Ámbar y Sangre (31 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

BOOK: Ámbar y Sangre
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Como ya estaban nerviosos e intranquilos por encontrarse en aquel lugar, el inesperado ataque no cogió del todo por sorpresa a los guerreros elfos. Sintieron que algo iba mal cuando pasaron rozando las hojas que colgaban de las ramas de los altos árboles. Quizá fuera el olor; los minotauros desprenden un hedor a bovino que es difícil de disimular. Quizá fuera el chasquido de una ramita debajo de una pesada bota, o el movimiento de un corpachón entre los matorrales. Fuera lo que fuese, los elfos percibieron el peligro y aminoraron el paso.

Los dos guerreros que iban delante desenvainaron las espadas y se retrasaron para situarse a ambos lados de Valthonis. Los elfos que los seguían colocaron las flechas, levantaron los arcos y se volvieron hacia el bosque, estudiando con atención las sombras que habitaban entre los árboles.

-¡Mostraos! -gritó ásperamente uno de los guerreros en común.

Los soldados minotauro obedecieron, salieron trepando de las cunetas y se agolparon en el camino. El acero repiqueteó contra el acero. Las cuerdas de los arcos se tensaron y el druida empezó a entonar una oración a Chis- lev, invocándola para que le concediese su ayuda divina.

La voz de Valthonis se elevó sobre todos esos sonidos y resonó poderosa y enérgica.

—¡Parad! Ahora mismo.

Había tanta autoridad en sus palabras que todos los combatientes le obedecieron, incluso los minotauros, que reaccionaron instintivamente al tono de mando. Un segundo después se dieron cuenta de que había sido su supuesta víctima quien había dado la orden de que se detuvieran y, sintiéndose tontos, volvieron a lanzarse al ataque.

—¡Deteneos, en nombre de Sargas! -en aquella ocasión fue Galdar quien bramó con su vozarrón.

Los soldados minotauros vieron que su líder avanzaba a grandes zancadas y bajaron la espada de mala gana y retrocedieron.

Elfos y minotauros se miraban con expresión hosca. Ninguno atacaba, pero ninguno envainaba la espada. El druida no había dejado de rezar. Valthonis le puso una mano en el hombro y le dijo algo en voz baja. El druida lo miró suplicante, pero Valthonis negó con la cabeza y la oración a Chislev terminó con un suspiro.

Galdar levantó su única mano para demostrar que no llevaba arma alguna y caminó hacia Valthonis. Los Fieles se movieron para interponerse entre el Dios Caminante y el minotauro.

—Dios Caminante —dijo Galdar, alzando la voz sobre las cabezas de los que le cerraban el paso-, me gustaría hablar contigo, en privado.

—Apartaos, amigos míos —dijo Valthonis—, Escucharé lo que tenga que decir.

Uno de los elfos parecía dispuesto a discutir, pero Valthonis no le prestó atención. Volvió a pedir a los Fieles que se apartaran y así lo hicieron, aunque de mala gana y con expresión sombría. Galdar ordenó a sus soldados que se mantuvieran apartados y los minotauros obedecieron, aunque lanzando miradas torvas a los elfos.

Galdar y Valthonis se internaron entre los árboles, donde sus seguidores no pudieran oírlos.

—Tú eres Valthonis, en el pasado el dios Paladine -declaró Galdar.

—Soy Valthonis —repuso el elfo con. suavidad.

—Yo soy Galdar, emisario del gran dios que los minotauros conocen como Sargas, conocido por aquellos de tu raza como Sargonnas. Mi dios me ordena que pronuncie estas palabras: «Has dejado cosas inconclusas en el mundo, Valthonis, y como has decidido alejarte “caminando” de ese reto, ha estallado un conflicto en el cielo y entre los hombres. El gran Sargas quiere que ese conflicto llegue a su fin. Es necesario llegar a una solución rápida y definitiva para ese conflicto. Para ayudar a que eso ocurra, él hará que te reúnas con tu retador.»

