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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Sangre (30 page)

BOOK: Ámbar y Sangre
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Los Fieles se habían dado cuenta de que, en esos momentos, Elspeth siempre se acercaba un poco más a él. Aquel que entonces diera la casualidad que mirara a la elfa, la vería sentada, inmóvil y tranquila, con la mirada clavada en Valthonis, como si él fuera lo único que veía, lo único que deseaba ver. Después, la expresión de Valthonis se suavizaba, sacudía levemente la cabeza, sonreía y retomaba la conversación.

El número de Fieles cambiaba de un día a otro, pues unos decidían unirse a Valthonis en su eterno caminar mientras otros partían. Valthonis nunca les pedía que se quedasen, ni que marchasen. Tampoco le prestaban juramento, pues él no lo aceptaría. Provenían de todas las razas y formas de vida, ricos y pobres, sabios e ignorantes, de alta y baja alcurnia. Nadie cuestionaba a aquellos que se unían a él, pues Valthonis no lo habría permitido.

Todos los Fieles sin excepción recordaban el día en que el ogro había salido del bosque y se había plantado delante de Valthonis. Más de uno se llevó la mano a la espada, pero una mirada de Valthonis bastó para detenerlos. Siguió hablando con aquellos que lo rodeaban, a quienes les suponía un gran esfuerzo escucharlo, pues no lograban olvidarse del ogro. El ser gigantesco avanzaba pesadamente y les lanzaba miradas torvas, gruñendo a quien se atreviera a acercarse demasiado.

Los que conocían a los ogros aseguraban que se trataba del jefe de una tribu, porque llevaba una pesada cadena de plata al cuelo y el mugriento chaleco de piel estaba adornado con innumerables cabelleras y otros trofeos espeluznantes. Era enorme. Los más altos del grupo no le llegaban más que al pecho y desprendía tal pestilencia que llegaba hasta el cielo. Los acompañó una semana y en todo ese tiempo no le dirigió la palabra a nadie, ni siquiera a Valthonis.

Entonces, una tarde, cuando estaban sentados alrededor del fuego, el ogro se puso de pie y caminó pesadamente hasta Valthonis. Los Fieles se pusieron en guardia al instante, pero Valthonis les ordenó envainar las armas y que volvieran a sentarse. El ogro se quitó la cadena plateada y se la ofreció al Dios Caminante.

Valthonis puso la mano sobre la cadena y pidió a los dioses que la bendijesen. Después, se la devolvió. El ogro gruñó satisfecho. Volvió a colgarse la cadena del cuello y, con otro gruñido, los abandonó y se internó en el bosque, acompañado por el estruendo de sus pisotadas. Todos dejaron escapar un suspiro de alivio. Más adelante empezaron a llegar historias de Blode que contaban que un ogro con una cadena de plata se esforzaba por aliviar las miserias de su pueblo e intentaba detener la violencia y terminar con el derramamiento de sangre. Entonces los Fieles recordaron a su compañero el ogro y quedaron maravillados.

A lo largo del camino también solían unírseles kenders. Saltaban alrededor de Valthonis como si fueran grillos y lo acosaban con multitud de preguntas, como por qué las ranas tenían bultos y las serpientes no y por qué el queso es amarillo si la leche es blanca. Los Fieles hacían muecas, pero Valthonis respondía pacientemente a todas sus preguntas e incluso parecía divertirse cuando algún kender andaba cerca. Los kenders siempre eran una dura prueba para sus seguidores, pero éstos ponían todo su empeño en seguir el ejemplo del Dios Caminante y hacían acopio de paciencia y entereza. Incluso, se resignaban a que les robaran todas sus pertenencias.

Los gnomos se acercaban para discutir a grandes rasgos con el Dios Caminante los diseños de sus últimos inventos. El los estudiaba y, haciendo gala de gran diplomacia, les indicaba los errores del diseño que más probablemente causarían heridos o muertos.

Los elfos siempre acompañaban a Valthonis y muchos permanecían con él largos periodos de tiempo. También se contaban muchos humanos entre los Fieles, aunque tendían a quedarse menos tiempo que los elfos. Tampoco era raro que los paladines de Kiri-Jolith y los caballeros solámnicos acudieran a Valthonis para hablar sobre sus misiones, pedirle su bendición o formar parte de su séquito. Durante un tiempo también viajó con ellos un enano de las colinas. Se trataba de un sacerdote de Reorx que decía que iba en recuerdo de Flint Fireforge.

Valthonis recorría cada camino y calzada, y sólo se detenía para descansar y dormir. Incluso sus frugales comidas las tomaba caminando. Cuando llegaba a una ciudad, recorría las calles y se detenía a hablar con los que se encontraba, pero nunca se quedaba mucho tiempo en el mismo sitio. En muchas ocasiones los clérigos le pedían que diera sermones o conferencias. Valthonis siempre se negaba. Él hablaba mientras caminaba.

