar.
Rhys, con Mina en los brazos, dio un paso hacia el centro de la muchedumbre de Predilectos.
Los Predilectos vacilaron y después, con los ojos clavados en Mina, se apartaron para dejarle pasar. Rhys sintió que la muchedumbre volvía a cerrarse detrás de él. Continuó caminando con pasos lentos y regulares, y cruzaron la entrada abovedada para llegar al salón principal. Se detuvo, superado por lo que le esperaba allí. Beleño dejó escapar un sonido ahogado.
Los Predilectos habían invadido la torre. La escalera de caracol seguía subiendo hasta lo más alto del edificio y los Predilectos ocupaban todos y cada uno de los peldaños. Se agolpaban en el vestíbulo, con los cuerpos apretados, mientras se empujaban para intentar vislumbrar a Mina. Más y más Predilectos se abrían camino en la entrada, haciéndose espacio a base de empujones.
—¡Se cuentan por millares! —exclamó Beleño, tragando saliva—. Hasta el último Predilecto de Ansalon debe de estar aquí.
Rhys no tenía la menor idea de qué hacer. Los Predilectos podían acabar matándolos aunque ésa no fuera su intención. Si avanzaban para llegar a Mina, morirían aplastados debajo de tantos cuerpos.
—Mina—dijo Rhys—, tengo que dejarte en el suelo.
—¡No! —gimió ella, aferrándose al monje.
—Tengo que hacerlo —repitió Rhys con firmeza, antes de bajarla al suelo.
Beleño pasó el emmide a Rhys. Éste lo cogió y lo puso delante de ellos, formando una barrera.
-Mina, quédate detrás de mí. Beleño, sujeta a Atta.
Beleño agarró a la perra por el cogote y la acercó hacia sí de un tirón. Atta gruñía y lanzaba dentelladas cada vez que un Predilecto se acercaba demasiado y más de uno acabó con la marca de sus colmillos, pero parecían no darse cuenta. Mina se acurrucaba contra Rhys, colgando de su túnica. El monje se erguía frente a ellos, sujetando el cayado con las dos manos para mantener a los Predilectos a raya. Echó a caminar hacia la puerta.
Los Predilectos se agolpaban alrededor de él, peleándose entre sí para intentar tocar a Mina. Su nombre resonaba por toda la torre. Algunos susurraban «Mina» como si su nombre fuese demasiado sagrado para pronunciarlo en voz alta. Otros repetían «Mina» una y otra vez frenética, obsesivamente. Había quienes dejaban escapar su nombre en un gemido, suplicantes. Pero susurraran o aullaran su nombre, todas las voces parecían cargadas de dolor.
—Mina, Mina, Mina. -Su nombre era un viento sollozante que susurraba en la oscuridad.
—¡Haz que paren! —gritó Mina, tapándose las orejas con las manos—. ¿Por qué dicen mi nombre? ¡No los conozco! ¿Por qué me hacen esto?
Los Predilectos gemían y avanzaban hacia ella. Rhys los golpeaba con el cayado, pero era como intentar hacer retroceder una marea de olas infinitas. El lamento plañidero había adoptado un tono diferente. Empezaba a teñirse de furia. Finalmente, los ojos de los Predilectos se habían posado en Rhys. Oyó el silbido del acero.
Atta gañó de dolor. Beleño empujó aquella masa de cuerpos para sacar a la perra de debajo de los pies que pisoteaban con fuerza y la cogió en brazos. Atta abría los ojos como platos por el intenso miedo y jadeaba. Le arañó el pecho con las patas, en un esfuerzo por sujetarse.
El aire era irrespirable, pues flotaba un intenso olor a putrefacción. A Rhys empezaban a flaquearle las fuerzas. No podría mantener a distancia a los Predilectos por mucho más tiempo y en cuanto dejara caer el cayado, lo aplastarían.
Centelleó la hoja de un puñal. Rhys le pegó un golpe con el extremo del cayado y consiguió desviar la puñalada mortal, pero la hoja rozó a Beleño en el brazo y le abrió un profundo corte. Beleño lanzó un aullido y dejó caer a Atta, que se quedó agazapada y temblorosa a sus pies.
Mina se quedó mirando la sangre y empalideció.
-No quiero estar aquí -dijo con voz temblorosa—. No quiero que esté pasando esto... No los conozco... Nos iremos lejos, muy lejos...
—¡Sí! —chilló Beleño, llevándose la mano a la herida sangrante.
-No -dijo Rhys.
Beleño lo miró perplejo.
—Mina, sí los conoces —continuó Rhys en un tono duro—. No puedes salir huyendo. Tú los besaste y murieron.
En un primer momento Mina parecía confundida, pero después el entendimiento iluminó sus ojos ambarinos.
-¡Eso fue Chemosh! -gritó-. ¡No fui yo! No fue culpa mía.
Miró con ferocidad a los Predilectos y cerró el puño.