-Espero que no creas que soy amigo de las discusiones, emisario, pero me temo que no sé nada sobre ese conflicto o ese reto del que hablas —contestó Valthonis.

Galdar se frotó el muñón con el dorso de la mano. Estaba incómodo, pues él creía en el honor y la honestidad, y en aquel asunto no estaba actuando honrada y honestamente.

-Quizá no sea un reto impuesto por Mina -aclaró Galdar, esperando que su dios lo comprendiera—. Más bien una amenaza. De todos modos —prosiguió antes de que Valthonis pudiera responder—, se interpone entre vosotros dos como humo envenenado que emponzoña el aire.

—Ya lo entiendo —dijo Valthonis—. Hablas de la promesa de Mina de que me mataría.

Galdar lanzó una mirada inquieta hacia los minotauros de su escolta.

—No levantes la voz cuando pronuncies su nombre. Mi pueblo cree que es una bruja. -Se aclaró la garganta y añadió fríamente-: Sargas me ha ordenado que diga que el dios astado quiere que los dos os reunáis para que podáis resolver vuestras diferencias.

Valthonis sonrió irónicamente al oír aquellas palabras y Galdar, avergonzado, se quedó frotándose el muñón. Sargas no tenía ninguna intención de que los dos resolvieran sus diferencias. Galdar no sentía ningún aprecio por los elfos, pero detestaba tener que mentir a aquél. No obstante, tenía unas órdenes que cumplir y, por tanto, repitió lo que le habían dicho que dijera, aunque esforzándose por que quedara claro que el mensaje no era suyo.

—No tenéis que hablar con esa bestia, señor. Podemos y estamos dispuestos a pelear y defenderos... —los interrumpió uno de los Fieles, gritando.

—Jamás se derramará sangre en mi nombre —repuso Valthonis con aspereza. Lanzó una mirada glacial al Fiel—. ¿Has recorrido a mi lado este camino y me has oído hablar de paz y fraternidad y, sin embargo, no has escuchado nada de lo que te decía?

El tono de su voz era duro y sus seguidores parecían avergonzados. No sabían adonde dirigir la vista para que sus ojos no se encontraran con la mirada furiosa de Valthonis, así que observaban fijamente el suelo o torcían la cara. La única que no apartó la mirada fue Elspeth. Sólo ella la sostuvo. Valthonis le sonrió para darle seguridad y después se volvió hacia Galdar.

—Te acompañaré con la condición de que mis compañeros puedan irse sin sufrir ningún daño.

—Esas son mis órdenes —aseguró Galdar. Alzó la voz para que todos pudieran oírlo—. Sargas quiere paz. No desea que se derrame sangre.

Uno de los elfos resopló con desdén al oír esas palabras y uno de los minotauros gruñó. Los dos se lanzaron uno sobre el otro. Galdar se acercó al minotauro de un salto y le propinó un puñetazo en la mandíbula. Elspeth agarró al elfo por el brazo que asía la espada y tiró de él. Sorprendido, el guerrero bajó el arma.

—Si caminas con nosotros, señor —dijo Galdar, sacudiendo los nudillos doloridos—, nosotros seremos tu escolta. Dame ahora tu palabra de que no vas a intentar escapar, y no te encadenaré.

-Tienes mi palabra. No me escaparé. Iré con vosotros por mi propia voluntad.

Valthonis se despidió de los Fieles. Dio la mano a cada uno de ellos y pidió a los dioses que los bendijeran.

-No temáis, señor -dijo uno de los elfos en Silvanesti, hablando en voz baja—, os rescataremos.

—He dado mi palabra. No voy a romperla -repuso Valthonis.

-Pero, señor...

El Dios Caminante sacudió la cabeza y se dio media vuelta. Tropezó con Elspeth, que le cerraba el paso. Parecía que ansiaba hablar con él, pues le temblaba la mandíbula y de su garganta se escapaban unos sonidos graves, propios de un animal.

Valthonis le acarició la mejilla.