Muchos eran los que buscaban su conversación. La mayoría le eran devotos y deseaban escuchar y asimilar todas sus palabras. Pero también había quienes eran escépticos, aquellos que sólo querían discutir, burlarse o reírse de él. En esos momentos más que nunca, los Fieles tenían que practicar el autodominio, pues Valthonis únicamente les permitía intervenir si la persona se ponía violenta, e incluso entonces parecía más preocupado por la seguridad de aquellos que lo rodeaban que por la de sí mismo.

Un día tras otro, los Fieles llegaban y se iban. Pero Elspeth siempre estaba a su lado.

Aquel día, mientras recorrían los sinuosos caminos que cruzaban las montañas Khalkist, en algún lugar cerca del valle maldito de Neraka, los Fieles se sorprendieron al ver que la silenciosa Elspeth abandonaba su habitual lugar, en el extremo del grupo y, deslizándose sigilosamente, se ponía un paso por detrás de Valthonis. Él no se dio cuenta, pues estaba hablando con un seguidor de Chislev sobre cómo podría evitarse los expolios cometidos por el Señor de los Dragones en aquellas tierras.

Los Fieles se percataron del movimiento de Elspeth y les pareció extraño, pero no le dieron más importancia. Más tarde volvieron la vista a aquel momento y, afligidos, desearon haberle prestado más atención.

A Galdar le sobrevenían sentimientos contradictorios cuando pensaba en su misión. Iba a reencontrarse con Mina y no estaba muy seguro de cómo se sentía al respecto. Por una parte se alegraba. No la había visto desde que los habían obligado a separarse en la tumba de Takhisis, cuando ella se había entregado a los brazos del Señor de la Muerte. Él había intentado detenerla, pero el dios le había arrebatado a Mina. A pesar de todo, Sargas habría estado dispuesto a buscarla, pero Galdar le había dado a entender que tenía cosas más importantes que hacer en nombre de su dios y su pueblo que andar corriendo detrás de una jovencita mortal.

Desde entonces, a Galdar le iban llegando noticias sobre Mina, sobre cómo se había convertido en Suma Sacerdotisa de Chemosh, la amante del Señor de los Huesos, y el minotauro siempre fruncía el entrecejo y sacudía su cabeza astada. Que Mina se convirtiera en sacerdotisa era un desperdicio imperdonable. Galdar se quedó tan sorprendido como si le hubieran dicho que Makel el Temor de los Ogros, el famoso héroe de guerra minotauro, se había convertido en druida y andaba por ahí curando animalitos enfermos.

Ésa era la razón por la que Galdar se resistía a reencontrarse con Mina. Si la mujer audaz y valerosa que había montado con él a lomos de un dragón para enfrentarse al aterrador Señor de los Dragones Malys se había convertido en devota del taimado y traicionero Chemosh, y pasaba el día agitando huesos, entonando hechizos y arrastrando la tánica de un lado a otro, Galdar no quería tener nada que ver con ella. No quería verla así. Prefería conservar sus recuerdos de Mina como una guerrera triunfal, no como una traicionera sacerdotisa.

Pero habría otra razón por la que no se sentía a gusto con su misión. Había dioses de por medio y Galdar ya había tenido más que suficiente de divinidades durante la Guerra de las Almas. Al igual que Gerard, aquel antiguo enemigo que se había convertido en amigo, Galdar prefería mantenerse lo más lejos posible de los dioses. Sentía tal reticencia que estuvo a punto de negarse a aceptar la misión, aunque aquello implicase decir «no» a Sargas, algo que ni siquiera los hijos del dios osaban hacer.

Finalmente, ganaron la fe que Galdar tenía en Sargas (así como su miedo) y su anhelo de volver a ver a Mina. Aceptó la misión de mala gana. (Hay que tener en cuenta que Sargas no contó a Galdar la verdad, que la propia Mina era una diosa. El dios astado debió de considerar que aquella era una prueba demasiado dura para su fiel servidor.)

Galdar y la pequeña partida de minotauros a la que estaba al mando pa bastante tiempo reconociendo al enemigo, calculando su número y valorando sus habilidades. Galdar era un líder precavido e inteligente que no caía en el mismo error que muchos de su raza, los cuales daban por hecho que tenían la batalla ganada únicamente porque se enfrentaban a soldados elfos. Galdar había combatido contra los elfos durante la Guerra de las Almas y había aprendido a respetarlos como guerreros, aunque los despreciara en todos los demás aspectos. Convenció a sus tropas de que los elfos eran unos guerreros ágiles y tenaces, que en aquella ocasión lucharían aun con más ferocidad debido a la lealtad y devoción que sentía por el Dios Caminante.

Galdar tendió una emboscada en los bosques de las montañas Khalkist. Eligió aquella región porque había calculado que, una vez que el Dios Caminante se hubiera alejado de la civilización, el número de sus seguidores disminuiría. Cuando Valthonis recorría las principales vías de Solamnia, podían acompañarlo hasta veinte o treinta personas. En esas tierras, lejos de todas las ciudades grandes y cerca de Neraka, una región de Ansalon a la que la mayoría seguía considerando maldita, sólo los más devotos permanecerían a su lado. Galdar contó seis guerreros elfos armados con arco, flechas y espada, un elfo fronterizo desarmado y un druida de Chislev cubierto por una túnica verde musgo que seguramente los atacaría con hechizos sagrados.

