—¡Galdar! ¡Vuelve! —gritó Mina fuera de sí.
El minotauro siguió caminando.
—¡Galdar! ¡Te lo ordeno! —chilló Mina.
Galdar no volvió la vista. Iba abriéndose camino entre los monolitos negros, vestigios de una oscura ambición.
Mina miraba furiosamente la espalda del minotauro y de repente echó a correr hacia él. Volaba rauda sobre el suelo barrido por el viento. Rhys gritó para advertirlo. Galdar se volvió, en el mismo momento en que Mina le daba alcance. Sin prestarle atención, agarró la empuñadura de la espada y tiró de ella para sacarla de la vaina.
Galdar la sujetó por las muñecas e intentó arrancarle la espada de las manos. Mina quiso zafarse de él presa de una furia enloquecida y lo golpeó con la empuñadura y la parte plana de la hoja.
Galdar intentaba rechazar sus golpes, pero no tenía más que una mano y Mina luchaba con la fuerza y la cólera de un dios.
Rhys corrió a ayudar al minotauro. Tiró el cayado, agarró a Mina e intentó alejarla de Galdar. El corpulento minotauro se desplomó, sangriento y gimiendo. Mina se zafó de Rhys. Lo empujó hasta hacerle perder el equilibrio y volvió a abalanzarse sobre Galdar. Lo pateó y lo golpeó en cada parte de su cuerpo que seguía moviéndose. El minotauro dejó de gemir y se quedó inmóvil.
—Mina... —empezó a decir Rhys.
Mina gruñó y le hundió el puño en el estómago, con tanta fuerza que Rhys se quedó sin aliento. Intentó tomar aire, pero tenía los músculos contraídos y sólo lograba boquear.
Mina le propinó un puñetazo en la mandíbula y le rompió el hueso. Se le llenó la boca de sangre. Mina estaba allí de pie, con la pesada espada del minotauro en la mano, y Rhys no podía hacer nada. Estaba ahogándose en su propia sangre.
Beleño intentó retener a Atta con todas sus fuerzas, pero la visión de Rhys siendo atacado era más de lo que la perra podía soportar. Se agitó para liberarse del kender. Beleño intentó agarrarla de nuevo, pero su mano encontró el vacío y se cayó de bruces. Atta pegó un buen salto y chocó pesadamente contra Mina, que se cayó y soltó la espada.
Entre ladridos, Atta se lanzó sobre la garganta de Mina. Ésta se defendía de la perra y se protegía con los brazos. Se mezclaban sangre y saliva.
Beleño se puso de pie, con paso poco seguro. Rhys estaba escupiendo sangre. El minotauro ya estaba muerto o poco le faltaba. Valthonis seguía inconsciente en el suelo. El kender era el único que estaba de pie y no sabía qué hacer. Estaba demasiado nervioso para poder pensar un hechizo y entonces se dio cuenta de que ningún hechizo, ni siquiera el hechizo más poderoso conjurado por el místico más poderoso, podría detener a un dios.
La fría y pálida luz del sol se reflejó en el acero.
Mina había logrado recuperar la espada. La levantó y atacó a la perra.
Atta cayó al suelo, lanzando un aullido de dolor. Su pelo blanco empezó a teñirse de rojo, pero seguía intentando levantarse y no dejaba de gruñir y lanzar dentelladas. Mina levantó la espada para volver a clavársela, esa vez sería el golpe mortal.
Beleño se aferró al broche del pequeño saltamontes y pegó un salto propio de un gigante. Sobrevoló uno de los monolitos negros y golpeó a Mina. La espada cayó al suelo.
Beleño aterrizó con un fuerte golpe en el suelo. Mina se recuperó y los dos se lanzaron reptando hacia la espada para intentar hacerse con ella el primero. Rhys escupió más saliva y medio se arrastró, medio se lanzó a la reyerta.
Pero ya era demasiado tarde.
Mina agarró al kender por el moño y lo retorció. Rhys oyó un chasquido espeluznante. Beleño se quedó inerte.