—No hace falta que digas nada, pequeña. Lo entiendo.

Elspeth le cogió la mano y se la apretó contra le mejilla.

—Cuidad de ella—ordenó Valthonis a los Fieles.

Retiró la mano con delicadeza y caminó hasta donde esperaban Galdar y los demás minotauros.

-Tienes mi palabra. Y yo tengo la tuya -dijo Valthonis-. Mis amigos se irán sin sufrir ningún daño.

-Que Sargas me deje sin el otro brazo si incumplo mi promesa -repuso Galdar. Se internó en el bosque y Valthonis lo siguió. Los minotauros cerraron el grupo siguiéndolos de cerca.

Los Fieles se quedaron en el camino rodeados por la penumbra creciente, contemplando la partida de su líder. Su vista de elfos les permitía seguir a Valthonis con la mirada durante mucho tiempo y, cuando dejaron de verlo, todavía oían el chasquido de las ramas y las pisadas de los minotauros abriéndose camino por la espesura. Los Fieles se miraron entre sí. Los minotauros habían dejado un rastro que hasta un enano gully ciego podría seguir. No sería muy difícil seguirles los pasos.

Uno echó a andar en su dirección. La silenciosa Elspeth lo detuvo.

«Él dio su palabra —dijo la elfa con signos, llevándose la mano a la boca y después al corazón—. Él tomó su decisión.»

Afligidos, los Fieles volvieron sobre sus pasos y retomaron el camino que ya habían recorrido. Pasó algún tiempo antes de que uno de ellos se diera cuenta de que Elspeth ya no estaba con ellos. Sin olvidar su promesa, empezaron a buscarla y al fin encontraron sus huellas. Había seguido el mismo camino que el Dios Caminante había elegido: la calzada a Neraka. Elspeth se negó a regresar y, sin olvidar nunca su promesa de cuidarla, los Fieles la acompañaron.

4

Rhys estaba soñando que alguien lo observaba. Cuando se despertó sobresaltado, descubrió que su sueño era verdad. Un rostro se cernía sobre él. Por suerte, era un rostro que Rhys conocía y cerró los ojos aliviado, intentando apaciguar los latidos desbocados de su corazón.

Beleño, con la barbilla apoyada en la mano, estaba sentado junto a Rhys con las piernas cruzadas y escudriñaba a su amigo. El kender lucía una expresión lúgubre.

—¡Ya era hora de que despertaras! —murmuró Beleño.

Rhys suspiró y tardó un momento en abrir los ojos. Hasta que había tenido el sueño, había dormido profunda, suave y tranquilamente. Dejó que la somnolencia fuera abandonándolo de mala gana. Más aún desde que había entrevisto la expresión seria de Beleño, y comprendió que el despertar no iba a ser precisamente agradable.

—Rhys. —Beleño lo meneó con un dedo—. No te atrevas a volver a dormirte. Atta, dale un par de lametazos.

—Ya estoy despierto —anunció Rhys. Se sentó y despeinó el pelo a Atta, pues la perra parecía triste y apretaba la cabeza contra el cuello de su amo para consolarse.

Sin dejar de acariciarla, Rhys se incorporó y miró alrededor.

—¿Dónde estamos? —preguntó, confuso.

—Lo que puedo decirte es donde no estamos —respondió Beleño sombrío—. No estamos en casa de la bella dama que hace el mejor bizcocho de jengibre del mundo. Que es donde estábamos ayer y anteayer, y donde estábamos anoche cuando me fui a la cama, y donde deberíamos estar esta mañana, pero no es así. Estamos aquí. Y a saber lo que significa ese «aquí».

no tengo ningún reparo en confesar —añadió el kender con voz tensa—

que preferiría estar en cualquier otro sitio. «Aquí» no es un lugar demasiado agradable.

Rhys apartó a Atta con suavidad y se puso de pie ágilmente. El bosque había desaparecido y con él también la casita en la que, como Beleño bien había dicho, él, el kender, Atta y Mina habían pasado dos días con sus dos noches. Aquéllos habían sido días y noches de una bendita paz y tranquilidad. Habían decidido emprender la última etapa de su camino aquella mañana, pero por lo visto Mishakal se les había adelantado.