Decidió que la hora de la embocada sería el atardecer, cuando las sombras de la noche que se alargaban entre los árboles disputaban su dominio a los últimos rayos de sol. En ese momento del día, la penumbra podía engañar al ojo y hacer blanco en el objetivo era difícil hasta para un arquero elfo.

Galdar y su tropa se escondieron entre los árboles, disponiéndose a esperar hasta que oyeran al grupo avanzando por el camino, que apenas era una senda de cabras. La partida todavía estaba a cierta distancia, así que Galdar tenía el tiempo suficiente para dar a sus minotauros las instrucciones de última hora.

-Tenemos que coger al Dios Caminante vivo -dijo, poniendo mucho énfasis en la última palabra—. Esta orden proviene del mismo Sargas. No lo olvidéis: Sargas es el dios de la venganza. Si desobedecéis, es por vuestra propia cuenta y riesgo. Y yo os confieso que no estoy preparado para que su cólera caiga sobre mí.

Los demás minotauros se mostraron de acuerdo con mucha vehemencia y alguno que otro miró a los cielos con inquietud. Se sabía que el castigo de Sargas a aquellos que desoían su voluntad era inminente y atroz.

—¿Qué hacemos si ese Dios Caminante ofrece resistencia, señor? —preguntó uno de los minotauros—. ¿Los dioses de los escuchimizados intervendrán a su favor? ¿Tenemos que esperar que nos caigan rayos del cielo?

—¿Así que «los dioses de los escuchimizados», Malek? -gruñó Galdar-. Perdiste la punta de un cuerno por culpa de una dama solámnica. ¿También era una escuchimizada o más bien te pateó el culo?

El minotauro parecía molesto. Sus compañeros sonrieron burlonamente y uno le dio un codazo.

-Mientras no hagamos daño al Dios Caminante, los dioses de la luz no intervendrán. Eso me aseguró el sacerdote de Sargas.

—¿Y qué hacemos con ese Dios Caminante cuando lo tengamos, señor? —quiso saber otro—. Eso todavía no nos lo has dicho.

—Porque no quiero atascaros el cerebro con más de un pensamiento a la vez —contestó Galdar—, De lo único que tenéis que preocuparos ahora es de capturar al Dios Caminante. ¡Vivo!

Galdar aguzó el oído. Las voces y las pisadas se acercaban.

-Tomad posiciones -ordenó, y dispersó a sus soldados, que fueron corriendo a las zanjas que había a ambos lados de la senda—. ¡No os mováis ni un milímetro y permaneced a contraviento! Esos condenados elfos tienen buen olfato para los minotauros.

Galdar se agazapó detrás de un roble grande. Su espada seguía envainada. Esperaba no tener que utilizarla y se frotó el muñón del brazo perdido. Aquélla era una herida extraña. El muñón estaba completamente curado, pero a veces, por raro que pareciera, le dolía el brazo que ya no tenía. Aquella tarde sentía una quemazón y unas punzadas más desgarradoras que de costumbre. Echaba la culpa a la humedad, pero no podía evitar preguntarse si no le dolería porque estaba pensando en Mina, recordando la primera vez que se habían visto. Ella había alargado la mano hacia él y su contacto lo había curado. Ella le había devuelto el brazo mutilado.

El brazo que había vuelto a perder, intentando salvarla.

Se preguntó si ella lo recordaría, si alguna vez pensaba en el tiempo que habían pasado uno junto al otro, el tiempo más feliz y glorioso de toda la vida del minotauro.

Lo más probable era que no, después de que se hubiera convertido en toda una señora sacerdotisa.

Galdar se frotó el brazo, maldijo la humedad y escuchó las voces de los elfos que se acercaban.

Agazapados entre las hojas muertas y las sombras, los minotauros se aferraban a sus armas y esperaban.

Dos guerreros elfos iban delante, cuatro detrás y Valthonis y el druida de Chislev caminaban en el centro del grupo, absortos en su conversación.

Elspeth se mantenía muy cerca del Dios Caminante, casi tropezaba con él. Normalmente se quedaba bastante retrasada, unos cuantos pasos por detrás del último guardia. Aquel cambio repentino en su actitud inquietaba al resto del grupo, que ya sentía desasosiego por encontrarse tan cerca del valle maldito de Neraka, donde había reinado la Reina Oscura. Habían preguntado a Valthonis por qué había elegido dirigirse allí, a aquel lugar pavoroso, pero él se limitaba a sonreír y a responderles lo que siempre respondía a sus preguntas:

—No voy a donde quiero ir, sino a donde debo estar.

Como era imposible obtener información del Dios Caminante, uno de los Fieles se encargó de interrogar a Elspeth. En voz baja, le preguntó cuál era el problema, de qué tenía miedo. Parecía que Elspeth era sorda además de muda, pues ni siquiera lo miró. Siguió con los ojos clavados en Valthonis, según contó el elfo más tarde a sus compañeros, con el rostro demacrado y tenso.

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