Mina soltó el pelo y el kender cayó al suelo como un peso muerto.
Rhys se arrastró junto a su amigo. Beleño lo miraba fijamente, sin verlo. Las lágrimas acudieron a los ojos de Rhys. No buscó a Mina. A él también iba a matarlo y no podía hacer nada por impedirlo. Atta gemía. La espada le había abierto un corte en el lomo que le llegaba hasta el hueso. Acercó al animal malherido, agonizante, hacia sí y después cerró los ojos de Beleño con una mano cubierta de sangre.
Una niña pequeña con trenzas pelirrojas se sentó de cuclillas junto al kender.
—Ya puedes levantarte, Beleño —dijo Mina.
Al ver que no se movía, lo sacudió por el hombro.
—Deja de hacerte el dormido, Beleño —le regañó—. Ya nos tenemos que ir. Tengo que ir a Morada de los Dioses y el mapa lo tienes tú.
Empezó a temblarle la voz.
—¡Despiértate! —exclamó entre hipidos—. Por favor, por favor, despiértate.
El kender no se movió.
Mina emitió un gemido desgarrador y se abrazó al cuerpo.
—¡Lo siento, lo siento, lo siento! —gritaba una y otra vez, en un paroxismo de dolor.
—Mina... —masculló Rhys con la boca llena de sangre y dientes rotos y la mandíbula fuera de su sitio.
Su nombre resonó en las paredes de los Señores de la Muerte.
—Mina, Mina...
Se puso en pie. La niñita miró a Beleño afligida, pero fue la mujer, Mina, quien le cerró con delicadeza los ojos de mirada vacía. La mujer, Mina, se acercó a Galdar. Apoyó una mano sobre el minotauro y le susurró algo. La mujer volvió junto a Atta y la acarició con ternura. Después Mina se arrodilló junto a Rhys. Con una sonrisa triste, le tocó en la frente.
El ámbar, cálido y dorado, se deslizó sobre él.
Mina, la mujer, estaba sentada junto a Valthonis sobre la dura superficie de la piedra, azotada por el viento. Ya no vestía armadura ni los negros ropajes propios de una sacerdotisa de Chemosh. Se cubría con un vestido sencillo, que caía formando pliegues sobre su cuerpo. Su cabello cobrizo estaba recogido en delicados rizos en la nuca. Sentada en silencio, observaba al Dios Caminante, esperando a que recuperara la conciencia.
Por fin Valthonis se incorporó, miró en derredor y su expresión se ensombreció. Se levantó rápidamente y fue a atender a los heridos. Mina lo miraba sin emoción, con el rostro impasible, impenetrable.
—El kender está muerto —declaró—. Lo maté yo. El monje, el minotauro y el perro sobrevivirán, creo.
Valthonis se arrodilló junto al kender y colocó el cuerpo roto con delicadeza en una postura más natural. En voz baja, le dio su bendición.
—Sacúdete el polvo del camino, pequeño amigo. Ahora tus botas se cubren del polvo de las estrellas.
Se quitó la capa verde y cubrió el menudo cadáver con ella, con gestos reverentes. Valthonis se inclinó junto a Atta, que meneaba la cola apenas sin fuerzas y le dio un lametazo en la mano. Apartó el pelo negro cubierto de sangre, pero las heridas no parecían graves. Le acarició la cabeza y después se acercó a su amo.
—Me parece que conozco al monje —dijo Mina—. Lo he visto antes. Estaba intentando recordar dónde y por fin me acuerdo. Fue en un bote... No, no era un bote. Era una taberna que había sido un bote. Él estaba allí, yo entré y él me miró y me conocía... Sabía quién era yo... —Arrugó un poco la frente—. Pero él no...
Valthonis levantó la cabeza y miró en sus ojos ambarinos. Ya no vio el sinfín de almas allí atrapadas. En sus ojos transparentes vio el terrible conocimiento. Y se vio a sí mismo, reflejado en su superficie brillante.