Paseó la mirada por un valle yermo y desolado que colgaba entre cordilleras ennegrecidas formadas por varios volcanes en activo. Tentáculos de vapor se alargaban desde las cumbres sombrías y arañaban el cielo, de un azul severo y vacío.

El aire era gélido, el sol, acobardado, se encogía y, sin fuerzas, no emitía calor alguno. Sus sombras se arrastraban lánguidamente por el suelo gris del valle, de piedras impenetrables, y se consumían hasta desaparecer. El aire estaba enrarecido y cargado de azufre. Costaba respirar. A Rhys le daba la impresión de que nunca le llegaba suficiente oxígeno a los pulmones. Más aterrador aún era el silencio, que parecía estar vivo, como alguien que contuviera la respiración. Vigilante, a la espera.

El valle estaba salpicado de extrañas formaciones rocosas. De las rocas salían cristales negros gigantescos, aguzados y recortados. Algunos se elevaban más de medio metro y parecían monolitos repartidos por el valle al azar. No eran formaciones naturales, no parecían nacidos del suelo. Todo lo contrario. Daba la impresión de que una fuerza descomunal los había lanzado desde el cielo, con una furia tal que se habían clavado profundamente en el valle.

—Lo mínimo que podías haber hecho era coger el bizcocho —protestó Beleño-. Ahora ni siquiera tenemos algo para desayunar. Ya sé que dije que iría contigo a buscar al Dios Caminante, pero no sabía que el viaje iba a ser tan repentino.

—Yo tampoco —contestó Rhys. Después añadió con aspereza—: ¿Dónde está Mina?

Beleño señaló por encima del hombro con el pulgar. Mina había esperado con él junto al monje dormido hasta que se había aburrido y se había alejado para explorar. Estaba a cierta distancia de ellos, contemplando su propio reflejo en uno de los monolitos de cristal.

—¿Por qué estás tan tenso? —preguntó Beleño—. ¿Qué pasa?

—Yo sí sé dónde estamos —respondió Rhys, yendo en busca de Mina rápidamente—. Conozco este lugar. Y debemos irnos ahora mismo. \Atta, ven!

—Yo estoy deseando marcharme. Aunque parece que marcharse no va a

ser tan fácil como venir —aseguró Beleño a la carrera, para mantener el ritmo de las grandes zancadas de Rhys—. Sobre todo teniendo en cuenta que no sabemos cómo fue eso de «venir». No creo que haya sido cosa de Mina. Estaba dormida en el suelo cuando yo me desperté y cuando ella también se despertó, parecía tan sorprendida y confusa como yo.

A Rhys no le cabía duda de que había sido la Dama Blanca quien los había enviado a aquel lugar funesto, aunque no lograba imaginarse por qué, a no ser porque se decía que estaba cerca de Morada de los Dioses.

—Entonces, Rhys -dijo Beleño. Sus botas resbalaban sobre las piedras y levantaban volutas de polvo que formaban pequeños remolinos sobre el suelo, como serpientes retorciéndose—, ¿dónde estamos? ¿Qué es este lugar?

—El valle de Neraka —anunció Rhys.

El kender dio un grito ahogado y abrió los ojos como platos.

—¿Neraka? ¿El Neraka donde la Reina Oscura construyó su templo oscuro y por donde iba a entrar al mundo? ¡Recuerdo esa historia! Había un chico con una gema verde en el pecho que asesinó a su hermana, pero ella lo perdonó y su espíritu impidió la entrada de la Reina Oscura. Perdió la guerra y el hermano volvió con su hermana y juntos hicieron saltar el templo por los aires y... ¡y eso es todo! —Beleño se detuvo para mirar uno de los monolitos negros con entusiasmo—. ¡Esas piedras feas son trozos del templo de Takhisis!

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