-¡Os di lo que queríais! -les gritó-. No pueden heriros. ¡Nunca conoceréis el dolor, la enfermedad o el miedo! ¡Siempre seréis jóvenes y hermosos. ..!
—¡... y estarán muertos! -gritó Beleño. Se señaló a sí mismo, golpeándose el pecho-. Mírame a mí, Mina. ¡La vida es esto! ¡La vida es dolor! ¡La vida es miedo! ¡Les arrebataste todo eso! Y algo mucho peor. Los encerraste en la muerte y tiraste la llave. No tienen adonde ir. Están atrapados, prisioneros.
Mina observó al kender perpleja y Rhys se imaginó lo que veía: él y Beleño, desaliñados, sangrientos, sudorosos, jadeantes, empujando a los Predilectos con el cayado y sujetando a una perra temblorosa. Oía la voz del kender sacudida por el terror y la exasperación, y su propia voz cargada de desesperación. Al mismo tiempo, oía el contraste de las voces vacías y huecas de los Predilectos.
La niña pequeña desapareció ante la mirada atónita de Rhys y allí mismo apareció Mina, la mujer, tal como la había visto en la gruta. Era alta y esbelta. Su melena cobre le llegaba hasta los hombros y enmarcaba su rostro con suaves ondas. Los ojos ambarinos eran grandes y en ellos brillaba la ira. Esos ojos estaban habitados por almas. La cubría un diáfano vestido negro que envolvía su cuerpo liviano como las sombras de la noche. Volvió el rostro hacia los Predilectos y paseó la mirada por aquel mar inquieto y espantoso formado por sus víctimas.
—Mina... —entonaban los muertos vivientes—, ¡Mina!
—¡Parad! —gritó ella.
El mar de muertos gemía, se lamentaba y susurraba.
-Mina...
Los Predilectos se echaron sobre Rhys. Él los golpeó con el cayado, pero eran demasiados y lo empujaron contra la pared. Beleño estaba a cuatro patas, intentando esquivar los pisotones, pero tenía las manos cubiertas de sangre y también le sangraba la nariz. Rhys no veía a Atta, pero oía su gañido de dolor. La muchedumbre palpitante volvió a agitarse y el monje quedó aplastado entre los cuerpos y la pared. No podía moverse, no podía respirar.
-¡Mina! ¡Mina! -Rhys oía el nombre a lo lejos, pues todo empezaba a desdibujarse.
Mina apretó los puños, alzó la cabeza y gritó por encima del eco de su propio nombre:
—¡Os hice dioses! ¿Por qué no sois felices?
Los Predilectos se quedaron en silencio. Su nombre dejó de oírse.
Mina abrió las manos y de las palmas salieron llamas ambarinas. Abrió los ojos y en sus pupilas nacieron llamas ambarinas. Abrió la boca y de ella escaparon llamaradas. Se hizo más grande, cada vez más alta, mientras aullaba su frustración y dolor a los cielos, y el fuego de su ira ardía fuera de control.
Rhys estaba atrapado debajo de los muertos vivientes y un momento después un calor abrasador voló por encima de él e incineró todos los cuerpos. El monje quedó cubierto de una ceniza oleosa.
Cegado por la luz abrasadora, Rhys empezó a toser cuando el humo y la ceniza le bajaron por la garganta. Buscó a su amigo a tientas y agarró a Beleño en el mismo momento en que el kender lo agarraba a él.
—¡No veo nada! —dijo Beleño con voz estrangulada, aferrándose a Rhys aterrorizado—. ¡No veo nada!
Rhys encontró a Atta y tiró de ella y de Beleño hacia la entrada abovedada de la escalera de caracol, lejos del calor, las llamas y esa ceniza negra y grasienta que flotaba por la torre en una especie de ventisca horrible.
El kender se frotó los ojos, y las lágrimas que le surcaban las mejillas formaban riachuelos sobre la ceniza que le cubría la cara.
Rhys contempló la furia de un dios infeliz destruyendo su fracaso.
El fuego duró bastante tiempo.
Al fin la luz ambarina perdió intensidad y se apagó, cuando la cólera de Mina se agotó. Las cenizas seguían cayendo lentamente en una nube gris. Rhys ayudó a Beleño a levantarse. Salieron del hueco de la escalera y se abrieron camino entre espeluznantes montones de ceniza que casi eran más altos que la perra. Beleño tenía arcadas y se tapó la boca con la mano. Rhys se puso la manga de la túnica sobre la nariz y la boca. Buscó a Mina, pero no había rastro de ella y Rhys estaba demasiado desconcertado para preguntarse qué habría sido de la niña. Lo único que quería era escapar de aquella pesadilla.
Huyeron por la puerta de doble hoja y salieron dando traspiés a la luz del sol y a la bendición del aire fresco que soplaba desde el mar.
-¿Dónde habéis estado? -preguntó Mina en tono acusador-. ¡Llevo un montón de tiempo esperándoos!
La niña pequeña estaba delante de ellos, mirándolos.