—El monje estaba sentado junto a un hombre... Era un hombre que estaba muerto. No sé su nombre. —Mina quedó callada y después añadió, con la voz temblorosa—: Tantos hombres... y no sé el nombre de ninguno. Pero sé el nombre del monje. Es el hermano Rhys. Y él sabe mi nombre. Él me conoce. Sabe qué y quién soy. E incluso así, caminó a mi lado. Me guió. —Sonrió con tristeza— Me gritó...
Valthonis apoyó la mano en el cuello de Rhys y sintió el latir de la vida. El monje tenía la cara cubierta de sangre, pero no encontró ninguna herida. No dijo nada en respuesta a las palabras de Mina. El instinto le decía que ella no quería que hablara. Lo que quería, lo que necesitaba, era escucharse a sí misma en el silencio sepulcral del valle de Neraka.
-El kender también me conocía. Cuando me vio por primera vez, empezó a sollozar. Lloraba por mí. Lloraba de pena por mí. Me dijo: «Estás tan triste...» Y el minotauro, Galdar, era mi amigo. Un amigo bueno y leal...
Mina apartó la mirada del minotauro y la paseó por el valle, fantasmagórico y yermo.
-Odio este lugar. Sé dónde estoy. Estoy en Neraka y han pasado cosas terribles por mi culpa... Y más cosas terribles pasarán... por mi culpa...
Miró a Valthonis, suplicante.
—Ya sabes lo que quiero decir. Tu nombre significa «el exilio» en elfo. Y eres mi padre. Y ambos, el padre mortal y la hija desdichada, somos exiliados. Con la diferencia de que tú no podrás regresar nunca. —Mina suspiró; fue un suspiro largo y profundo—. Y yo debo regresar.
Valthonis se acercó al minotauro. Puso la mano sobre el cuello ancho como el de un toro.
-Soy una diosa -dijo Mina-. Vivo todos los tiempos al mismo tiempo. —Una arruga perturbó su frente lisa, al añadir—: Aunque hay un tiempo antes del tiempo que no recuerdo y un tiempo que todavía está por venir que no veo...
El viento silbaba entre las rocas, como el aire que se escapa entre unos dientes putrefactos, pero lo único que oía Valthonis eran las palabras de Mina. Era como si el mundo físico hubiera desaparecido bajo sus pies y estuviera suspendido en el éter y sólo existieran su voz y los ojos ambarinos, a los que, mientras él los miraba, acudían las lágrimas.
—He cometido maldades, padre —dijo Mina, con las lágrimas deslizándose por sus mejillas—. O, mejor dicho, cometo maldades, pues vivo en todos los tiempos a la vez. Dicen que soy una diosa nacida de la luz y, sin embargo, atraigo la oscuridad. Miles de inocentes mueren por mi culpa. Asesino a aquellos que confían en mí. Arrebato la vida y devuelvo muerte viviente. Algunos dicen que me engañó Takhisis y que no sé que estoy haciendo el mal.
Mina sonrió entre las lágrimas y aquélla fue una sonrisa extraña y fría.
—Pero sé lo que estoy haciendo. Quiero oírles cantar mi nombre, padre. Quiero que me veneren. ¡Mina! No Takhisis. Ni Chemosh. Mina. Sólo Mina.
No se movió para secarse las lágrimas.
-Quienes fueron mis madres para mí, ambas murieron. Cuando Goldmoon estaba muriéndose, me miró desde el crepúsculo y vio la verdad, la fealdad que hay en mi interior. Y me abandonó.
Mina se levantó y corrió hacia el minotauro. Se agachó junto a él, pero no lo tocó. Se levantó y caminó hasta donde yacía el kender, debajo de la capa verde. Se inclinó y colocó con delicadeza una esquina de la tela que el viento había volado. Una luz trémula brillaba en sus ojos.
—Puedo arreglarlo -dijo. Se incorporó y abrió los brazos, abarcando a los heridos y el muerto, las ruinas del templo y el valle maldito-. ¡Soy una diosa! ¡Puedo hacer que todo esto no haya ocurrido jamás!
-Así es —confirmó Valthonis-. Pero para hacerlo, tendrías que regresar al primer segundo del primer minuto del primer día y empezar de nuevo.
—¡No lo entiendo! —gritó Mina confundida—. Hablas en clave.
—Todos volveríamos atrás si pudiéramos, Mina. Todos borraríamos nuestros errores del pasado. Para los mortales es imposible. Aceptamos la realidad, aprendemos de ella y seguimos adelante. Para un dios es posible. Pero significa hacer desaparecer la creación y volver a empezar.
Mina parecía dispuesta a rebelarse, como si no creyera lo que le decía, y durante un momento eterno Valthonis temió que su sufrimiento fueran tan intenso que quisiera aliviarlo echando al olvido al mundo y a ella misma.
Mina cayó de hinojos y alzó el rostro hacia el cielo.
-¡Dioses! ¡Me empujáis y tiráis de mí en todas direcciones! —gritó—. Todos me queréis para vuestros propios fines. A ninguno le importa qué quiero yo.
—¿Qué quieres tú, Mina? —preguntó Valthonis.
Miró en derredor, como si ella misma se lo preguntara. Su mirada se posó en el kender, su cuerpo descoyuntado e inmóvil tapado por la capa verde. Después su mirada voló hasta Galdar, que seguía inconsciente, el amigo leal. Miró a Rhys, que la había consolado cuando se despertaba llorando en medio de la noche.
-Quiero volver a dormir -susurró.
A Valthonis se le estremeció el corazón. Sus propias lágrimas le nublaron la vista y le estrangulaban la voz.
-Pero no puedo -prosiguió Mina-, Ya lo sé. Lo he intentado. Dicen ni nombre y me despiertan...
De repente lanzó un grito angustiado. Tantas lágrimas acudieron a sus ojos que parecía que el reflejo del Dios Caminante se ahogara en el agua salada.
-¡Haz que paren, padre! -suplicó, balanceándose hacia delante y atrás en una despiadada agonía—. ¡Haz que paren!
Valthonis avanzó por el suelo de piedra del valle de Neraka y se detuvo junto a su hija. Ella estaba arrodillada delante de él y se aferraba a sus botas. El Dios Caminante la cogió e hizo que se levantara.
-Las voces no van a parar. Para ti nunca pararán..., hasta que las respondas.
-Pero ¿qué les digo?
—Eso es lo que debes decidir.
Valthonis le tendió el talego que Rhys había llevado durante tanto tiempo. Mina lo miró, sorprendida. Lo desató y miró dentro. Allí estaban sus dos regalos, el Collar de Sedición y la Pirámide de la Luz.
-¿Los recuerdas? -preguntó Valthonis.
Mina negó con la cabeza.
—Los encontraste en la Sala del Sacrilegio. Ibas a regalárselos a Goldmoon cuando llegaras a Morada de los Dioses.
Mina contempló largamente los dos objetos, uno envuelto en la oscuridad absoluta y el otro poseedor de la luz. Envolvió los dos, con cuidado y reverencia.
-¿Está muy lejos Morada de los Dioses, padre? Estoy tan cansada...
—No muy lejos, hija. Ya no está lejos.
Un dedo peludo levantó un párpado de Rhys y el monje se despertó sobresaltado. Eso asustó a Galdar y estuvo a punto de sacarle el ojo. El minotauro apartó la mano y gruñó satisfecho. Deslizó un brazo descomunal por debajo de los hombros de Rhys, lo incorporó hasta que quedó sentado y le empujó entre los labios un frasquito. Por la garganta le bajó un líquido de sabor repulsivo.
Rhys se atragantó y empezó a escupirlo.
-¡Traga! —ordenó Galdar, dándole una palmada en la espalda que le hizo toser y envió el líquido garganta abajo.
Sintió una arcada y se preguntó si acababa de ser envenenado.
Galdar le sonrió, sacando todos sus dientes a relucir, y gruñó.
—El veneno sabe mucho mejor que este mejunje. Quédate quieto un momento y deja que haga efecto. Dentro de poco te sentirás mejor.